martes, 1 de abril de 2008

Escribir para superar el dolor


De la redacción de
LA NACION


Entronizado en la nómina de libros notables por The New York Times cuando se publicó en 1997, Tras la historia de mi madre , la saga biográfica de tres generaciones de mujeres judías checas antes y después del Holocausto, es un relato intimista inquietante que combina de manera rigurosa el género de las memorias con la crónica histórica sobre la evolución de la identidad de la mujer judía en Europa Central. Recientemente editado por El Ateneo y presentado en el país por su autora, el libro de la periodista estadounidense Helen Epstein, nacida en Praga en 1947 y criada en Nueva York, cautiva por su originalidad y por la distancia narrativa desde la que se sitúa la autora para reconstruir su propia –y aciaga– historia familiar. Tras una rigurosa investigación, en la que entrevistó a sobrevivientes del genocidio nazi, Epstein hilvana el derrotero de su madre Frances, rehén en el ghetto de Terezín primero y luego en Auschwitz, con el de su abuela, Pepi, a la que nunca conoció porque los nazis la fusilaron cuando la deportaron a Riga, en Latvia. Y se remonta aún más atrás en el tiempo para retratar también a su bisabuela, Thérèse, la responsable de introducir la costura como fructífero modo de subsistencia familiar. Une así dos siglos de historia centrados en el rol de la mujer en los que se reviven la misoginia del Imperio austrohúngaro; la supervivencia femenina durante la Primera Guerra Mundial; el nacimiento de Checoslovaquia; la implosión de la II Guerra Mundial y el avance del comunismo hasta llegar a la Revolución de Terciopelo, cuando la mujer conquista la igualdad de derechos al hombre luego de la instauración de la República Checa. El resultado es un fresco histórico, sociológico y humano que también destaca la trascendencia de las labores textiles como forma de emancipación femenina. Docente y ex periodista freelance para The New York Times, donde escribía extensos perfiles para la revista dominical, Epstein se especializa en libros de no ficción, "el género que eligen mayoritariamente los lectores estadounidenses" –sostiene– en un intento por asir lo inextricable y complejo de la realidad. Epstein tiene publicados otros tres libros, traducidos a varios idiomas pero no en español: Children of the Holocaust (1979), Music Talks (1988) y Joe Papp. An American Life (1996). De paso por Buenos Aires, donde días atrás presentó en la AMIA Tras la historia de mi madre , la autora, residente en Boston, revela que su libro fue una personal forma de duelo y una manera de darle visibilidad a los antepasados familiares que la sinrazón de la historia y el orden cronológico le impidieron conocer.

–¿De qué manera la escritura del libro fue una forma solapada de duelo?
–Mi madre amenazaba todo el tiempo con suicidarse, pero murió repentinamente de un aneurisma, a los 69 años, en Nueva York, ciudad a la que emigró finalizada la Segunda Guerra. No tuve tiempo de prepararme para su muerte. Entonces reconstruir su historia, que ella nunca me contó completa porque no hablaba de su vida, adquirió la forma ritual del duelo que tienen las familias tradicionales judías.

–¿Fue un proceso lacerante?
–Fue liberador. Y, curiosamente, las continuas interrupciones de mis hijos mientras escribía fueron como recreos del trauma que me ayudaron a tolerar el dolor. Pienso que muchos de los procesos creativos nacen a partir de una herida y que la escritura puede ser un modo de curación tanto para el autor como para los lectores que se identifican con la historia. En este caso, creo que es más doloroso para el lector leerlo, de lo que para mí fue escribirlo.

–¿Por qué?
–Porque cuando uno lee está pasivamente experimentando esos sucesos. Y cuando uno escribe, el autor se concentra en la eficacia sobre cómo comunicar mejor la historia; está obligado a tomar distancia. Lo que quizás sea difícil para el lector entender es que la mayoría de las personas normales tiene parientes, pero mientras yo crecía todos en mi familia estaban muertos. Eran como dioses; personajes no reales. No hubo una abuela que me contara cómo era mi madre de chica. Y así uno no tiene a nadie para "contextualizar" a sus parientes. Además, mis padres casi nunca hablaban de sus padres porque era muy traumático. Mis abuelos eran como un lienzo en blanco. Tuve que "crear" a mi abuela Pepi y fue maravilloso: construír una persona allí donde antes no había nada. Ni recuerdos, ni confidencias, ni relatos orales de la infancia.

–¿Cuál fue el motivo que la llevó a destacar el rol de las mujeres de su familia?
-Busqué el ángulo más original posible ya que como escritora me interesa escribir cosas que nadie más ha escrito antes. Siempre busco lo "invisible". Y en este caso, había muchas cosas que eran invisibles: las vivencias de las mujeres en Europa Central, por ejemplo. Además, a lo largo de la historia han sido siempre las mujeres las que se animaron a contar y retrasmitir los dramas de su época. Los hombres por lo general no quieren aparecer como víctimas; soslayan los trances dolorosos, y se los guardan. Las mujeres, en cambio, sí se animan a ahondar con muchos detalles en los episodios más tristes, sin miedos. No tuve dudas, entonces, de que el énfasis debía situarse en ellas.

¿Se valió de licencias ficcionales para reconstruir la historia?
–No. Este es un libro de no ficción escrito en base a un larga investigación. A mi madre no la pude entrevistar porque cuando empecé a escribir el libro, ya estaba muerta. Los testimonios centrales fueron de gente de Praga, amigos de mi madre, que también conocieron a mis abuelos. Fue la mejor amiga de mi madre, la que me contó detalles de ella que yo desconocía. Por ejemplo, que de adolescentes bailaban tango en los salones. Otra persona importante fue Kitty, que permaneció en los campos de concentración junto a mi madre durante toda la guerra. Ambas fueron liberadas por los ingleses en Bergen-Belsen –el mismo campo donde murió Ana Frank–, enfermas de tifus y al borde de la muerte. Fue muy doloroso enterarme que en ése campo de concentración, por ejemplo, mi madre se abocaba a escribirles largas cartas a sus padres, cuyo paradero desconocía. En realidad, ya estaban muertos. Lo hacía en una libreta que un comandante le obligó a quemar en una estufa. Pero en el libro evité ahondar en la parte cruenta de la guerra: las vejaciones, el hambre, los ultrajes de los nazis, todo eso que se conoce bien, porque en los años ´60 mucha gente escribió sus memorias y yo leí muchas de ellas.

–¿Cómo fue la odisea de la reclusión?
-Mis abuelos y mi madre, entonces de 22 años, y su primer marido fueron deportados de Praga al ghetto de Terezín, un campo de tránsito a una hora de Praga. Al día siguiente de arribar, a sus padres los deportaron a Riga, en Latvia. Los bajaron del tren, los obligaron a alinearse y ahí nomás los exterminaron. Los tiraron a todos en una fosa común. Pero mi madre no sabía a dónde los habían enviado ni qué había sido de ellos. Mi madre permaneció junto a su marido en Terezín, lo cual fue bueno porque el centro estaba manejado por los checos, que eran bastante contemplativos con los judíos. Recibían correo de la gente en Praga y podían contrabandear toda clase de cosas. En 1943 los nazis intentaron matar a la mayor cantidad posible de personas, y enviaron a mi madre y a su prima Kitty a Auschwich. Pero lograron salir vivas de allí ya que los alemanes necesitaban trabajo esclavo. A mi madre, en realidad, la salvó una mentira. En un relato que ella escribió, contó que la pusieron frente al doctor Menguelle y que éste le preguntó si poseía alguna aptitud especial. Su padre había sido ingeniero eléctrico y ella había aprendido a arreglar artefactos de sólo observarlo. Cuando estuvo frente a Menguelle junto a otro montón de mujeres, pensó que todas las demás dirían que sabían coser. Y aunque ella era modista, para destacarse, dijo que era electricista. Se salvó arreglando radios y aparatos durante tres años. Lo más curioso era que improvisaba y que el miedo a morir la empujaba a hacer las cosas bien. Pero de toda esa historia terrible lo que más me llamó la atención fue que tanto hombres como mujeres aseguraron que la clave de la supervivencia radicaba en las relaciones humanas, la amistad, los vínculos que se establecían. En la fuerza que infundía el contacto con el otro.

En: http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1004314&origen=rss


Advertencia: Este artículo es de dominio público. Agradecemos que sea citado con nuestra dirección electrónica: www.filosofiaclinicaucv.blogspot.com

El Sufrimiento


Fragmento de Artes del buen vivir

Roxana Kreimer
Ediciones Anarres





"Nadie me parece más desgraciado que el que

nunca experimentó una desgracia. Piensa que
entre los males que parecen tan terribles, no hay
ninguno que no podamos vencer; ninguno sobre el
cual no hayan triunfado los grandes hombres.
¡Sepamos triunfar también nosotros sobre algo!"
(Séneca)


La vida revela, incluso a los más afortunados, la experiencia del sufrimiento. Hay quienes están más protegidos contra el riesgo de padecer sufrimientos, y las condiciones socioeconómicas son un reaseguro contra gran cantidad de riesgos. Sin embargo, nadie está a salvo del dolor. Quien teme los dolores, teme lo que necesariamente habrá de alcanzarlo, tarde o temprano. Cuando alguien sufre y exclama: "¿Por qué tuvo que pasar esto?", nos muestra su consternación y el sinsentido del mal. Cuando alguien sufre y exclama: "¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?" nos muestra el lugar accidental -y no necesario- que le asignamos al dolor en nuestra vida. Nadie exclama "¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?"
cuando gana la lotería. Sentimos que el placer nos corresponde naturalmente.
El sufrimiento, en cambio, limita nuestras expectativas futuras o las suprime dolorosamente. Se vincula con la pretensión de poseer por completo algo que está sujeto al cambio, que es la forma más general de ser de todos los objetos y fenómenos. Reduce nuestra capacidad de obrar y, en situaciones extremas, se impone con tal fuerza que nos oprime el corazón y nos produce una feroz cerrazón en la garganta.
Algunas religiones juzgaron que el dolor es un castigo que infligen los dioses, análogo al castigo que el padre inflige al hijo. En contraste con esta perspectiva, es posible pensar que el sufrimiento no es un desvío en la fluida autopista del placer sino su contracara. En el contexto de la filosofía china, el tandem placer-dolor constituye un juego de opuestos más de los que rigen la armonía de todo lo existente.
Día y noche, femenino y masculino, frío y caliente, placer y dolor. Sufrimos porque hemos gozado. No como castigo por haber gozado. Si hemos de gozar, tendremos que saber que estaremos más expuestos al sufrimiento. Lao-Tzé lo dijo así: "Sólo reconocemos el mal por comparación con el bien". Y Platón en el Fedón: "¡Qué extraña cosa, amigos, parece ser eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán admirablemente está relacionado por naturaleza con lo que parece ser su contrario, el dolor! No quieren presentarse los dos juntos en el hombre, pero si alguien posee uno de ellos, casi siempre está obligado a poseer también el otro, como si estuvieran atados por una sola cabeza, a pesar de ser dos".
Frente a esta perspectiva, algunas filosofías -entre ellas la de los estoicos más radicales- razonaron: "Si el placer suele venir de la mano del dolor, extirpémoslo como si se tratara de un cáncer. Si no gozamos, tampoco sufriremos". Filósofos menos drásticos encontraron que esa actitud, lejos de ser prudente, es propia de insensibles.
Hay factores que contribuyen enormemente a agudizar el sufrimiento. Uno de ellos es la sorpresa. Un ser querido que jamás tuvo dolencias cardíacas muere joven de un ataque al corazón; nos echan sorpresivamente del trabajo; un amigo nos traiciona. En estos casos el sufrimiento se agudiza con la consternación, que es el sentimiento que suma la sorpresa al dolor. Un dolor sorpresivo -todos lo sabemos- suele ser mucho más agudo que un dolor anunciado. Cuando cede el asombro, el dolor pierde parte de su ferocidad.
Otro factor que contribuye a agudizar el sufrimiento es el cambio de hábitos. Nos echan del trabajo y además del sueldo extrañamos el almuerzo compartido con los compañeros. Nos separamos de nuestra pareja, y parte del sufrimiento que padecemos obedece a que extrañamos los innúmeros rituales compartidos a lo largo de los años, esos amados ritmos que en su momento nos hicieron optar por lo bueno conocido. El poder de la costumbre revela los límites de la razón: el fumador sabe que el hábito de fumar puede sustraerle la vida misma (su razón ha sido persuadida sobre los peligros del cigarrillo), una vida que él desea fervientemente conservar, pero intenta dejar de fumar y no lo logra. El hábito somete como un déspota sanguinario. No siempre es posible librarse de él mediante razones, es preciso generar las condiciones para que otros hábitos los suplanten. Esa transición -entre un universo de hábitos y otro- suele ser dolorosísima.
Otro factor que contribuye a agudizar el dolor es el horror mismo al sufrimiento. Cuando se le hace mal a alguien, no sólo aparece el dolor o la angustia sino también el horror al dolor. Sufrimos por la pena que nos embarga, y también por autocompasión, por la injusticia de la que sentimos ser objeto. "La parte del alma que pregunta ¿por qué se me hace mal? es la parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde la infancia", escribe Simone Weil. El desarrollo de la medicina y las imágenes publicitarias de la felicidad favorecen este horror al sufrimiento. Como si el dolor -o los problemas en general- no formaran parte de la vida.
Algunos de los males decisivos que nos aquejan son inevitables. No están en nuestro poder. Muere un ser querido, y no pudimos hacer nada para evitarlo. Diversas corrientes de pensamiento -entre ellas el estoicismo y el budismo- confluyen en subrayar la necesidad de aceptar las circunstancias adversas y el dolor. Aceptar el cambio, incluso si es doloroso. Aceptar que el dolor es parte de la vida. Sufro, entonces existo. "De hombres es sentir los males, y flaqueza no sufrirlos", dice un refrán popular.
A esta aceptación del dolor el budismo la llamó desapego y el estoicismo, amor fati (amor por los hechos). El amor fati no es la aceptación pasiva de la resignación sino la aceptación valiente de lo que ocurre. Lo que es inevitable no debe lamentarse en exceso. Algo que ya ha sucedido no puede cambiarse, de modo que es inútil perder tiempo pensando que podría haber sido de otro modo. Los males inevitables hay que soportarlos y reservar nuestra energía para ahorrar los males evitables.
Aunque las versiones más extremas del estoicismo conducen a una obediencia ciega al orden del mundo, a una resignación allí donde debería haber rebeldía, en las versiones más moderadas el amor fati es compatible con la posibilidad de revisar los aspectos que uno puede modificar, con la de dotarnos de los medios que dependen de nosotros para transformar el mundo, sin por ello desperdiciar energía en aquello que no puede cambiarse.
Aristóteles y los estoicos dividen los problemas en dos: los que están en nuestro poder, y los que no están en nuestro poder. Respecto a estos últimos, de lo que se trata es de entrenarnos para sufrir lo menos posible. Aceptación valiente del dolor, de los problemas, de las angustias y de los pavores como una parte necesaria de la vida, como el revés de la alegría, el gozo y la tranquilidad.
Aunque gran cantidad de cosas no dependen de nosotros, hay algo que sí está en nuestro poder. Y es el modo de reaccionar frente a lo que nos sucede, incluso cuando debemos optar entre dos alternativas que no hemos elegido. Epicteto formuló así esta idea: "No busques que los acontecimientos sucedan como tú quieres, sino desea que, sucedan como sucedan, tú salgas bien parado". El jugador no elige las cartas que le tocan en suerte, pero debe jugar de la mejor manera que le resulte posible.
Si una mano no resulta favorable, la siguiente podrá revertir el juego. Esta diferencia entre lo que nos pasa y el modo en que reaccionamos frente a lo que nos pasa implica que no sufrimos tanto por lo que nos sucede como por el modo en que valoramos lo que nos sucede. Lo que ocurre a una persona en su vida es menos importante que la manera de sentirlo. Una mujer puede enterarse de que es infértil y adoptar un niño sin hacerse mayor problema. Ante la misma noticia, otra mujer puede creer que su vida ya no tiene sentido, puesto que a su modo de ver una mujer no puede sentirse "adulta", "completa" ni valorada socialmente cuando no da a luz un hijo gestado en su propio vientre. Comparemos la impresión que nos producen los mismos acontecimientos en etapas distintas de nuestra vida. Podemos sufrir más por quedarnos sin nuestro segundo trabajo, aún sabiendo que contamos con dinero suficiente como para sobrevivir, que lo que sufrimos años atrás cuando nos echaron de nuestro único trabajo y contábamos con un sólo sueldo. No nos alegramos ni nos entristecemos por lo que son las cosas en sí mismas, sino por lo que representan para nosotros a través de las apreciaciones que hacemos de ellas. No nos sentimos bien o mal si no es por comparación. De ahí que alguien pueda suicidarse porque perdió diez millones de dólares y se quedó "sólo" con doscientos mil, una cifra con la que muchos se sentirían millonarios.
La filosofía nos enseña que nuestro dolor no es sólo personal, que hay razones que no son individuales y que estructuran nuestro dolor. Esto nos permite participar y comprender en alguna medida los infortunios que padecen los demás, aprender de su experiencia y ofrecer nuestra propia experiencia a los otros. "Estando tú mismo lleno de llagas, eres médico de otros", escribe Eurípides. La idea de que sufrir también es tener la oportunidad de comprender el infortunio de los otros repugna a nuestro individualismo, y en particular a los filósofos del egoísmo, que enseñan a encontrar la mejor manera de salvarse solo. Sin embargo, no es extraña al budista, que no se siente separado de las demás personas ni de los que vienen en pos de él.
Filosofamos porque sufrimos, porque entristecemos y nos angustiamos. Los problemas desentierran al filósofo que todos llevamos dentro. Aún quien no sabe que filosofa, filosofa cuando sufre. El budismo y el estoicismo son dos filosofías que enseñan a adaptarse a los cambios. "¿Hay algo en el mundo que esté al abrigo de los cambios? La tierra, el cielo, toda la inmensa máquina del universo no están exentos de cambios", escribe Séneca. Ambas filosofías enseñan también a soportar el dolor, contentarse con lo que se tiene y desarrollar la virtud más allá de las contingencias de la suerte, que en un abrir y cerrar de ojos puede quitarnos los bienes que nos procuró. Si somos virtuosos, diría un estoico, es decir, si somos justos y por tanto vivimos procurando no hacer daño a los demás y protegiendo a quienes debemos amparar, si tenemos inteligencia práctica (phrónesis) y sabemos actuar convenientemente en cada momento, si somos valientes y podemos escapar al puro juego de los instintos desarrollando nuestra capacidad de vencer el miedo y tolerar la adversidad, si somos moderados y por tanto no compramos placeres al precio de dolores, si somos humildes y tenemos consciencia de los límites de nosotros mismos, hay un bien crucial que el sufrimiento no puede quitarnos. Sin embargo, un virtuoso oprimido por terribles desgracias difícilmente pueda vivir muchos momentos de alegría. Los estoicos más extremos postularon que sí, que
el sabio puede ser feliz porque es autónomo y posee la virtud, aquello que nadie le puede arrebatar. Al igual que el Job bíblico, Estilpón pierde a su mujer y a sus hijos, su ciudad es tomada por asalto, pierde su casa y se exilia en la soledad. Demetrio le pregunta si no ha perdido nada y él responde: "Todos mis bienes están conmigo". Un estoico extremo lleva intactas sus riquezas a través de las villas incendiadas; en lo esencial se basta a sí mismo y ésa es la medida de su felicidad. En contraste con esta perspectiva, Platón, Aristóteles y estoicos como Séneca postularon una variante más moderada y razonable, poniéndole límites a la esfera de la virtud: nadie puede ser feliz en el contexto de terribles desgracias; si bien la virtud es lo más importante, también es necesaria la salud y son necesarios los bienes materiales y el reconocimiento de los demás. Sin embargo, de esto no se sigue que la dicha sea sinónimo de prosperidad.
El bienestar incluye necesariamente el dolor y la existencia de problemas, y el sabio será feliz aún si le faltan los bienes externos. ¿Cómo aceptar el dolor? Del mismo modo que se habla, se camina, se construye una casa o se maneja una computadora: aprendiendo. La virtud no es un don de la naturaleza: se aprende, se entrena y se enseña.
Quienes no están habituados a enfrentar problemas o a sentir dolores, a menudo ceden ante el más ligero contratiempo. Las primeras grandes desgracias (aún cuando irrumpan en una edad muy avanzada) con frecuencia son las peores, de allí que tantos adolescentes se suiciden por faltarles familiaridad con el dolor. Quienes se han habituado a las adversidades suelen soportarlas con mayor firmeza y valentía. Con los años solemos adquirir cierta capacidad para defendernos de la angustia, lo que no significa que seamos insensibles a ella ni que necesariamente la padezcamos con menor intensidad.
El sufrimiento enseña a enfrentar las desgracias. Hay quien lamenta no poder soportar un golpe más en un cuerpo marcado por el dolor, y hay quien puede enfrentar con valor la más absoluta de las adversidades. "No hay como perderse para hacerse baquiano", dice un proverbio popular de buen sentido común o buena opinión (doxa), que para Platón era el primer paso hacia la sabiduría. Virtud significa fuerza, no insensibilidad.
Acabamos de perder a un ser querido, sentimos que todo se derrumba y que jamás volveremos a ser dichosos. Cuando el dolor nos oprime el pecho, lo mejor que podemos hacer es gritar y llorar todo lo que sea necesario. Al cabo de tres meses, de siete meses o de un año, descubrimos que la alegría vuelve a ser posible. Hemos sido valientes porque no nos hemos paralizado frente a la desesperación, hemos sobrevivido con firmeza de alma, paciencia y perseverancia.


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