miércoles, 1 de abril de 2009




La sexualidad en Lipovesky

 David De Los Reyes



Max Sauco
I
Sexualidad y Sociedad Postmoralista
Vivimos, como bien ha dicho este autor, en una sociedad postmoralista, caracterizada por un caos organizador, cimentada sobre una cultura individualista. En una sociedad que repudia la retórica del deber, de la austeridad integral, del maniqueísmo y, paralelamente, subraya y aprueba los derechos individuales a la autonomía, al deseo y a la felicidad.
Nos provee de normas indoloras para la vida ética, del esfuerzo mínimo, del compromiso Light. No ordena ningún sacrificio mayor, ningún arrancarse de sí mismo. No se aspira a la recomposición del deber heroico. Es un permanente reconciliar el corazón con la fiesta, la virtud con el interés personal, el imperativo del futuro con la calidad de vida en el presente.
Si bien asistimos a un eclipse del deber no quiere decir que asistamos a la decadencia generalizada de las virtudes sino a la yuxtaposición de un proceso desorganizador y de un proceso de reorganización ética que se establece a partir de normas en sí mismas individualistas y subjetivas. La era del post deber significa la victoria progresiva del derecho a disponer uno mismo sobre los deberes incondicionales, del psicologismo sobre el moralismo, del sexo psicológico sobre el sexo monológico (Lipovesky, 2000: 95).
Esto nos lleva al punto del interés nuestro, el cual es mostrar la opción de un nuevo mundo amoroso ya en franco desarrollo y que coincide con el caos organizador de los afectos, de los contactos entre los cuerpos deseantes, del erotismo prolongado pero en presente. Un mundo amoroso surgido de la larga promoción desde décadas pasadas de los valores hedonistas encontrados a todo nivel y reforzados por las propuestas de liberación sexual, situaciones y valores que nos proveen de una nueva mirada y actitud sobre la moral sexual tradicional.

II
¿Nuevo Mundo Amoroso?
Este nuevo estadio de lo sexual nos conduce a aceptar al sexo fuera del margen del pecado y del mal, alejándonos de la cultura represiva de los sentidos al dejar de tener crédito en el horizonte de las correspondencias del placer y de los cuerpos.
En este mundo del post-deber, Eros se convierte en una de las expresiones más significativas, haciendo estallar los principios rigoristas de la moralidad sexual, reemplazando al sexo pecado por el sexo placer. Se han dejado las obligaciones sexuales a mantener y cuidar, la castidad y la virginidad no son bien vistas, al igual la sexualidad libre de las mujeres y los jóvenes, y ¿quién se atrevería afirmar hoy que la masturbación es una enfermedad? Sólo en círculos tradicionalistas y desplazados, conservadores y religiosos extremos, de los saberes comprobados se atreverían a fijar una posición única al respecto. Lo sexual se ha vuelto autónomo de la moral. Eros no encuentra su legitimidad en el respecto a reglas ideales, afectivas o convencionales, si no en el espacio reducido del sí mismo personal en tanto instrumento y práctica de la felicidad y del equilibrio individual. El sexo post-moralista no reprime-vigila-sublima. Sus alcances están por expresarse más allá de las limitaciones y de los tabúes con la única condición de no llegar a perjudicar al otro. Este Eros disociado de la moral, corta los lazos que lo unían con el vicio o lo patológico. Y adquiere un valor intrínsecamente moral al cumplir con un papel de equilibrio y del desarrollo íntimo de cada uno de nosotros. Es por lo que la relación del placer sexual está acorde con la dinámica de los tiempos de igualdad democrática, al ser aislado de la noción de pecado (desde la Ilustración). Igualmente se ha perdido en nuestra era post-moral la jerarquía emergente en el siglo XVIII en relación a placeres espirituales y placeres del corazón, considerados los más nobles, cambiados hoy por los placeres del goce, en donde los placeres sexuales tienen igual valor frente aquellos otros.
Se ha abandonado de los placeres el tema de los superiores o de los inferiores, o de superioridad o de inferioridad. Esto conduce a una liberación del rigorismo de las normas puritanas y se ha dejado de entender por vida virtuosa aquella que estaba sometida a una vida austera y disciplinada en los sentidos. Pero ello no quiere decir que hayamos perdido las normas ante Eros y estemos en el limbo más allá del bien y del mal. Sigue siendo condenable en nuestra realidad cotidiana y por las conciencia ciudadanas el rechazo al incesto, la perversión de menores, la prostitución, los actos de zoofilia, el sadomasoquismo, que si bien conviven entre todos nosotros siempre son proclives a obtener juicios hostiles y de rechazo. Como notamos, siguen habiendo tabúes sexuales que no han sido erradicados por el individualismo hedonista y la revolución sexual de los ’60 y ’70. Por lo que podemos aceptar la afirmación de Lipovesky: no hay una moral sexual homogénea (p.61). No hay un pleno estado de permisibilidad, aunque se acepte de manera más favorable la presencia de los grupos minoritarios sexuales. Lo que ha provocado el individualismo es que se ha enfrentado al consenso social sobre lo digno e indigno, lo normal y lo patológico. No hay últimos deberes a seguir, en la sociedad post-moralista la prédica se ha quedado muda. Liberados de las antiguas obligaciones autoritarias quedamos listos para que se instauren nuevas normas menos drásticas, evitando de esta manera que la sociedad entre en el caos de las pasiones licenciosas: no hay un estado orgiástico de individualismo desaforado. La idea de gozad sin travas propio de un ciclo individualista subversivo esta cerrado. Fue un momento intermedio que se dio entre el tránsito del moralismo al post-moralismo del deber y de la búsqueda de la tranquilidad. Por aquí se yergue el nuevo mundo amoroso. El registro sexy se encuentra en la moda y en la publicidad, entre las estrellas mediáticas de la pantalla pero no afecta, lejos se encuentra una propuesta de provocación a la tranquilidad del post-deber.

III
Entre el rigor del deber y las delicias eróticas cotidianas.Esta mirada que nos plantea este autor en relación a la cultura de masas presenta que el erotismo se generaliza (y banaliza, pudiéramos agregar), y todas opciones amorosas son legítimas sin ser estas posiciones realmente arriesgadas, sólo diversificadas: amor entre varios, el intercambio de parejas, la sodomía, la homosexualidad, las relaciones amorosas inmediatas o en la que apenas se han conocido los participantes siguen siendo experiencias minoritarias.
Que haya desaparecido en parte el rigorismo del deber no es motivo para que esto conduzca a una deriva orgiástica, el erotismo sigue estando dentro de los límites estrictos, donde la exhibición está más presente que practicada, consumimos erotismos virtuales: símbolos, moda, objetos de diferentes significaciones eróticas pero practicamos menos erotismo en el contacto carnal. Igualmente se sigue siendo más estable que nómada, equilibrado que dionisíaco. Es una experiencia que se asienta en torno y en el exterior del individuo que en la vida interna de su libido personal.
En torno a esto ha surgido toda una tendencia característica de las democracias postmoralistas que establece la demanda social de derecho para resolver todos los conflictos de índole sexual. El acoso sexual vendrá a ser la predilecta en este cerco del erotismo cotidiano. La guerra de los sexos, en relación a la victoria del derecho de los nuevos derechos de las mujeres, viene a tener una dinámica que perfila a las relaciones entre los sexos de manera cada vez menos regidas por la tradición o la fuerza, siendo su contrapartida la lógica expansiva de los derechos individuales a la autonomía, al desarrollo personal y a la dignidad. Es así como el acaso sexual no representa sólo la ignominia del chantaje de la pérdida del empleo sino el entorno hostil creado por agresiones verbales, las propuestas obscenas de los varones. Llevando a una fragilidad más del orden psicológica que moral. Ello lleva la exigencia al respeto de las mujeres en el entorno laboral, a no ser agredidas, violentadas por el género masculino, así sea sólo por el pétalo de la palabra. Tal acción es una demanda postmoralista al respeto de los derechos subjetivos.
Esta nueva moral sexual, como vemos, no es una permisividad desaforada, no es un desenfreno de los sentidos, ni un sexo salvaje entregado a relaciones de fuerza. Es más una restructuración civilizada del Eros que decanta en un intensivo control de las conductas y lenguaje masculino en el ambiente. Se lleva a tomar por violación no al ámbito de la pareja sino a las bromas subidas de tono, las conversaciones escabrosas. La familiaridad con las mujeres deben desaparecer dentro del ambiente de trabajo. La mujer debe ser vista con otro hombre más. Estas reivindicaciones feministas lleva a renunciar a todo un bloque de actitudes masculinas tradicionales, llevando a mostrar más pruebas de respetuoso autocontrol. En determinadas empresas están prohibidas imágenes u objetos incitantes, o conversaciones que vayan hacia temas sexuales, los ataques indirectos de conquista sexual, etc.; todo ello es ahora susceptible de sanciones disciplinarias y de persecución judicial.
Esto lleva a eliminar toda acción ambigua, formas de ligereza, de ligue, de transgresión entre los sexos. Esta postmoralidad de los afectos psicológicos más que de los códigos es un intento de higienizar tanto los espacios como las relaciones entre los sexos, de expulsar formas de molestia ambiental y de erotismo inapropiado para la labor; atenuar desenfrenos a cambio de un arco dinámico de derechos individuales que a la par llevan a vacilar más y más la relación hombre/mujer (idem:66). El nuevo control individual exige un repliegue estratégico sobre sí mismo, una indiferencia individualista a cambio de la prosperidad y el éxito laboral, perpetrando una hostilidad ante los intentos afectivos, eróticos, lúdicos, transgresores, flirteantes de los individuos en posición. En fin, toda molestia sentida por alguien puede ser ahora calificada de acoso sexual. Esto, en sociedades desarrolladas, tiene como cauce una sola dirección: la autoabsorción narcisista, arrastrando una ampliación de incapacidad de los hombres en el trato con las mujeres, el acercamiento romántico, la gestualidad del ligue, los bromas eróticas y en doble sentido, conversaciones que sean equívocas. Como bien anuncia Lipovetsky: Oh, hermosos días: La moral sexual es libre, ha perdido su severidad anterior, pero el universo social en gestación no por eso se anuncia con una luz lúdica y eufórica (idem:67)

IV
Fidelidad mientras hay corazón
Es la propuesta de la nueva pareja postmoralista. Es un elemento más del proceso autorganizador individualista. Siempre fue identificado como una técnica del micropoder del mundo burgués y alienación de la existencia. Hoy toma otro cariz.
De la utopía de la vida comunitaria y del goce ente intercambio de parejas, pareciera que llegaría una moda de la autonomía sexual, de los goces sexuales plurales y variados. Época que ha terminado. Pues la mayoría apuesta que la infidelidad no es aceptable y que la fidelidad es esencial para la vida de pareja, así sea sin contrato matrimonial. No hay culto a la pareja libre. Formas tradicionales se vuelven a imponer: en la noche se vuelve a casa, se lleva alianza y la constancia del amor es el termómetro para vigilar la intensidad del compromiso amoroso a dos. Hemos pasado del individualismo sexual permisivo a uno correcto. La restructuración del nuevo mundo amoroso, por un tiempo enamorado de la libertad individualista se reestructura bajo el signo de la constancia amorosa y el rechazo a las transgresiones extra-pareja, al zapping libidinal. En ello se perfila el nuevo orden sexual, hay un rechazo a las pulsiones nómadas sexuales y sus encuentros furtivos. La nueva autonomía significa no perder el horizonte y adentrarse en el cinismo y desvalorización, significa rectitud en los comportamientos amorosos: se impone un amplio ejercicio de honestidad sexual en tanto virtud cardinal.
Esta fidelidad en tanto valor no es absoluta. Sólo se le exige durante el tiempo que dure la relación amorosa. Al disiparse la atracción de los implicados la fidelidad deja de cumplirse y se eclipsa su valor. No se trata de una exigencia rigorista virtuosa, de la fidelidad para toda la vida. Se dice sí a la fidelidad en tanto correlato natural del amor. Esto hace que la persona no sea un juguete, ni manipulada por el otro. Se pide como un índice que garantiza la participación y la búsqueda intensiva de los afectos, alejada de la ritualización solemne de los juramentos.
Para Lipovtsky se sigue manteniendo una doble postura. Por un lado idealista: se persigue el ideal de amor triunfando sobre el desgaste del tiempo; realista: porque el esfuerzo requerido ya no exige lo eterno. Se conjuga un siempre temporal con una conciencia lúcida de lo provisional. Se exige fidelidad mientras se ama, acabada la función amorosa de la relación se es otra vez libre. La ética de la fidelidad sin deber es la de la autenticidad en la discontinuidad, lo mismo y lo múltiple (idem:69).
Este entorno es la apertura de los tiempos que ofrece un amor semiliberal forzado por distintos temores: el sida, el VPH, etc, haciendo de la necesidad una virtud para no caer en una situación de alto riesgo y terror al entrar abiertamente en el vértigo de las delicias de la variedad erótica. La fidelidad más que un valor consensuado es una acción impuesta en tanto adaptación a un ambiente sexual con alto riesgo y peligro ante la vida, es propia de la autoconservación que exige nuestra cultura neo-individualista.
La fidelidad proporciona estabilidad y seguridad emocional –y corporal!- ante un mundo móvil, competitivo, sin anclajes fijos, todo ensombrecido por la muerte a paso de coito. Esta estabilidad amorosa viene a ofrecer un remanso de paz en un tiempo que reina la confusión, la agitación y los interrogantes por doquier miremos. Es la esperanza de una vida íntima al abrigo de las turbulencias del mundo (idem:70).
Es un rechazo al aislacionismo actual. A mayor capacidad de elección, mayor atomismo social; a mayor autonomía subjetiva, más compleja la comunicación entre los seres. En esta geometría del narcisismo egostista postmodeno se levanta la fidelidad como dique contendor de la soledad, de la carencia relacional y de la incomprensión. Es la búsqueda no de los placeres desenfrenados sino constructivos, es un regreso al sentido pero microsocial, es decir, en torno a la pareja. Muerto los grandes proyectos sociales de la historia la historia se minimiza en torno a una afectividad íntima de la fidelidad amorosa.
Con estas posturas en esta autoorganización del individuo se nos lleva a retirarnos del goce por la templanza sexual, a las aventuras repetidas por una higiene de la vida, de la proclamación de la revolución sexual a una sexualidad apacible, serena, más que compatibilidad libidinal una ración de ternura y racionalidad amorosa. Más que reivindicar un derecho al goce hoy andamos más preocupados por el porvenir profesional. Pareciera que la sexualidad ha dejado de ser un centro de debate público y de polémicas ideológicas. Y esto, según el autor, ha sido el resultado de un tiempo en que se ha reconocido el derecho a la sexualidad libre, en que Eros ha cesado de levantar pasiones colectivas. Se aspira, por sobretodo, a la edificación imprecisa y móvil de sí mismo. Pasión ansiosa por el ego más que ansiedad sexual.

V
Una sexualidad políticamente correcta.
nLo que encontramos en este derecho a la individualidad sexual es que ya nada puede ejercer una presión agobiante en nuestros gustos y satisfacciones respecto al sexo: todas parecieran tener igual dignidad, nada entre en el cartel de lo ridículo. Esto ha reforzado la opción de la invención individualista de uno mismo. Ya no queremos cambiar la vida, sólo queda el individuo soberano que gestiona la obtención de una amplia calidad de vida.
El movimiento de no sex lo que sugiere es profundidad dentro de la cultura del posdeber. Se trata de no depender del otro, de protegerse contra riesgos como el sida, dejar ser deseado pero sin compromiso íntimo. En el fondo intensifica la tendencia de la defensa y culto al narcisismo. La nueva castidad propone una autorregulación dirigida por el amor y la religión del ego. En un mundo que el cuerpo del otro es un campo de peligro más que un paisaje atractivo, se aspira a un ethos de la autosuficiencia y autoprotección. Nos encontramos en una sociedad sin tabú opresivo pero limpia, tolerante pero ordenada. Más que el acto sexual se prefiere un acto de ternura e intensidad afectiva carnal. Sin embargo esta época orientada al racionamiento de los contactos eróticos y de la desestatización del cuerpo ha llevado a un mayor consumo de los enlatados del porno diversificado, a los clubs de masturbación gays, a la profusión de la porno-información, al prosaico safer sex en las propuestas amorosas del neo-individualismo contemporáneo.
Nuestra época, aplazado el ultrarrigorismo conservador y la permanente transgresión arroyadora, ni vivimos ni en uno ni en otro. Sólo se pide que se actúe correctamente. Más que ir en contra de una escalada de sexo se busca una reglamentación pragmática de los lugares y horas en que es permisible. De esta manera el imperativo categórico moral se ha cambiado por el pragmatismo flexible del mercado correctamente aplicado: se puede alquiler videos pornos sin suscitar reprobaciones, aceptable para los adultos, prohibidos para los niños; presentado en altas horas de la madrugada por tv en cable, es negado al estar los jóvenes frente a la pantalla. Los mecanismos dispuestos llevan no a prohibir en bloque sino en respectar las diferentes sensibilidades. Es la ética de geometría variable. Esta ética a la carta establece una puesta pornográfica flexible y reglamentada.
El moralismo feminista no intenta prohibir la pornografía por inflexiones culturales o ideológicas sino por un derecho a la dignidad femenina, cuestiona la libertad de expresión que favorece las agresiones sexuales y contribuye a la desigualdad económica. Se condena todo lo que atente a la preservación del derecho femenino: a toda representación que exponga a mujeres sometidas y humilladas, a las que les gusta ser violadas y dominadas, etc. Se persigue unos derechos del segundo sexo más que una moralidad. Es por lo que nos afirma el autor que: la argumentación feminista es pospuritana, sus exigencias en materia de legislación son manifiestamente moralistas (idem:77). Del imperativo categórico universal pasamos al disenso de los principios normativos: en la actualidad los valores normativos femeninos se imponen a los valores falocráticos. Ello ha llevado a una cruzada contra la expresión libre, artística del erotismo imponiendo un feminismo radical a obras que exponen valores reivindicadores de una visión individual, artística, erótica de los valores sexuales. Tales posturas son juzgadas como machistas y en contra de los derechos específicos de las mujeres. Legitima por un lado la libertad de expresión pornográfica pero por otro censura en nombre la libertad de expresión y de la dignidad.
En un mundo donde se ha debilitado el rechazo a la prostitución y a una libre expresión de la sexualidad hemos encontrado que se recrimina permanente contra la violencia ejercida a las mujeres públicas, hechos que llevan a alzar la voz de la opinión pública, al igual con la indignación ante el proxenetismo en tanto actividad lucrativa del sexo, por la explotación por las mujeres en la calle: la inmoralidad cae ahora en el proxenetismo y la pederastia, en los que los deberes del otro están pisoteados. Es lo que ha llevado a proyectar hacia las prostitutas un sentimiento más de compasión que de desprecio, pues el mal en nuestro mundo occidental se entiende que ocurre cuando perjudica al otro.
Esto es propio de un tiempo donde se enaltece y glorifica al individualismo por la libre disposición de uno mismo, llegando así a reducir la condena a la prostitución, la cual no se elimina. Es, de todas maneras, vista como una profesión desacreditada. Cada cual es reconocido como dueño de su cuerpo y el pecado de fornicación ya no tiene sentido colectivo, pero el comercio sexual no es reconocido socialmente (idem:79). Esto viene de una amplia tradición de descrédito por el oficio. Se exalta a la libertad privada y no se acepta una actividad asociada a la idea de servidumbre íntima. No se asume como un trabajo legítimo en tanto actividad remunerada. Reconocemos al sujeto más no al cuerpo objeto de deseo remunerado.
Esto ocurre en las sociedades occidentales. Otra cosa pasa en aquellas que no han alcanzado el nivel de vida occidental. Es así como en los países que fueron antes de la cortina de hierro y en el mismo entorno de la Rusia actual tal profesión ocupa un lugar alto en tanto profesión prestigiosa para quien la ejerza. En las sociedades occidentales es denunciada como una profesión socialmente desclasada. Lipovetsky sostiene que esto se debe a que en estas sociedades del postdeber hay una valoración individualista a la libertad de elección y de la calidad de vida y rechaza toda actividad que involucra servidumbre o esclavitud, la cual iría en contra de los principios de la moralidad individual. La prostitución se rechaza no como vicio sino como sometimiento de la mujer, actividad lucrativa e industrial despersonalizadora; la prostituta no es una carente de dignidad sino una víctima de una situación indeseable.

Bibliografía:Lipovetsky, G. 2000: El Crepúsculo del Deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Anagrama Ed. Barcelona














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