lunes, 1 de marzo de 2010


Identidad y desidentidad en el arte,
una traducción estética.
                                                       
David De los Reyes.


Warhol, Andy. Marilyn Monroe



El arte, a primera vista, es un producto de individualidades, es decir, de la conciencia particular creativa del artista. Identidad, en términos generales del arte, vendría a ser el de permanecer fiel e infiel y en tránsito a cierta sensibilidad, procedimientos, emocionalidad, expresiones, formas y estilos donde vendrían a corresponderse como plataforma previa de técnicas y materiales a toda creación artística. Por otra parte pudiéramos decir que el artista puede albergar y arrastrar en él varias subidentidades en tanto complemento de una que existe como condición mayor. Identidad de ciudadano, de género (ahora importantísima para las sapientísimas ciencias sociales), de padre, de profesor, de comerciante, de productor, de artista mismo y hasta de identidad política de acuerdo con el contexto y las necesidades de estar o no alineado con ciertos condicionamientos contextuales del momento. Estas son algunas; la lista pudiera proliferar de acuerdo a cada caso existente. Por ello que hablar de identidad o desidentidad vendría a ser casi un exabrupto. El arte es producto de una decisión personal, de una psique y una aisthesis[1] con las que se escucha el eco del mundo y construimos un vínculo creador con él. Hay arte porque hay artistas, ya sea ha dicho. Pero cada artista responde a una manera particular de asombrarse y sentir su relación con el mundo, con la particular ponderación de intereses y aspiraciones, emoción y autenticidad, capacidades e inteligencia creativa particular; se trata de despertar del anestesiado sopor subjetivista; se trata de volver la mirada al mundo para analizar con la misma fuerza y agudeza que sólo reservamos para nosotros mismos. Y esa elección, que nos sitúa desde un presente a nuestro pasado en tanto memoria personal y colectiva, y de un presente a un futuro en tanto expectativa, vendría a incluirse en un devenir que reivindicaría ciertas fidelidades del imaginario individual y colectivo al que pertenecemos; imaginario en que se encuentra expresadas nuestros logros y nuestros fracasos, nuestros aciertos como desaciertos, nuestros materiales y nuestro artificio. Por ello pensar en una identidad fija en el arte vendría a vaticinar lo que se ha dicho muchas veces, vendría a significar realmente la muerte del arte; esa identidad fija en el artista sería una mirada detenida a seguir problematizando la existencia, de reflexionar con él mundo y actuar expresivamente sobre él. Sin capacidad de transformación, de captación, de atención, de distancia e intimidad personal en nuestra psique se vendría a establecer la desaparición del arte auténtico y del artista comprometido sólo con su hacer. La condición de que existe identidad, paradójicamente, es que, como una tela de araña, venga a poder hacerse y rehacerse permanentemente en función de nuestras intuiciones, nuestras visiones radicales, nuestra mirada u oído estructurado perceptual a nuestras obsesiones, pathos, de cara al mundo y a nuestra interioridad. Las identidades humanas no son entidades fijas, eso es propio de los objetos o entidades abstractas o intelectivas: no pueden ser más de lo que ya son, o son lo que son: 2 es igual a 2. La identidad humana se construyen por medio de ciertas fidelidades, valores, percepciones, libertades, matices, proyectos, posibilidades técnicas, intereses expresivos, deseos estéticos, placeres creativos, propiedades ontológicas, sufrimientos sublimes que van evolucionando o segmentándose en temporalidades acordes a esa misma práctica artística. En su conjunto, el arte no puede salir sino de los hombres y su error de no aceptar el simple existir, de su condición humana o deshumanizada (insensibilidad e incapacidad de expresión) que lo crean y contra lo que crea, de las estructuras técnicas, materiales y sociales que permiten su existencia y hasta sus condicionamientos de orden institucional y político que pueden ayudarlo a subsistir como también a volverse anómalo o inexistente si es molesto para determinado régimen de turno ante cierto orden inerte colectivo o público.





Ante el arte que se presenta como paradigma de nuestra época no podemos dejar de lado a la Industria Mediática Cultural en toda su amplitud que tiene en sus manos la producción, clasificación, distribución y presentación de toda manifestación creativa, venga de las filas de la cultura popular o de minorías artísticas donde los criterios, que no tiene que ser democráticos precisamente para ser mejores, sino los criterios de valorización en cuanto manifestación arraigada a un presente, una tradición o una originalidad, tienen importancia o mercado. En el fondo es saber escuchar a los ecos y la imagen de las cosas y eventos del mundo y de cómo seguimos respondiendo a esa reflexión junto con ellas para profundizar nuestro arraigo emocional en la búsqueda de mejora e intensidad de vida personal y colectiva.
Cada época debe inventarse a sí misma su creatividad y expresión, cada periodo tiene su conciencia estética, su alma emocional, lo cual da pie a un intento de resolver las necesidades estructurales inherentes a la situación cultural, bien sea desde lo local y sus variaciones hasta alcanzar el reconocimiento nacional, regional, continental y global. En cierta forma se trata, cuando se habla de identidades personales creativas, al reto de apostar por una trascendencia que venga a valorar las múltiples caras de la condición humana y del mundo en cada época. El arte trasciende como creación original pero no a los recursos, intenciones, estilos, tendencias, comportamientos estéticos generales con los que tiene que lidiar en su día a día por permanecer dentro de ese devenir contextual. Cada obra individual refiere a ciertas identidades particulares en tanto obra en tanto apuesta creativa individual. Cada obra es un paradigma identitario más o menos astuto que sirve para mostrar una metáfora de esa condición estética en la búsqueda y apertura de nuevos sentidos y referencias emocionales en nuestra relación con el cosmos.
El arte, como ha dicho Sontag[2], es en sí mismo una forma de engaño, donde se hace presente nuestros fallos y virtudes de una evolución en que se experimenta una serie de crisis y desmistificaciones: se impúgnan y sustituyen ostensiblemente los viejos objetivos artísticos; se modifican los mapas arcaicos de la conciencia.

Susan Sontag, fotografía de Chrstopher Felver.


El problema de los cambios que pueden operar en el quehacer artístico respecto a identidades está posiblemente centrado en torno a los cambios de sensibilidad que operan en los distintos segmentos temporales que nos arrastra el devenir de nuestras acciones creativas y las operaciones e impactos de los eventos que captan nuestra atención sensible y psíquica como material de recreación y representación, de artificio y virtualidad. Es la situación de vivir experiencias apasionadas -casi patológicas- que, como propio de toda sensibilidad traspasada por los resquicios de la modernidad y de la postmodernidad, nos llegan por medio de un sacudón o shock íntimo, personal más que por una conciencia histórica o social. Las obras se van impregnando de un caldo de imágenes, dudas, asertos y fracasos que nos conducen a una revulsión difusora y una euforia de acción por el descubrimiento de aquello que apenas reflota a partir de nuestra traducción e interpretación de lo que vamos inscribiendo por medio de la imaginación, de una búsqueda y elección de procedimientos, de apoyos externos, de filtraciones a estadios mínimalistas del ser o psique personal que encuentran una salida que no aspira a ninguna salvación sino una elevación de sintonizar nuestro corazón con el asombro frente a la manifestación del mundo. Se aspira, si acaso, un regreso al silencio, a la quietud, del cansancio desplegado entre el espacio y la temporalidad de un aquí y un presente para salir de ello a retomar las fuerzas de invención icónica y significativa de estar en el mundo.
En el fondo, la calidad de lo humano en todo esto es una búsqueda espiritual en y por el arte que trata siempre de volver a reinventar una trasgresión ante lo seguro, lo estéril, lo pertinente, la convención, la an-esthesis (entumecimiento psíquico: Robert J. Lifton), la narcosis con que nos impregna el –asqueroso- buen gusto políticamente correcto, en creencias y valores, en percepciones y modas que se desplazan desde los planos de las periferias ideológicas a lo subjetivo; gustos o modas, consignas o dogmas establecidos como verdades últimas en la conciencia de una época. Si de identidad se trata no podemos comprenderla como algo estable, como un llegar a la taima de la salvación pues se requiere buscar nuevas formas con las que el mundo se dirija, le hable estéticamente a la psique personal y colectiva.
La identidad sólo es posible si acepta al devenir, al cambio, al tránsito, como la única suerte y destino por el que se llega luego del cansancio y la dicha, del sufrimiento y de la habilidad que nos da esa disciplina inapelable de toda creación estética; en el fondo el sufrimiento de la creación se redime al ofrecer una acción que evite la degeneración, la brutal uniformidad y la degradación que conlleva, en cambio, toda identidad mecánica y externa, artificial y unilateral. No se busca revivir una exaltada lealtad a los cánones de un oficialismo como tampoco de la alta cultura y con ello no chocar con las creencias envasadas en el lastre de la seriedad moral que sólo vendrían a reintentar el cansancio mismo de lo ya hecho, de lo ya vivido, de lo anodino y frívolo.
Pero ¿dónde, en qué lugar aparecen elementos que pudiéramos llamarlos de desidentidad?. La desidentidad aparece por la imposición reiterativa de los mensajes deformantes, de las distorsiones de la comunicación, de la sensación de acoso, de la adjetivación de repúblicas, y alienación religiosa (laicas u ortodoxas), de la ruptura con nuestra subjetividad e intimidad personal con el entorno, de un permanente sentimiento de falsedad, de narcisismo o hipocresía, de un vacío interior que se emplaza en nuestro espacio cultural común, del sentimiento de la incertidumbre del otro y del afloramiento del desconsuelo y el temor permanente. Un mundo en que la subjetividad del individuo habita en la aproximación absurda del peligro y está rodeada de una persistente fragmentación junto a su pérdida de coherencia. Es la caída de instituciones tradicionales en la esterilidad de la inercia y la anomia, de casos de asesinatos en serie y sumariales, de inseguridad permanente, de un latido constante acelerado por los miedos reales e imaginarios, de los representados estados mediáticos de los escenarios de guerra, del aumento de lo mal hecho, del desinterés colectivo por una realidad cordial y más amable, del ambiente permanentemente destruido o deconstruido en que vivimos, de la reiterada sensación de engaño, de cambios de símbolos que nos llevan a repatriarnos en imágenes que no corresponden a nuestras proyecciones psíquicas, o en donde reina la bazofia y sólo se acepta la ostentación, sea esta de lo material o de manipular el poder político a capricho. La desidentidad no es tanto cosa del individuo y de lo que pasa aquí dentro del ser sino también, como una cámara de eco, de lo que sucede ahí fuera. Tendremos un arte discordante, una creación de lo inestable y por tanto de una psique enferma que por temor a perderse se arraiga en la identidad absoluta del mundo artificial exterior y desatándose de la estructura psíquica construida en la intersubjetividad; en ello vendrá a fijarse creyendo que ahí está su salvación cuando realmente lo que está tocando son las riberas de la muerte psíquica como individuo. La desidentidad ahora viene más del mundo externo que del propio individuo. De ahí la fuerza personal para permanecer consecuente ante los cambios aluvionales del mundo artificial y de la atención requerida a nuestra identidad subjetiva para avivar esos derrumbamientos que persiguen el fetichismo del progreso colectivo a costa de la muerte del individuo.
Es por lo que en las identidades de tránsito por las que fluye el arte y el artista los objetos del ardor personal son vistos y traducido con la realidad de su sustancia, es decir, con el barniz de la fragilidad en que habitan y en que los imaginamos, y en que los objetos del mundo nos hablen o se proyecten de forma distinta en la búsqueda de cierta serenidad activa de la contemplación emocional. Se trata de intensificar el sentir individual. Pero la forma de percibir está en relación con nuestra capacidad de imaginar. Percibir es tanto sentimiento como imaginación: para sentir intensamente debemos imaginar y para imaginar con precisión debemos sentir.
Las conquistas que pretendemos obtener son apenas distintas paradas en el camino de nuestro ser en progreso contra la negación que proporciona los fueros del mundo exterior, mundo en el que se despliega una constante relación de amor y de odio que nos lleva a despertar la pasión por la transformación o por el impulso a la destrucción como una de las bellas armas de la creación. Las conquistas sólo parecieran que culminan en tanto prolongación, punto final y tránsito para transgredir a la tradición, a lo antiguo. Se nos presentan como imprevisibles huellas de identidad de nuestra representación contra el espacio y la temporalidad que nos envuelve y nos consume en tanto mera posibilidad del ser ante un trasfondo que se traduce como memoria y verdad patriarcal lanzadas por la historia y contra la que sólo nos queda reaccionar. Aunque toda obra y sus variaciones vienen a ser imprevisibles prolongaciones que describen nuestra pequeña cicatriz personal psíquica; llevándonos a mutar nuestras opiniones junto nuestro hacer en tanto momentos que nos permiten concluir y abolir lo que debe superarse y dejado a un lado del camino. Mirar hacia atrás, al pasado vivido, y no querer moverse de él es una forma de perpetuar la inamovilidad, enamorarse como Narciso de su propia imagen/creación, y adelantar el habitar en el ocaso, en la muerte, en la nada. El rumbo, la amplitud de la experiencia para seguir colmando y deslastrando a la vida, está a la vez en la traducción de nuestra identidad en devenir en tanto receptáculo que absorbe los mensajes del mundo. El arte es un estado de conciencia que sólo crece bajo su observación, su crítica, su vaciamiento y su volver a llenar con nuevas reflexiones y relaciones los sucesos internos y externos. Igualmente no se puede caer en una política de la conciencia que sólo vendrá como afirmación del status quo aunque este se autoproclame de revolucionario, que es el peor de los espejismos. Sólo la autenticidad individual es lo que no deja que una estrategia, o bien de seriedad o bien de transgresión, se vuelva obsoleta, estéril, sin que tenga la necesidad de enmarcarse en un optimismo positivista o en un nihilismo del eterno retorno o un cruzar la laguna de la salvación revolucionaria. Hay, en el fondo, de aceptar en nuestro fuero interior la legitimidad y la necesidad de seguir inventando, reformulando y recreando una estética de la resistencia a los apocalípticos juegos de los delirios racionalistas y utópicos, nacionalistas o mercantiles que vienen adosados junto a los juegos de la planificación centralizada, amenazante y homogénea de ciertos líderes que permanentemente buscan apostar realmente por el destrozo, la degeneración y la desidentidad individual o colectiva para su ventaja, con promesas abstractas de un mundo por venir izomórfico y aterrador por lo aburrido, elemental y absurdo.
La salud de la identidad del artista está en su respuesta estética respecto al ánima del mundo a través de los ojos del corazón, al decir de Hillman[3] (1999:187); no se trata de comprender el significado de/en su obra sino en la capacidad que ella nos lleve a ser emocionados en sus detalles, haciéndonos capaces de comprender la inteligibilidad inherente a los elementos cualitativos de la obra, en poder olfatear la inteligibilidad visible de las cosas en tanto formas que proyectan olores, sonidos, colores que nos hablan gracias a nuestras reacciones emocionales traducidos en tanto símbolo. Todo esto nos lleva a reducir el ritmo de nuestra vida, en relantizar la dinámica de nuestro trabajo u actuación gracias al giro que le damos a nuestra existencia por la necesidad de prestar atención a cada suceso en su particularidad, destronando la ansiedad de siempre estar a la búsqueda de más y nuevos sucesos. La regla está en que cuanto menos apreciamos los sucesos del mundo más aceleración requerimos en obtener nuevos sucesos de ese mundo que nos pasa sin percibirlo en su profundidad, en atenderlo en su expresión, en escucharlo desde su sonido y en su articulado hablar particular reflejado en nuestro pecho. La condición del artista esta más en la capacidad de atender a los matices de un suceso imaginario o real que al ruido de los sucesos en permanente ebullición en la free way mundana mediática y con ello traducirlo para recobrar el sentido y el sentimiento de la vida hecha imagen; en fin, más íntima diferenciación atenta del alma (psique) que panteísmo difuso de eventos. Existir, desde la aesthesis, implica sentir en sí las cualidades de las cosas más que valorar únicamente su compresión; se nos propone no reducirnos a una descripción de la experiencia del yo por las cosas; se trata de construir imágenes concretas, los valores y virtudes del mundo en tanto suceso; se pide captar lo vivo de las cosas y devolverles su rostro animado, en atrapar lo que suscita y nos provoca traduciéndolo en emoción.


Notas:
[1] Queremos entender por estética, aisthesis lo que significa originalmente en griego. Además de apreciación, es inspiración, quedarse sin aliento, es la exclamación de asombro ante una maravilla o novedad ofrecida por el mundo, ello es la respuesta estética ante la imagen (eidolon) que se nos ofrece.
[2] Sontag, S.: 2005: Estilos radicales. Ed. Punto de lectura. Buenos Aires, p.14.
[3] Este autor nos da una idea de este sentido al decir que: Todas las cosas, por el contrario, ya sean artificiales o naturales, por el hecho de presentar sus virtudes, tienen alma. Debemos valorar más al alma que la mente, la imagen que el sentimiento, lo singular que lo universal, la aisthesis y la imaginación que el logos y el pensamiento, la cosa que el significado, la observación que el conocimiento, la retórica que la verdad, lo animal que lo humano, el ánima que el yo, el qué y el quién que el porqué. Tendríamos que prescindir de juegos del tipo sujeto-objeto, izquierda-derecha, masculino-femenino, inmanencia-trascendencia, mente-cuerpo…en definitiva, del juego de los contrarios. Gran parte de aquello que nos es más querido tendría que venirse abajo para que la emoción contenida en estas preciadas reliquias pudieran romper esos recipientes y fluir de nuevo hacia el mundo. Ver: Hillman, J. 1999: El pensamiento del corazón. Ed. Siruela. Madrid, p.186


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