viernes, 1 de octubre de 2010

 ¿Puede ser totalitario un Estado democrático?

Luis Ignacio  Vivanco Saavedra






Resumen

La inquietud sobre si un Estado democrático, aún conservando su apariencia como tal, puede mostrar conductas o rasgos totalitarios, puede llevarnos a repensar conceptos como los de democracia, política, y totalitarismo. De dicha inquietud surgiría también la pregunta de qué queremos decir cuando hablamos de gobierno justo y cual podría ser o cómo podría tal clase de gobierno, más allá de las formas o sistemas existentes o conocidos. Aunque históricamente democracia y totalitarismo han sido antinómicos, en el siglo XX varios autores, desde diversos puntos de vista, plantearon que el carácter democrático de un Estado no necesariamente excluía la posibilidad de desarrollo y promoción de conductas especialmente totalitarias, ni constituía una salvaguarda a priori contra las mismas. El presente artículo replantea esta hipótesis, pero sobre todo a partir de una perspectiva psicológica de la acción política. Se concluiría que, siendo el totalitarismo peligroso para el bienestar del hombre, no requiere obligadamente de un autoritarismo o una dictadura para imponerse, sino que también puede hacerlo por una vía que cumpla con la mayor parte de los lineamientos democráticos. La conducta alternativa posible sería entonces la de crear conciencia sobre el daño del pensamiento totalitario para toda sociedad, y estimular el espíritu crítico con respecto a todas las formas de tal pensamiento totalitario que intentaran imponerse, ya desde los movimientos políticos que aspiran por el poder, ya desde el poder mismo, en contra del carácter necesariamente pluralista de una sociedad democrática. 

Palabras clave: Totalitarismo, democracia totalitaria, autoritarismo



1. Planteamiento del problema


El totalitarismo ha sido un fenómeno que si bien puede encontrar raíces en tiempo muy antiguos, es netamente moderno. Puede afirmarse esto porque tal fenómeno necesita presupuestos o estructuras que fueron alcanzadas en la modernidad y que no podían ser pensadas en la antigüedad o en el medioevo. Cuestiones como la aplicación de una tecnología expresa y esmerada atenta a apuntalar el poder existente ni siquiera habrían sido imaginadas hace mil o dos mil años, pues precisamente habrían exigido la creación y utilización de tal cosa como una tecnología avocadamente racional que sólo pudo ser desarrollada a partir de siglos más cercanos a nuestra época, y sobre todo, desde el siglo XIX. Son justamente esas tecnología y técnica avanzadas de la modernidad las que han permitido mejores formas de inducción control de la población, a través de cuestiones como la publicidad y la propaganda, las teorías de la administración y planificación de la acción en grandes entes e instituciones, y ciertamente, la elaboración de doctrinas del poder que tienen algo o mucho que decir con respecto a la educación, la economía, el arte, las creencias y hasta la salud del hombre. Sin embargo, las presentes observaciones sobre el totalitarismo quieren ir más allá de la sola caracterización política o doctrinal.

Estas reflexiones nacieron a partir de preguntas como: ¿Incluye el totalitarismo al autoritarismo? (o, expresado de otro modo: ¿Debe ser lo totalitario necesariamente autoritario? ¿Lo supone esencialmente?), ¿Puede ser más “suave” el totalitarismo que el autoritarismo? ¿O es al revés? La afirmación básica en este caso sería que el totalitarismo pasa por el autoritarismo, y si bien, éste no incluye ni implica a aquél, el totalitarismo sí incluiría e implicaría al autoritarismo. Pero, nuevamente, ¿es así?




Es importante esta cuestión, si pensamos que, tratándose de conjuntos distintos y separados de cosas, que pueden ir unidos, pero que no necesariamente tienen que estar relacionados, sucedería que el totalitarismo también podría estar insinuado y aún postulado como meta en una estructura que no se plantea el autoritarismo ni como medio ni como fin. Y la estructura a la que me refiero es la de la sociedad democrática; y aquí surgiría la pregunta: ¿Puede una democracia devenir totalitaria? Otras interrogantes derivadas de ésta quizá querrían matizar los términos (por ejemplo: ¿Totalitaria en qué sentido? ¿Cómo podría ser autoritaria una democracia fuera de tiempos de emergencia?, etc.).

No me detendré aquí a definir los múltiples sentidos de lo que concibo como democracia, pues ello merecería un tratamiento particular, pero es claro que la democracia se orienta más a definir y establecer responsabilidades y no autoridades; y se relaciona más con asumir Derechos responsablemente, que con renunciar a ellos. Y es precisamente esta renuncia y limitación de los derechos ciudadanos lo que define el carácter de la dictadura y del autoritarismo.
           
Entonces, si lo democrático se puede establecer en una naturaleza divergente de lo autoritario, ¿Cómo podría hablarse de una democracia totalitaria, que por serlo, iría más allá en la negación de los derechos de la persona que un mismo régimen autoritario?

Pues podría hablarse, dependiendo de lo que comprendamos como totalitarismo. Intentaré a continuación una definición de trabajo del totalitarismo, la cual iré matizando, a medida que avance la reflexión hacia lo que me interesa como aspectos más profundos de ese fenómeno, que ayudan a entender como podría existir tal cosa como una democracia totalitaria.[1]

Defino aquí al totalitarismo como ese modo de existencia en el cual toda consideración acerca de la realidad, la vida y las posibilidades humanas se supeditan a un único sistema de creencias, valores, verdades y principios. Esta es, como puede advertirse, una definición del totalitarismo desde quien lo impone. Ahora bien, es claro que existen en toda colectividad distintos modos de pensar y considerar la realidad, y ello ha sido así aún en los regímenes que han sido paradigmas del totalitarismo. Es más, se dice que hay tantos modos de pensar la realidad como personas hay en el mundo.[2] Pero lo que distinguiría el caso totalitario de otros modos de coexistencia de diversos sistemas de creencia y pensamiento en una misma agrupación humana es que en él, todos esos otros modos de considerar la realidad, todos esos otros sistemas de creencia, están sometidos al que impera como dominante, pasan por su control y férula, y son evaluados, validados o invalidados, parcial o totalmente por él. En esas sociedades es el sistema totalitario imperante el que juzga la realidad, y los demás sistemas podrán ser permitidos en su existencia en la medida que coincidan o no colisionen con el imperante. Vale decir que la disidencia con el sistema imperante y dominante es desalentada, invalidada o minimizada hasta la insignificancia. En tal sociedad, el sistema totalitario funciona y se erige como un repositorio de las verdades de la cultura.  

La caracterización del totalitarismo recién presentada es, como puede verse, a lo externo. Pero puede haber también otra definición –de hecho, las hay – más a lo interno del fenómeno, es decir, más con relación a una actitud totalitaria, en lo personal e individual[3]. Rasgos o actitudes totalitarias como tales pueden presentarse en cualquier ser humano. En esas actitudes, el convencimiento de que se tienen unos principios que orientan la acción y el pensamiento se plantea con una rigidez sin alternativas ni dudas. En el marco del totalitarismo, es impensable la flexibilidad en ideas o valores que se esgrimen como fundamentales e identitarios.

Todo esto parece aludir a algo extraño a la experiencia cotidiana, pero en realidad es algo muy común. Casi podría decirse que todos, en algún momento de nuestra vida, o frente a ciertas situaciones que hemos pasado, quizá hayamos actuado de manera “totalitaria”. Mas comúnmente lo hacen el padre que proclama que en su casa la única ley es la suya, y se hace lo que él ordena, o el marido que dice que en el hogar todo debe mirar prioritariamente a su beneficio como sostén del mismo, o el jefe de oficina que exige obediencia sin réplica y sin admitir objeciones o la madre que siempre tiene razón en sus opiniones y nadie puede disentir de ella. Aunque en todos estos ejemplos pareciera resaltar más lo autoritario que lo totalitario. Ciertamente, los ejemplificados son figuras algo caricaturescas, y sirven para construir ironías y chistes acerca de los estereotipos sobre los cuales se erigen. Pero son reales.

Más fácilmente encontramos tal totalitarismo individual en fanáticos de sectas político-religiosas. En el caso de muchos de éstos, su actitud no dependería simplemente de una cuestión de temperamento, o de “histeria” o mal carácter, sino más bien de un proceder que puede ser bastante calculado y sereno, que proclama o dicta, simplemente, por la autoridad de la cual se cree investido, y por la verdad que cree que posee. En tal perspectiva, si se tiene la verdad, no hace falta negociar, y de hecho no se negocia ni se transige. Cabría decir que aquí una cierta lógica rígida reemplaza un proceder humanamente más prudente. Casi podría decirse, un poco aplicando como paráfrasis lo que dice Aristóteles de la moral con respecto a la política, que el totalitarismo político es la aplicación a nivel colectivo, y hacia una comunidad, de lo que se tiene como supremamente válido a nivel individual. Y de hecho, el totalitarismo nazi, por ejemplo, fue la proclamación a nivel colectivo de las verdades que Hitler creía y sostenía a nivel individual. Podría aquí discutirse si hay alguna variante de fondo entre ese totalitarismo nazi y el comunista de Lenin, Stalin, Khruschev y compañía.

Una diferencia que me parece esencial entre ambos es que, mientras el nazismo surgió de algunas ideas tergiversadas, infundadas, no muy sólidas ni coherentes, ni muy bien hilvanadas, de la cabeza de Hitler y otros pensadores (precursores antes de él, y “filósofos del régimen” después con él), el comunismo marxista leninista surgió de elaboración y extensión de las doctrinas de Marx, que presentan más coherencia que el nazismo. Por eso, si bien podía esperarse error y trivialidad de una doctrina tan burda como la del nazismo, muchos no creían que de una doctrina del “socialismo científico” pudieran derivarse errores parecidamente ominosos.

Al final, fuera sólida o no, tuviera fundamento o no, ambas doctrinas produjeron más muerte y destrucción que las democracias más mediocres. Creo que debe mirarse atentamente el hecho de que el grado de destructividad, de crueldad y totalitarismo de ambas doctrinas no varió porque una fuera más sólida que la otra, o más coherente, o más profunda, o con más sentido, o más racional o más lógica o más “científica”. Con respecto a la consideración de ambos totalitarismos, más que basar el criterio para juzgarlos en el examen de sus fundamentos, en las doctrinas o ideas que le han dado nacimiento y sostén, habría que buscarlo en el examen de sus efectos, en los resultados que ha tenido su aplicación. Y aquí yo diferiría de Aristóteles en eso de que conocer algo sería conocer sus causas, pues aquí, conocer bien el totalitarismo no es precisamente conocer sus causas, sino sobre todo conocer sus efectos, sus consecuencias. Y si ellas se hubieran podido conocer lo suficientemente bien, quizá muchas más naciones habrían intervenido para evitar la construcción de la U.R.S.S. o de la Alemania nazi, o al menos para debilitar eficientemente el desarrollo de ambas.

Ahora bien, aunque los fundamentos, ideas o doctrinas del totalitarismo pueden discutirse y suscitar argumentos en pro o en contra (Pues si de ambos totalitarismos antes mencionados se presentan sus principios e ideales en su mejor luz, pueden lucir bastante plausibles), hay en cambio mucho mayor consenso en considerar como nocivos los resultados y efectos del totalitarismo, y por ello han podido ser universalmente condenados unánimemente por la reunión de todas las naciones modernas.[4]

Acabo, ciertamente, de aludir a un término –unanimidad – que refiere a una tercera característica del totalitarismo, más psicológica que propiamente sociológica o política. Quien lleva las riendas de un Estado totalitario, no sólo aspira al gobierno indiscutido sobre una sociedad de esa doctrina que esgrime como ideario de poder, sino que aspira a la anuencia de los miembros de esa sociedad con dicha doctrina, a su aquiescencia, su acuerdo, su conformidad. Como esta tercera característica alude mucho más precisamente al tema de estas páginas, la trataré a continuación, refiriéndola justamente a la pregunta de si es posible que una democracia puede asumir, de manera propia, y por así decirlo, voluntaria, características abierta y definidamente totalitarias.




2. La dimensión psicológica del totalitarismo, o ¿Qué desea el líder totalitario?

            En interés de ir más allá en la consideración del totalitarismo, tal como se nos ha mostrado en su perspectiva histórica, ciertamente documentada con abundancia y suficiente seriedad como para ser firmes a la hora de reconocer los males de tal proceder político, deseo especular precisamente sobre lo que pasa por la mente de quien desea establecer un régimen totalitario, y ciertamente, qué pasa por las mentes de los muchos que le apoyan desde el pueblo. No aludo aquí tanto al carácter ideológico o doctrinal de quien quiere instalar tal régimen o de sus seguidores, sino a los deseos más profundos y las pulsiones más íntimas de ambos términos, el dominante y los dominados. Creo que puede inferirse la existencia de varios elementos que colocan en el escenario político de una sociedad la supuesta necesidad del Estado totalitario. El líder que promueve tal sistema desea, ciertamente y en primer lugar, imponerlo, lograr que domine la sociedad, que ella se gobierne según los principios de tal sistema, y que sus verdades guíen los proyectos de la misma. Pero este deseo de dominio, predominio e imposición, con ser terrible en sus consecuencias, no es todo lo que el totalitarismo es. De hecho, si solo fuera eso, si el totalitarismo sólo se tratara de control y dominio omnímodo de una realidad, no sería tan diferente del autoritarismo, la tiranía, o aún de algunas simples dictaduras. Sobre todo, si ese deseo de simple predominio fuera toda la historia del totalitarismo, no se explicaría demasiado bien su entronque con el espíritu democrático. Y ciertamente existe tal entronque, tal extraña relación de atracción entre uno y otro. Una relación históricamente tan viable como para haber hecho que, más de una vez, los totalitarismos hubiesen llegado al poder o hubiesen sido refrendados en el mismo por un apoyo popular externa y plausiblemente democrático.[5]  

Luego, como ya se apuntaba en párrafos anteriores, quien lidera el sistema totalitario no busca sólo incluir en su dominio y control todos los actos y conductas que ocurren en una realidad social. Esa meta se deriva de una primera que sería la de inducir en la sociedad el deseo de ser gobernados totalitariamente, el deseo de que un sistema tal controle sus vidas. En este sentido, si ese totalitarismo es impulsado inicialmente por una persona, un líder supremo, su meta no sólo sería que el pueblo le reconociera como líder, así fuera de una manera resignada e impotente, sino que le acepte como tal, que desee tener tal líder y tal sistema sobre sí. El líder, en este caso, desea ser deseado por el pueblo, y en ocasiones puede desear ser amado por sus liderados.[6]

Este último sentimiento parece desequilibrado y extremo, hasta fuera de orden, si bien todos los deseos menores y hasta anteriores a él (ser soportado, ser reconocido, ser deseado) lucen razonables en situaciones críticas o de emergencia, y han sido comunes en la historia de los autoritarismos y dictaduras. En ciertos momentos históricos, se ha deseado una figura que venga a salvar la situación frente a una gran anarquía o desorden. Como generalmente es una figura a la cual se le otorgan grandes poderes (o ella se los arroga), suele dar ello pie a abusos que requieren ser soportados tolerados. Y ya estando dicha figura más consolidada, solicita la conveniencia de un reconocimiento o aceptación por parte de sus gobernados. Pero lo que ya viene a ser más atípico (y el colmo) es que un líder exija compenetración y el amor de sus gobernados, la unidad-unanimidad de sus ideas con las del pueblo, aparentemente en un mutuo reconocimiento, pero que en realidad es el ideal de convertir al pueblo en espejo de los deseos del líder, en una relación de mutua autoconfirmación y autorreferencia.

Ello es lo propio y típico de los totalitarismos: buscan un intelecto común, una misma mente, entre los sometidos o súbditos, y el sistema, dirigido o representado por un líder.[7] Surge la diferencia con el dictador y el autoritario, que desean gobernar así sea contra la voluntad o el deseo de sus gobernados. Pero el totalitario extremo que aquí imagino desea imperar con la voluntad y el deseo de sus gobernados, con un acuerdo total entre ellos y él. Un pensamiento único y de acuerdo en todo entre ambas partes, gobernante y gobernados. Y el problema democrático vendría a asomar precisamente en el hecho de que, si se gobierna con la anuencia, el consentimiento, la aquiescencia, el beneplácito, y el deseo de todos, ¿Puede ello considerarse una violencia hacia la voluntad de los ciudadanos que tal mando quieren? 

Este ideal del sistema totalitario concebido como el imperio perfecto sobre los deseos de los súbditos presenta, de alguna manera, una trampa para el resto de mundo, y especialmente a las escasas naciones que intentan apegarse a un ideal democrático, imperfecto y problemático, pero que en muchos casos puede decirse de él que es como el lisiado del aforismo de Stanislaw Jerzy Lec, que cojea, pero anda. La mayoría de las otras naciones del mundo, que se debaten entre regímenes que tratan de mantener una estabilidad política precaria frente a problemas graves, sociales, demográficos, económicos, mal podría juzgar la calidad democrática o antidemocrática de un totalitarismo que se presenta como la satisfacción de los deseos de su pueblo (que desea ese totalitarismo). Pero hasta las naciones más democráticas también podrían quedar perplejas frente a un sistema que, por ejemplo, celebra continuamente elecciones –e inclusive a veces las pierde –, que permite la operación de un gran número de medios en forma libre (y que además ejercen dicha libertad oponiéndose a ese gobierno), y que no impone mayores restricciones legales a las libertades, sino en forma detallada y en algunas áreas específicas. ¿Dónde estaría el supuesto totalitarismo en esa realidad, en ese país? Y si se piensa que no es un régimen de fuerza o dictatorial, sino nacido de un proceso de sufragio tradicional y democrático, menos aún podría asimilárselo al totalitarismo. Nos dirían, aludiendo a lo dicho al comienzo de este texto: “¡Cómo podría ser totalitario tal régimen, si ni siquiera es una dictadura, ni siquiera es un país autoritario!” Es cierto, ¿Cómo lo sería?





Supongamos el ejemplo imaginario de un hipotético Estado democrático (vamos a situarlo ficticiamente en nuestra América, tan tristemente abocada desde el pasado a remedar y reinventar sistemas y utopías que el resto del mundo hace tiempo dejó atrás…). Supongamos que ese gobierno, tras llegar al poder, trata continuamente de crear cosas que en principio no pertenecen a la tradición política de ese país. Así, tal como está expresada esa intención, no parece algo en principio objetable. Tomando en cuenta que las tradiciones políticas, así sean buenas, han de ser sacudidas y cambiadas para renovarse, luce bien la idea de reinventar las cosas existentes, como por ejemplo, cambiar la bandera o cambiar el escudo, o cambiar ciertos nombres de cosas, lo cual, a veces, puede tener una incidencia benefactora en el imaginario público.

El problema surgiría, en este ejemplo hipotético, cuando nos demos cuenta de que muchas de estas reinvenciones y recreaciones lo que hacen es tomar de modelos ya existentes, y cuyos dudosos logros han demostrado con elocuencia su decisivo fracaso. Supongamos que a lo que antes se llamaba “Asamblea”, se le llama ahora “Congreso”, a los “Consejos comunales” de ayer, hoy se les llama “Juntas vecinales”, y otros cambios por el estilo. Todo ello parecería simplemente un maquillaje sociopolítico, quizá muy simpático, si va acompañado de suficiente promoción, color, música y propaganda. Pero si resulta que se tomaron dichos nombres de naciones en Asia o África que hoy vegetan en el despotismo y la pobreza, haber hecho esos cambios parece una inspiración poco feliz. Mas en todo caso, ¿Qué hay allí que aluda a totalitarismo? Nada en principio.

Pero he aquí que el régimen de ese país empieza una serie de acciones para promover, primero, un pensamiento sobre sí mismo, como realización de un movimiento político que trae un cambio que deja atrás todo aquello a lo cual se opone. Esto será muy útil para crear luego el contraste entre dicho régimen (= lo actual, lo presente) y sus opositores (= el pasado, la resistencia al cambio vitalmente necesario). Esta y otras ideas que promocionan la noción de un régimen no sólo bien intencionado sino correcto ideológicamente, empiezan a ser difundidas, como nunca antes las ideas, principios, opiniones, pensamientos y doctrinas de un gobierno eran difundidas en aquel país: a través de muchos medios, prensa, literatura, textos escolares, etc. ¿Puede decirse que ello entraña una realidad totalitaria? Yo no lo concedería, porque toda esta información doctrinaria que se transmite, existe en situación alternativa, vis a vis la información y las múltiples doctrinas e ideologías que existen en la sociedad y las cuales cada quien decide creer o seguir según su leal saber y entender, sin que el Estado aún tome las riendas sobre que debe creer y saber cada persona. De modo que aún no hay allí totalitarismo como tal.

Supongamos además que, al mismo tiempo, los medios del Estado: radios y televisoras, que como otros medios oficiales de otros países del mundo, transmitían información sobre cada país y sus aspectos culturales (música, historia, literatura, etc.) ahora, primero, van a crecer: de un puñado de radioemisoras a varias docenas de ellas, y luego a centenares. Y de uno o dos canales de televisión, a también más de una docena de televisoras. Y de unas pocas publicaciones a un grueso conjunto de órganos de prensa, capitalina y provincial. Y todos estos medios van a transmitir los mensajes, las creencias y la doctrina oficial del gobierno. No entre conciertos, cuentos y noticiarios, sino continuamente, a toda hora, inclusive de madrugada para beneficio de insomnes, junto con los discursos del jefe del Estado. Y no solo eso, sino que todos esos medios van a excluir, de manera precisa y atenta, todo pensamiento u opinión disidente de ese pensamiento oficial único, hacia el cual tampoco se van a admitir críticas ni murmuraciones en contra, vengan de donde vengan.






Pero, como igualmente sigue habiendo canales de televisión y radioemisoras que no transmiten el pensamiento oficial y que inclusive transmiten en contra de ese pensamiento oficial, no puede decirse que existe ni un predominio ni un control del Estado sobre lo que se difunde en todos los medios de ese país, y por lo tanto, no hay aún totalitarismo efectivo ahí.

Asimismo, todos los organismos de la educación, la cultura y las academias, que de alguna forma dependen para su funcionamiento u operatividad, del Estado, van a ir siendo mediatizados como instrumentos de difusión y extensión del pensamiento político oficial del gobierno, en sus ideas sobre la historia, la economía, la sociología, etc. (pensamiento que devendrá el ideario político oficial del Estado, pues empieza a borrarse la frontera entre Estado y gobierno, sobre todo a medida que el gobierno se perpetúa en su gestión durante más años que otros gobiernos anteriores). Por ejemplo, las editoriales patrocinadas por el Estado que promueven la publicación de libros de escritores de ese país, publicarán ahora, claro está, libros, pero sobre todo estimulando la producción que exalta o engrandece la labor del régimen y las obras de aquellos escritores y autores que elogian y alaban al régimen. En justa compensación, a los escritores críticos u opuestos al régimen no se les publicará en tales imprentas, pero sí pueden seguir escribiendo, publicando y difundiendo sus ideas en medios y en editoriales no gubernamentales (si aún se animan a escribir y consiguen ser publicados). Aparentemente, sigue habiendo libertad, y todos están (tan) contentos. Y nada nos autoriza aún a hablar de totalitarismo, aunque alguno podría empezar a impacientarse.  

Pero pasemos ahora al plantel de funcionarios y empleados de dicho imaginario país, que perciben salarios erogados por la administración pública, y cuyo número se va engrosando en cientos de miles de personas, algunas de las cuales poseen calificación y capacidad para ostentar los cargos que desempeñan, pero otros muchos poseen poco o nada al respecto. Y sin embargo, a todos se les ayuda y se les emplea por su fidelidad a los principios y la doctrina del régimen. Supongamos que eso no era nuevo en ese país. Lo nuevo empezaría a ser, en primer lugar, la radicalización del mensaje y la doctrina asimilada, y sobre todo, el hecho de que, quienes no comparten o no profesan tales ideas, empiezan a perder sus espacios, sus puestos de trabajo. Sin posibilidades de alcanzar otros puestos o promociones, no sólo a nivel público sino privado, en una especie de veto impuesto por el gobierno a lo que considera conducta rebelde o insumisa por parte de esas personas, que si en un principio eran sólo unas pocas, en el tiempo imaginemos hipotéticamente que serán cientos de miles, con todo lo que significa de muchos más centenares de miles de familiares o personas que dependen de ellos. Desde luego, cada una de esas personas será un opositor en potencia, pero como serían reemplazados por igual o mayor número de personas que saben estar de modo astuto a favor del régimen, el saldo para éste es favorable en apoyo. Pero acotemos diciendo que, a pesar de tan odiosa política administrativa, aún quedarían en tal país empleados –generalmente ya mayores o próximos a su jubilación – que aún no comulgando con el régimen, no han perdido su puesto, y hay millones de personas preparadas que, inclusive a pesar de su simpatía por el régimen, no consiguen trabajo ni en el sector público ni el privado. Ello revela una especie de descontrol del régimen sobre la realidad de ese país, y si ello es así, no se puede hablar aún de totalitarismo.

Y aún podemos aludir al caso, no ya de simples funcionarios y empleados públicos, sino de quienes ostentan cargos de mayor relevancia e inclusive puestos altos en el gobierno, que cuando se exige con respecto al líder y al régimen, una lealtad-obediencia hasta lo irracional y lo indigno, no sólo se someten a ella con gusto, sino con sonrisa y aplauso, aunque por dentro algunos sientan sus entrañas quemarse con su conciencia. Supongamos –no es difícil suponerlo – que esta ignominia sucede también con quienes ocupan puestos importantes en los otros poderes distintos del ejecutivo, como el legislativo y el judicial, cabría la pregunta: ¿No está destruyendo así ese gobierno hipotético imaginario la división de los poderes y la posibilidad de autonomía de ellos frente al poder ejecutivo?[8] Yo diría que esto es verdad. Pero así y todo, dudo de que aún entonces pudiéramos considerar del todo totalitario a ese Estado, porque todavía es posible que tal deleznable servilismo suceda no por incitación del líder-guía de ese país a esa conducta, ni como expresa política de Estado, sino por la natural inclinación de ciertas personas a la ruindad y a ser canallas, cosa que, desgraciadamente, no es inusitada en los políticos y quienes ejercen altas funciones públicas. De hecho, es una conducta que puede observarse tanto en dictaduras como en democracias (aunque más en democracias sui generis)De modo que tampoco en este aspecto aludido podemos decir que estamos ante un régimen fundamentalmente totalitario.







Si además añadimos que ese régimen consulta frecuentemente a sus ciudadanos en referenda y elecciones, ¿Dónde estaría entonces el totalitarismo de ese régimen, en apariencia democrático, y hasta con ribetes de ejemplaridad al respecto?

Tendríamos que examinar las intenciones u objetivos de ese régimen, y quizá un poco su doctrina de poder para empezar a apoyar nuestro cargo. Esto segundo, el examen de la doctrina del régimen, como se trata de un ejemplo puramente hipotético, no lo haré aquí, puesto que tendría que aludir a alguna doctrina en especial, y prefiero referirme a una doctrina general o genérica del régimen ejemplificado. Pero fijémonos no tanto en las ideas del líder o guía que comanda el régimen, sino en su tono, su estilo, la intención general, como antes mencione, de su(s) discurso(s).

Y he aquí que encontramos, en nuestro ejemplo hipotético, tanto en esas intenciones expresadas en afiches, letreros, propagandas, comerciales, en televisión, en radio, en prensa, en libros, en estatuas, cuadros, exposiciones, festivales, congresos, seminarios, jornadas, en comunicados, oficios, circulares, remitidos, correos electrónicos, páginas web, y hasta estampillas, así como en los muchos retratos de distinta catadura y tamaño (desde medio metro hasta de varios pisos de altura) del mandatario que jalonan por centenares las principales ciudades de ese país, y desde luego, en las palabras del líder-guía que comanda el régimen, la clara intención de que las ideas (ya sea en doctrina o en ideología) del régimen y de su líder, lleguen hasta los más intrincados rincones del país, y sean acogidas y creídas y amadas por cada ciudadano, y seguidas, “internalizadas”, y asimiladas por cada persona del país, sin importar el nivel, la profesión o la clase: niño, mujer, anciano, varón, militar, profesional, cura, pastor, ministro, cheij, rabino, ingeniero, médico, barbero, policía, clase media, clase baja, clase alta. Nadie está contemplado de escaparse de esa audición y de esa invitación un tanto insidiosa, insistente, resistente, opresiva, abrumadora, molesta, ahogadora, y asfixiante, a querer al régimen, a amar el régimen, a desearlo, desear que exista, “agradecerle por ser él y por existir”, y desear servirle y obedecerle, creerle y no resistirle, acogerle y no oponérsele. Es una convocatoria total a una aceptación total, una confianza total, un asentimiento total. El régimen y su líder se confunden entre sí, y cual moderna paráfrasis al rey sol, éste podrá decir: el régimen soy yo, la ideología soy yo, la verdad soy yo. 

Así, régimen y líder-guía, no se contentan con sólo gobernar ese país; ni siquiera con gobernarlo de manera casi absoluta, omnímoda, poderosa, sino que quieren que se les ame, que la gente le entregue sus pensamientos por los pensamientos de él, su voluntad política por la voluntad política de él, su visión de la verdad y de los reyes desnudos, por la versión de la verdad y de reyes regiamente vestidos de él. Como cortesía, no les ordenará creer que dos y dos son cinco, al menos en el plano de las matemáticas, pero puede que en otros planos les pida que quieran cerrar los ojos.

Y nada de esto quiere hacerlo el régimen y su líder-guía con violencia (si fuera así, ya por allí se pasaría por lo dictatorial o lo despótico), sino al contrario, lo que ese binomio desea es que las personas deseen ser como lo quieren ellos, desean que la gente abandone un supuesto modo antiguo de ser, el modo del pasado, y se alinee con el modo del presente, de lo actual; que los ciudadanos abandonen lo que en una figuración religiosa podría llamarse “el hombre viejo” y acojan, abracen en ellos, al “hombre nuevo”. Y ya estando su mente en consonancia con la del líder-régimen, estaría “en lo propio”, y de vuelta de su supuesta enajenación por haber estado opuesta a su guía superior político-existencial-vital.



Bien, creo que aquí ya sí hemos penetrado un poco en la plena intención totalitaria de ese régimen imaginario, hipotético. Y creo haber mostrado o insinuado persuasivamente con dicho ejemplo, que no sólo existe la posibilidad de una democracia totalitaria, sino que inclusive puede y debería darse precisamente en este matiz semipacífico, semicordial, de un poder que quiere seducir a los ciudadanos para que le amen y se le entreguen. No quiere su conquista por fuerza, sino de manera persuasiva y por medio de lenta pero firme presión, para que no se infrinjan ni violenten las formas democráticas. Por eso creo que el concepto de seducción es aquí clave para entender la intención totalitaria de un Estado así.

Mas es claro que no es el asunto político de un Estado democrático o un régimen democrático el de seducir a los ciudadanos, sino el de rendir cuentas a ellos y exigirles el cumplimiento de su deber tanto como garantizarles la salvaguarda de sus derechos.

Ciertamente, aunque me referí varias veces a cosas como doctrina, o ideología en el ejemplo presentado, nunca aclaré de si se trataba de un totalitarismo fascista-mussoliniano-nazista-hitleriano, o un totalitarismo socialista-marxista-leninista-comunista. Creo que, para un ejemplo hipotético, es irrelevante de donde venga la peste, es decir, el totalitarismo. Podría ser inclusive una doctrina moral-mesiánica, un misticismo político particular[9] o un socialismo utópico y nacionalista, para conjugar mejor con el destino trágico de Hispanoamérica. Tampoco el problema está en que sea de izquierda o de derecha. Ambos polos políticos tradicionales, a pesar de lo que se diga sobre lo superados que están en nuestra época, siguen siendo útiles y hasta necesarios para pensar imaginativamente la política desde dos lugares naturales que se plantean en toda situación humana con respecto a como estamos los hombres en el mundo. Pero ni estas posiciones, ni ninguna otra postura política distinta pueden llevar a cabo sus mejores y más justos sueños e intenciones si sueñan y juegan a desear la existencia omnipresente de un modo de pensar que, como el totalitarismo, desee reemplazar en toda la sociedad, en cada familia, en cada persona, su modo personal e individual de ser, de existir, de pensar, de errar, de acertar, de amar, de morir y de vivir. 






Notas:

[1] Prefiero la denominación “democracia totalitaria”, y no la de “totalitarismo democrático”, puesto que ésta otra presenta este fenómeno como una variante escindida del totalitarismo, y no es eso lo que sucede,  pues el totalitarismo de por sí, como fenómeno extremo de lo político, no se mueve hacia otros espacios, sino que busca su propia permanencia e inamovilidad. En cambio, la democracia, por su carácter de imperfección o inacabamiento, esta en continua búsqueda de su readaptación y reinvención, y de allí su característica inestabilidad, que en realidad es en ella rasgo esencial, tanto como lo es del ser humano.  Por ello, de lo que se trata aquí es más bien de una degeneración del carácter democrático de una sociedad y un Estado, que se deslizarían a un totalitarismo como el que se describirá en páginas siguientes.
[2] Además,  esta el hecho de que una misma persona no piensa igual siempre. Basta ver la diferencia entre lo que se piensa de joven y lo que piensa en la madurez. Por poner un ejemplo, si de jóvenes algunos creen en la violencia y el poder para meter en cintura a los elementos disidentes o rebeldes de una sociedad a través de la represión y la fuerza, por amor a la patria, y a conceptos sagrados de honor y sacrificio, ya pasada cierta edad todo eso parece menos razonable o factible porque, entre otras cosas, empieza a caducar el entusiasmo y la fe tanto en la violencia como en la paz. Más que alcanzar certezas, se arriba con el tiempo a dudas ante las cuales todos (menos los fanáticos) nos rendimos filosóficamente. Se pierde la ingenuidad y la esperanza –al menos la esperanza ilusoria-  y se acepta y tolera el mal en el mundo como parte de su naturaleza. Esa tolerancia sería quizá correlativa con la prudencia (phrónesis) de Aristóteles, que se alcanza con la edad y la experiencia, y no sólo por pura racionalidad, por lo cual, difícilmente puede encontrarse en los jóvenes. Otros llamarían conformismo a esta tolerancia, y no la considerarían nada honroso ni respetable.  
[3] Al mencionar otras referencias a definiciones del totalitarismo, debo aclarar que concuerdo  sustancialmente con las observaciones contenidas en enciclopedias y manuales técnicos sobre el mismo, así como las expresadas en las más importantes reflexiones y estudios que sobre dicho fenómeno político contemporáneo han elaborado autores como Hannah Arendt, Jacob Talmon, Isaiah Berlin, y otros. 
[4] Este juicio sobre los efectos de una doctrina sería una aplicación de la máxima evangélica “Por sus frutos les conoceréis” (Mt. 7, 16-20, Cfr. Lc. 6, 43). Y por cierto que en varias otras partes del Nuevo Testamento hace alusión a esta cuestión de los frutos como efectos lógicos y reales de las actividades espirituales y morales, las cuales se presentan allí a veces, en forma alegórica, simbolizadas en la actividad laboral agreste. Lo curioso es que desde muy antiguamente se juzgan las doctrinas, sobre todo las sociales y políticas, sobre la sanidad y coherencia de sus principios y fundamentos, y no sobre la calidad de los efectos de su aplicación. Parece olvidarse aquí el precepto filosófico que recuerda que, si bien la argumentación que nace de un error conceptual raramente es sana o coherente, tampoco el erigir sobre bases sólidas o veraces es garantía de alcanzar la verdad (la historia de la filosofía está jalonada de doctrinas erróneas que nacieron a partir de principios consistentes y ciertos). Hace falta “seguir” la argumentación por el “rumbo” de su desarrollo, y pensar todas las posibles desviaciones para tenerlas en cuenta como posibilidades. Pero como esta orientación más se hace por intuición que por experiencia (pues los efectos prácticos de una doctrina política o económica o moral, sólo se conocen bien tras haberlos aplicado) uno debe entrenar la intuición para que sea especialmente sensible a esas posibilidades y riesgos implicados en la aplicación de una política que sigue unos lineamientos bajo examen. Esa es, precisamente, una de las dificultades del trabajo filosófico, y es un complejo problema de la reflexión sobre algo que involucra tanto lo práctico como lo político. 
[5] Caso clásico de la subida al poder de Hitler entre 1931 y 1934. El ascenso de Mussolini no fue democrático ni en principio ni al principio, pero años después de instalado, los continuos plebiscitos refrendaron y consolidaron su apoyo en la masa, dándole un tinte democrático a su gobierno. Hoy se sabe que tales plebiscitos eran bastante transparentes y limpios, lo cual no hace sino aumentar el problema y misterio sobre el carácter especiosamente democrático que habría podido asumir ese totalitarismo, pues si esas consultas hubiesen sido predominantemente amañadas, no habría ningún misterio en esta relación entre el apoyo o asentimiento popular a un régimen totalitario, porque no habría habido tal apoyo popular, sino que sería una mentira forjada por los gobernantes para disfrazar su gestión como democrática. Queda esto claro: la democracia es mucho más que contar votos en una consulta, aunque tal consulta es parte fundamental de ella. Por otro lado, no son raros los casos de sufragios en regímenes autoritarios, tiránicos y totalitarios en los cuales la mayoría de los votantes apoya a sus gobernantes. Las causas de esto son complejas, y aunque pueden parecerse de una sociedad a otra, en realidad ameritan explicaciones en factores culturales o históricos de cada sociedad donde ocurre. En todo caso, ello invita a entender que, al igual que una encuesta no mide la verdad de algo, sino la verdad  de lo que piensan algunas personas sobre una pregunta, tampoco se puede medir la justicia de un régimen sólo con los votos que le apoyan.    
[6] Esta concretización de esa relación cuasi-sentimental del líder con sus gobernados podría decirse que sucedió en el caso de Hitler y el de Stalin: ambos querían ser aceptados, aclamados, amados, y que todas las voluntades se conformaran con la suya. Y si no era así, reaccionaban también de manera emocional, castigando al pueblo por el desengaño causado por su traición. El caso de Hitler es quizá el más patético, puesto que al final de su mandato, mientras seguía soñando con erigir nuevas construcciones monumentales en Berlín y otras ciudades, ordenaba destruir todo lo que se pudiera de Alemania ante el avance aliado y soviético, en ánimo de castigar a su propio pueblo por el fracaso de la guerra. La reacción de muchos de sus seguidores fue curiosa: ante las agresiones últimas de su líder a su mismo país prefirieron suicidarse de diversas maneras antes que atreverse a pensar distinto.   
[7] Aquí surge otro problema: es distinto el arraigo de la población a un totalitarismo representado y encarnado en un líder, con el cual puede identificarse, por ser, en principio, un ser humano como los demás, y por otro lado, el arraigo de la población a un totalitarismo que existe como sistema, y en el cual el o los que liderizan (que puede ser un consejo de figuras más o menos borrosas) son solo parte de ese sistema, de esa maquinaria que lo controla todo, y no protagonistas exaltados por una propaganda ad hoc. En la novela 1984 de George Orwell se sugería una situación como ésta última. Si bien el “Gran Hermano” era una figura humana reconocible y no poco sobrecogedora, en realidad se trataba de un personaje de ficción, creado por autoridades bastante anónimas pero no menos poderosas, que son quienes en verdad gobernaban o manejaban el sistema totalitario. Ciertamente, si bien el totalitarismo fascista y nazi se centraban en una figura humana específica y personal, el totalitarismo soviético y en parte el de China, aparte de sus grandes figuras personalistas como Stalin y Mao, se fueron decantando en un fortalecimiento del sistema, dejando las figuras humanas rectoras más en la sombra. Quede claro, sin embargo, que esa opacidad o lejanía de los líderes no significó detrimento del totalitarismo: el poder de una gran estructura o sistema controlador de la vida de las personas siguió estando presente sin desmedro durante décadas, y sería interesante estudiar y reflexionar sobre el carácter qué han devenido ambos sistemas en la hora actual.  
[8] Otra cosa que contribuye a diluir esa división y autonomía de los poderes es la creación de nuevos poderes propuestos por el Ejecutivo, lo cual sería bien paradójico, por cuanto esos nuevos poderes tendrían aún menos autonomía que los anteriores, estando más sometidos al Ejecutivo. Pero como esta creación de poderes es algo descabellado y ciertamente inusual, la he querido dejar fuera del ejemplo hipotético, para ceñirme a una realidad más inclinada a la lógica.
[9] Como el movimiento político-mágico-religioso de Antonio Maciel (O Conselheiro) en el Brasil de fines del siglo XIX, que presenta curiosas afinidades con el anárquico movimiento de los Cristeros de México (1926-1929). 
MENTIRA Y POLÍTICA

Carlos Blank


El elogio de la mentira
La primera sensación que nos invade cuando nos adentramos en el tema que nos ocupa, la mentira en general y la mentira política en particular, es su fina imbricación con prácticamente todos los temas relacionados con la experiencia humana e incluso con la propia evolución de la vida en este diminuto planeta. La otra sensación, es la de que la mentira, con su amplio abanico de sinónimos, casi contradice la simplista posición moral que prohíbe la mentira y recomienda decir siempre la verdad, salvo en algunas contadas excepciones. Cuando advertimos la presencia de la mentira y su utilidad práctica en una amplísima gama de campos, “casi” nos sentimos tentados a invertir la regla y recomendar todo lo contrario: el uso generalizado de la mentira, salvo en algunas “honrosas” excepciones en las que es recomendable, incluso inevitable, decir la verdad. Que no lo hagamos depende de ese sentimiento de rechazo ante la mentira y esa sensación de reprobación que todos hemos experimentado alguna vez cuando nos hemos dado cuenta de haber sido engañados, defraudados o estafados.
Pero de dónde surge esa experiencia universal de rechazo a la mentira cuando somos victimas de ella. Más bien, el extendido uso de la mentira hace que nos planteemos, con Nietzsche, “que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad” y que nos preguntemos, siguiendo la inmejorable expresión de Wilde, de dónde surge esa “facultad morbosa y malsana a decir la verdad”. Si vamos a comenzar a decir verdades, quizás debamos empezar por reconocer, al margen de consideraciones morales o religiosas frecuentes, el papel marginal y precario de la verdad en los asuntos humanos, dándole a la mentira el sitial de “honor” que se merece y disolviendo el aparente carácter contradictorio de “la noble mentira”, aunque subsista el dilema moral.

Como señalábamos al comienzo, la evolución de la vida en este diminuto planeta no hubiese sido posible, entre otras cosas, sin mentiras, esto es, sin la presencia de estrategias de engaño y simulación a partir de los eslabones inferiores de la cadena. Tómese, por ejemplo, el camuflaje de muchas especies animales que le sirven de protección frente a la amenaza de otros predadores o para engañar a sus presas. Ni que hablar de esos complejos rituales amorosos o de apareamiento que despliegan los machos para lograr el favor de la hembra, mientras ella observa con su “aparente” indiferencia o distancia. Disimular nuestras debilidades y simular o exagerar nuestras virtudes es esencial en la lucha por la sobrevivencia de las especies. De allí seguramente el dicho de que en “la guerra y en el amor todo está permitido” Y la especie humana no es la excepción.


Desde las más tempranas etapas de su desarrollo el niño va adquiriendo una serie de destrezas y competencias que le sirven para obtener el afecto y la protección sin los que simplemente no podría sobrevivir. También el niño comienza a utilizar estrategias en las que disimula o trata de esconder sus defectos y simula o exagera sus virtudes, para ganarse el afecto o reconocimiento de sus padres o amigos. Como se sabe, los juegos y los deportes desempeñan un papel indispensable en la socialización del individuo y en la formación de su propia conciencia, en la medida en que estas actividades suponen precisamente destrezas de simulación y disimulación, de fingimiento. Algunos autores, como G.H.Mead y Piaget, han destacado la importancia que tienen estas destrezas de simulación y disimulación en el desarrollo de la inteligencia humana. Entre otras razones porque ello supone la invención de una realidad inexistente, la capacidad de ponernos en el lugar de otra persona u otro grupo en particular, proceso denominado de descentración y que es indispensable para el desarrollo de la propia conciencia individual; y, por último, la capacidad de diferir nuestros impulsos o de controlar nuestras emociones. Esa capacidad de fingimiento es un rasgo inequívoco de inteligencia, como la del animal que se hace el muerto –“la mosquita muerta”- o la del niño que es capaz de disimular su decepción ante un regalo y pone cara de alegría.

George Simmel

En el plano sociológico ha sido Simmel el primero en reconocer de modo explícito el papel que desempeña la reserva, el secreto y, finalmente, la mentira, para el desenvolvimiento de la interacción humana en las sociedades complejas y modernas. Para él ese velo de ignorancia y de misterio que encontramos en toda relación humana, y que es típico de la vida urbana, es también la que hace posible la existencia de la libertad humana y nos preserva de caer en la locura, evita la posible saturación del sistema nervioso por la excesiva exposición a la multiplicidad de estímulos externos. La existencia del secreto y de la reserva constituye una de las más importantes invenciones de la humanidad.
Otro sociólogo que ha destacado la importancia de este aspecto ha sido Goffman. Para el destacado sociólogo norteamericano, toda interacción humana puede ser vista como una suerte de representación teatral, en la que usamos diversas máscaras y tratamos de mantener diversa fachadas, ocultando toda aquella información que pondría en peligro el éxito de nuestra representación y le restaría credibilidad o verosimilitud. Como el buen actor de oficio, el actor social debe convencer a un auditorio de su actuación, debe realizar una actuación convincente, sin olvidar del todo que se trata solamente de eso, de una representación o de un papel. Sin esta capacidad de desdoblamiento entre la persona y los diversos roles que desempeña en la vida social, el funcionamiento de la sociedad sería imposible. Será un sociólogo francés, Baudrillard, quien denunciará la simulación y el simulacro como la materia prima de la que está hecha la vida moderna, en la medida en que los medios de comunicación se han convertido en la fuente privilegiada de información.
Es harto conocido que los buenos modales tienen gran dosis de hipocresía y desconfianza mutua. En ningún lugar se hace esto más evidente que en la diplomacia internacional, a tal punto que el “lenguaje diplomático” denota una suerte de hablar sin decir nada, de lenguaje cantinflérico, que nos protege de compromisos indeseables o de la exposición innecesaria ante los demás. No hay que olvidar que todo extranjero es un enemigo potencial, de allí la necesidad de manejarse con la mayor discreción posible.
Sin embargo, es en el plano del arte y de la literatura donde la mentira y el engaño han adquirido su mayor relevancia y conveniencia. Platón y Wilde coincidirían en que la imitación de la naturaleza y la vida es el certificado de defunción del verdadero Arte. La paradójica tesis de Wilde es que la naturaleza y la vida imitan al arte, la belleza entra en el mundo a través del Arte. Podemos reconocer la belleza de un atardecer porque podemos expresar los versos del poeta sobre la belleza del atardecer, porque, en definitiva, podemos reconocer formas bellas que el arte nos proporciona.
En suma, la mentira está estrechamente vinculada con la inteligencia y la creatividad, aunque solo sea porque la verdad es única y simple, mientras que la mentira es múltiple y compleja. Lo dicho hasta aquí no debe ocultarnos el hecho de que la verdad tiene una superioridad moral sobre la mentira, que la mentira puede y debe ser desenmascarada tantas veces como sea posible, que debemos conservar una actitud de sospecha ante aquellas mentiras que pasan peligrosamente como verdades. Hay un plano de la realidad en el que la recomendación de la mentira puede parecer particularmente inmoral y funesto: la vida política. Esto nos coloca de lleno en el campo de la mentira política y de la “noble mentira”, que analizaremos a continuación.

La “noble mentira” en Platón.
La idea de que la inteligencia está íntimamente ligada a la capacidad de engañar y de mentir deliberadamente aparece en múltiples tradiciones. La serpiente del paraíso que convence a Eva para que coma el fruto prohibido, el mito de Sísifo que engaña a la muerte o el de Prometeo que es capaz de robar el fuego sagrado, aunque en ninguno de estos relatos haya un final feliz. Platón analiza esta tradición en su Hipias Menor y reconoce mayor admiración por la astuta figura de Ulises que por la simple valentía de Aquiles. A menudo se requiere mayor coraje para mentir que para decir la verdad. También muchas veces es preferible, incluso necesario, mentir en lugar de decir la verdad. Podemos enumerar las siguientes, recogidas por Platón en La República y por el General Jenofonte en su Memorabilia: el engaño en el curso de la guerra, el sometimiento del enemigo y el robo de sus bienes, el engaño a la propia tropa para infundirle valor, el engaño al niño que no quiere tomarse su medicina o no devolver lo que le pertenece al amigo que ha perdido la razón pues puede perjudicarle. En última instancia es justo perjudicar al enemigo y beneficiar al amigo, aunque para ello debamos hacer uso deliberado del engaño y de la mentira. En las complejas situaciones del mundo real puede ocurrir que sea correcto hacer lo incorrecto, que sea justo hacer lo injusto y que decir la verdad sea injusto. En todo caso será nuestra recta intención la que nos libere de toda culpa o error.
Sin duda uno de los pasajes más controversiales de La República, y que ha dado pie a las más variadas interpretaciones, es aquel en el cual se recomienda que los gobernantes hagan uso de la “noble mentira”, y solo ellos, para conservar la unidad de la ciudad-estado, de la polis. Después de reconocer que la mentira solo puede ser útil a los hombres y no a los dioses, señala:
“Si a alguien le es lícito faltar a la verdad será únicamente a los que gobiernan la ciudad, autorizados para hacerlo con respecto a sus enemigos y sus conciudadanos. Nadie más podrá hacerlo. El que un particular engañase a los gobernantes lo consideraríamos como una falta mayor que la pueden cometer el enfermo que miente a su médico o el educando que no dice la verdad a su maestro en relación con el estado de su cuerpo, o incluso el que no manifiesta al piloto cómo se encuentra la nave y la tripulación, y tanto él mismo como sus compañeros de travesía”
(La República 389a)
La primera pregunta que surge es cómo se compagina esta tesis con el resto de la concepción del gobierno de la ciudad planeada por Platón. Como se sabe esta ciudad debía ser gobernada por el filósofo-rey, solo cuando coincidieran en una sola persona el filosofo y el gobernante se pondrían fin a los males que aquejan a la humanidad. Para algunos esta afirmación debe ser entendida como un reconocimiento de una imposibilidad, de la existencia misma de un gobierno orientado por una genuina bondad y sabiduría, y hay pasajes en los que señala que dicho gobierno solo es posible en un cielo de ideas perfectas, como una suerte de modelo divino que es imposible reproducir en el mundo humano. De hecho, convertir al filósofo en rey es la primera dificultad a la cual se enfrenta nuestro alado filósofo, hacer retornar voluntariamente al filósofo a la caverna sin ser despedazado por sus moradores y sin seguir el destino trágico de Sócrates. Cómo es posible hacer que se interese por el gobierno alguien que está más allá de las mezquindades y pequeñeces humanas, alguien que carece de ambición alguna de poder, de fama u honor, mucho menos de riqueza y de los placeres materiales asociados a ella, y que por todo ello es precisamente la persona más capacitada para gobernar. Cómo alguien que ama la contemplación de la verdad por encima de todo y por eso mismo odia la mentira y el engaño por encima de todas las cosas puede siquiera pensar en la posibilidad de mentir y engañar a otros. Cómo combinar en una sola persona el amor por la verdad y la conveniencia de la mentira. ¿No claudica acaso el filósofo de su más caro anhelo y deseo?
Es precisamente aquí donde se requiere el uso inicial de la noble mentira. Para poder convencerlo de gobernar debemos echar mano de los más finos recursos retóricos y sofísticos, esos mismos recursos que Platón criticaba en los sofistas, los poetas, los oradores y los demagogos, pero que el no duda en utilizar para favorecer sus propias ideas. Una solución insatisfactoria del problema sería la que resultaría de una suerte de cálculo racional que obligase al filósofo a gobernar, pues si no lo harían otro menos capacitados que él. Pero esto no basta, claro. Lo que se requiere es que el filósofo tenga un amor genuino por la ciudad. El genuino gobernante debe cumplir con la exigencia de que su conducta esté determinada en todo momento, y bajo cualquier circunstancia, a defender los intereses de la comunidad y en no hacer nada que esté en contra de esos intereses. En realidad sus intereses y los de la polis deben ser idénticos.
Para lograr este objetivo debemos prohibir todos aquellos relatos de los poetas que puedan sembrar en los individuos, especialmente los niños y los jóvenes, ideas políticamente incorrectas y que puedan sembrar el caos, como aquellos relatos de Homero en los cuales los dioses se compartan de manera lasciva y se querellan entre ellos mismos, utilizando todo tipo de artilugios. El problema con los poetas no está en que mientan, sino en que su mentira es innoble, es decir, no puede derivarse de ella ninguna virtud, ningún bien. Lo otro que hay que expulsar de la ciudad ideal son los poetas que hablan de los terribles castigos del Hades, pues ellos pueden minar el valor de la tropa e inculcar el temor a la muerte, por encima del temor a ser esclavos. En cambio, deben ser permitidos aquellos relatos, aquellas “nobles mentiras” que favorecen la armonía de la ciudad y hacen ver como naturales diferencias sociales o de clases que podrían ser una fuente potencial de conflicto. El “mito de los terrígenos”, el considerarse todos como hermanos de una sola familia sí debe recomendarse pues favorece en cambio el comunismo de la clase superior y el “mito de los metales” favorece a su vez una sociedad de clases, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, pues así lo han querido los dioses. Así las cosas, es al filósofo-rey, y solo a él, a quien le es permitido mentir, pues solo él puede hacer un buen uso de estas mentiras, para el resto de las personas la mentira debe ser castigada como uno de los peores crímenes contra la ciudad. De hecho, la ciudad platónica puede funcionar correctamente si la mayoría se mantiene al margen de los asuntos políticos.
Sin duda ha sido Popper quien ha hecho del concepto de “noble mentira”- “pseudos gennaios”- una de las claves para la comprensión del verdadero pensamiento político de Platón. Para él esta expresión traduce una visión idealizada del autor y debería traducirse más bien como “mentira señorial”, la cual conserva el sentido original sin la connotación a la cual está asociada la palabra “noble”. Es posiblemente exagerado considerar la “noble mentira” como una formula cínica y descarada de manipulación y propaganda, al más puro estilo göbbeliano, como lo hace Popper. Posiblemente, la intención que animaba a Platón para la recomendación de ciertos mitos estaba provista de las mejores intenciones y estaba orientada a mantener la salud de la ciudad. El problema es que la línea que separa la educación del simple adoctrinamiento, el convencer o persuadir del engañar o mentir, suele ser muy fina y a menudo difícil de diferenciar. Seguramente Platón tenía en mente el modelo del padre que engaña a su hijo para que se tome un remedio o una droga (“farmakon”) que debe ser administrada con cuidado y que en definitiva le va a mejorar su salud, aunque ello introduce, por decir lo menos, una visión claramente paternalista del Estado, en la que los ciudadanos son considerados siempre como menores de edad que no saben lo que les conviene realmente.


Maquiavelo intervenido. Anónimo


El papel de la mentira en la política moderna: de Maquiavelo a Strauss
El problema que plantea el uso de la mentira en política es precisamente este: esta herramienta no siempre está en las manos de los más sabios y bondadosos, sino de personas que solo defienden sus propios intereses políticos o económicos. Lo cual nos lleva al más puro estilo de la mentira política utilizada en la vida moderna.
No es de extrañar que haya sido el primer pensador político moderno, Nicolás Maquiavelo, el que haya recomendado la mentira política sin ningún tipo de reserva o escrúpulo moral, realizando así una clara separación entre la moral y la política, separación que sería impensable en Platón o Aristóteles. Aunque su motivación fuese comprensible y similar a la de Platón, mantener la unidad del Estado, la “virtú” de Maquiavelo tiene poco que ver con la virtud política de Platón y plantea un remedio en el que se combinen la fuerza del león y la astucia del zorro en dosis similares. Todos los recursos que sirvan para mantenerse en el poder son aceptables, incluso el asesinato. Actuar de buena fe en política es simplemente una estupidez y significa exponernos a aquellos que actúan de mala fe. Por lo demás, el engaño se justifica plenamente, pues siempre la mayoría está dispuesta a ser engañada, “quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”, en lo cual no deja de faltarle la razón. La mayor aliada de la mentira y el engaño es la credulidad, esa disposición natural a “tragarnos ruedas de molino”, como dice la expresión popular. De allí el poder alucinógeno y narcótico de toda ideología, la fascinación que ejercen determinadas creencias en el imaginario colectivo. Hasta un claro defensor del despotismo ilustrado y enemigo del maquiavelismo, Federico “El Grande”, el rey- filosofo, reconocía necesario mentir dada la simplicidad del pueblo y su precaria ilustración. 


Kant Ilustrado


En cambio, para el gran filósofo de la Ilustración alemana, Emanuel Kant, la norma de “no mentir” no podía tener ninguna excepción, ni siquiera por motivos de benevolencia, como el de querer salvar la vida de un amigo. Como toda norma moral, debe ser universalizable para poder convertirse en imperativo categórico, debe aplicarse siempre, sin tomar en cuenta circunstancias o consecuencias particulares. El punto más opuesto al de Kant es el de Nietzsche, para quien las personas no se interesan realmente en la verdad, sino solamente en las consecuencias de ella que les acarrean bienestar. Las verdades no son más que un puñado de metáforas, “son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”.

Pero quien en la actualidad ha estado más asociado al uso de la “noble mentira” ha sido un pensador de origen judeoalemán y emigrado a los EE.UU., donde adquiriese su ciudadanía, nos referimos a Leo Strauss. Para Strauss la crisis del pensamiento occidental obedece a la ola liberal que domina la sociedad moderna y a la falta de comprensión de los verdaderos resortes que mueven la vida política. Para tener una cabal comprensión de los verdaderos resortes del poder es necesario volver a la comprensión de lo político que tenían los antiguos. Para ello es necesario entender el verdadero pensamiento en clave de grandes pensadores como Platón o Aristóteles. Estos habían comprendido que la vida política está firmemente enraizada en la naturaleza humana y advirtieron las claras amenazas que se cernían en contra del orden social si este orden no estaba fundamentado en ella. Contrariamente, la mentalidad política moderna, con Hobbes y Locke a la cabeza, funda el orden social contra la naturaleza, y pretende crear un orden social artificial basado en la razón, en las demandas de mayor libertad e igualdad. Al perder esa base natural, el liberalismo ha tendido hacia una visión marcadamente secular del mundo y relativista de la vida, lo que en definitiva ha llevado a una suerte de nihilismo moral. Se requiere de una revolución moral del individuo y de la sociedad, de la recuperación de eso valores éticos inherentes a la polis.
Este retorno a los valores éticos de la Antigüedad debe entenderse como una impostura. Los antiguos sabían que estos valores eran un engaño, la justicia por ejemplo, pero un engaño necesario. Por ello es indispensable la labor subterránea del filósofo. En el fondo, el filósofo sabe que no hay certezas últimas y es capaz de enfrentar la verdad desnuda. Verdades como que no hay Dios, que el hombre o la humanidad carecen de importancia para la naturaleza, que el bien y el mal no existen o que la creencia en otra vida no pasa de ser una bonita fábula. El verdadero filósofo no necesita de esas mentiras consoladoras y puede soportar una alta dosis de verdad, pero la gran mayoría necesita que se le digan mentiras, “mentiras nobles” desde luego, para conferirle sentido y seguridad a sus vidas. Así el filósofo que no cree en mitos nacionales ni en la verdad de ninguna religión, debe hacer uso de esas “nobles mentiras” para mantener la unidad del rebaño y para poder ser conducidos dócilmente por una élite dominante. Hay que mantener el mito de la democracia vivo, porque al pueblo no puede decírsele la verdad: que toda relación humana es una relación de subordinación, una relación de amos y esclavos, de sabios gobernantes y de vulgo ignorante.


Alexandre Kojeve


Strauss compartía con Kojève que la realización de las ideas liberales llevaría eventualmente al fin del hombre, a la pérdida de la verdadera naturaleza del hombre, a un tipo de sociedad puramente hedonista, en fin, a la animalización del hombre. Contrariamente a él, y a su discípulo, Fukuyama, pensaba que ese fin estaba bastante lejos y desconfiaba por igual de toda forma de sociedad global o de gobierno global. Pero para evitar el advenimiento del último hombre es indispensable mantener viva la diferenciación natural entre amigos y enemigos, entre bien y mal, diferenciación que estaba en la base de su antiguo mentor, Carl Schmidt. Solo mediante la expectativa de una amenaza permanente, de la presencia permanente del temor a la muerte, puede vencer el hombre su naturaleza indolente o perezosa, su natural inclinación a la comodidad o al relajamiento moral que ha estimulado el liberalismo moderno. El nacionalismo y la religión son los mecanismos más poderosos para mantener esta amenaza de modo permanente.
Si para Popper el engaño y la manipulación de las masas es un elemento inseparable de un sistema totalitario o de una sociedad cerrada, para Strauss ellos son indispensables también en los regímenes democráticos modernos o sociedades abiertas, pues son utilizados para moldear a la “opinión publica”. Hannah Arendt llegará a una conclusión similar.


Allan Bloom


No es extraño entonces que hoy en día se haya visto a Leo Strauss, aunque haya muerto en 1972, como uno de los pensadores más influyentes en la renovación del pensamiento conservador en los EEUU., lo que se conoce como neo-conservadurismo o también leoconservadurismo. Es indudable que muchos de los intelectuales republicanos que han ejercido importantes funciones en la administración republicana de Reagan y de los Bush, han sido alumnos de Leo Strauss o han sido alumnos de Allan Bloom, un influyente alumno de él. Muchos de los que estuvieron involucrados en la invasión de Iraq reconocen explícitamente su influencia y el haberse visto en la necesidad de mentir, de inventar la existencia de armas de destrucción masiva, para que la opinión pública apoyase la invasión. Se ha llegado a afirmar que los ataques del 11 de Septiembre fueron realizados con el consentimiento del gobierno de los EEUU, para así poder mantener su dominio global en el mundo y apoderase de los recursos naturales de las naciones comprometidas, según el gobierno americano, en acciones terroristas.
Es posible que la interpretación poppereana de Platón como un protofascista sea tan forzada como la interpretación de Strauss como ideólogo de los desmanes del ala ultraconservadora de Washington y de los halcones del Pentágono. En todo caso, nos gustaría imaginar que de vivir hoy en día Platón hubiese sido posiblemente mucho más cauto a la hora de recomendar el uso de la “noble mentira”, al presenciar el uso tan innoble que con tanta facilidad puede hacerse de ella. Y que posiblemente Strauss también.


"Todos Mienten": Dr. House