miércoles, 1 de junio de 2011

Huellas y Difracción (Sobre la obra de Andy Warhol)


René Scherer

(traducción libre de David De los Reyes)


Skulls (Cráneos), serie de Andy Warhol


Cuando, joven liceísta, leí por primera vez los versos de Baudelaire: “El viejo París se muere/ Va muy rápido/ He ahí el corazón de un mortal”, los modificaba. Sustituía el “muy rápido” por “muy lento”: “va muy lento/ He ahí el corazón…”. El corazón del niño, sabemos, late rápido, versátil; su carácter, la apariencia de su mismo cuerpo, se modifica día a día. Memoria olvidadiza de la infancia; ante su mirada la ciudad permanece eterna. Sobre todo de una pequeña ciudad como la mía, Tulle, quieta e inmutable, impermeable a la modernidad, en los años de antes de la guerra.

Pero hoy día ¿cuántas premoniciones no revelan las palabras de Baudelaire ante una actualidad de destrucciones galopantes y deslizantes; ellas profetizan las lamentables catástrofes pasadas y futuras? Y, cuando la parte reaccionaria de la clase política no tiene sino en su espíritu y en sus labios sino las ideas de progreso, cambios, innovaciones, las intenciones realmente auténticamente revolucionarias no pueden sostenerse sino sobre la preservación de eso que muere; sobre los valores tirados a la basura, sacrificados por el curso de los eventos políticos y bursátiles. “El verdadero revolucionario es reaccionario”, decía, hace más de cincuenta años, Paolo Pasolini. Palabras anticipadoras también. Abonado el camino de un progreso real por la búsqueda de una realidad; realidad con la que se buscó, en primer lugar, de obtener la orientación, el sentido. Tratemos, ante todo, ahora de saber identificar cómo se obtiene el arte de expresarla.

Expresar, escribir lo real, proceder a la tarea de saber lo que da un sentido y, sobre ello, la obra completa de Pasolini, nos da un ejemplo. Otros artistas contemporáneos han trabajado sobre nuestros estancamientos de hoy, dándole un sentido rejuvenecedor. También, tomando el pretexto de una exposición, consagré, en torno a una reflexión sobre la obra de Andy Warhol, las consideraciones que siguen.

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De la serie Skulls, de Andy Warhol


De la obra de Andy Warhol emana una melancolía profunda. Ella toma su mirada inquieta, triste, desilusionada, como la que su contemporáneo William Burroghs ponía sobre las cosas. Esa melancolía colorea las series de sus retratos “del gran mundo”, título bajo el cual tuvo lugar su exposición de 2009 en el Gran Palais de París. Ella se alegoriza en la presencia repetitiva de cráneos (“skulls”) que puntualizaban una sucesión. Vanitas vanitatum. La pintura familiar de afirmaciones provocantes, para la cual todo es hacer dinero, nunca había rechazado como degradante la comercialización del arte, con los millares y centenas de millares de dólares que de ese negocio drena y representa; condición que por voluntad propia, aparentemente, adoptó por divisa la proposición iconoclasta de Hobbes: “el valor del hombre (en pintura; R.Sch.), es su precio”, pareciera, que pertenecieran al siglo de la Contrarreforma, siglo de una tensión extrema entre los recursos mundanos y las aspiraciones del alma; ello revela la era barroca. Su melancolía no tiene nada que pueda asombrar. Pero a condición que se detecte no una pulsión depresiva sino el impulso de un espíritu creador.

Pasolini, en Venecia, al final de la presentación de su film Salo (al que Warhol, equivocado por un homónimo oral –salaud- toma por “bastardo”), vemos, en las sucesivas vistas de la mayoría de los rostros, presentados en plano frontal, entre contornos y colores intencionalmente simplificados, una réplica de los íconos bizantinos. Analogía reforzada, para algunos, por el polvo de diamante en lugar de la hoja de oro del fondo; allí donde la acumulación del dinero profano emblematiza el esplendor divino; donde los poderes de la finanza sustituyen a la fuerza sagrada.

Una común auralidad de la obra es sensible, de una parte y de otra. El viaje sobre el pasado inmemorial, aquí dibuja su fuerza en la acumulación financiera. Ambos nos hacen huir, lo sagrado y lo financiero, del mundo real. Producen el efecto de desrealización, en esa misma mirada fija y vacía, posada sobre el mundo ausente.

Se hace evidente en la obra de Warhol que realiza una réplica magnífica de la imagen del televisor, la explotación sistemática de la apropiación entre “muro blanco y agujero negro”, aquello que Guattari y Deleuze definieron, hablando sobre la mirada, de un abismo, de una subjetividad sin fondo, sobre un fondo de carne donde el elemento emocional y la abstracción conceptual se mezclan y se confunden. Solamente, a “la mirada, qué horror!” de unos, corresponde, en la condición de los otros, la producción de una admiración, de una petrificación estática. Pero, ¿no expresan ambos la misma cosa? ¿La misma supremacía sobre los cuerpos en su totalidad viviente, el mismo derecho del elemento superior y dominador de caras en un mundo domesticado por los poderes ilusorios del intelecto gobernante?


“Vemos más por el intelecto que por los ojos”, escribió Paul Valéry. La obra de Warhol también, la abstracción sustituye al sentido. Pero la paradoja es que esta suerte de visión artificial, resultado doblemente del trabajo de una máquina y de la operación mental que surge de la percepción de una serie es, de hecho, profundamente sensual. Ella no es sino eso, en la pureza, la ingenuidad simple de sus tonos de colores tomados de las cajas de bombones o de los colores infantiles. Ingenuidad de una mirada infantil. Ese gran mundo representado para saltar directamente a los ojos deslumbrados del lector de Vogue o de Match, que sale al encuentro de la pantalla de la televisión donde en principio está inscrito. Ese es nuestro mundo familiar, sin aura, como lo decía Walter Benjamin y que, bruscamente, se reencanta. Grandeza de Warhol.

Hace unos veinte años tuve que ser jurado de una tesis tutoreada y construida bajo la dirección de Elodie Vitale. La tesista confrontaba en ella a Marcel Duchamp y Andy Warhol, oponiendo la autenticidad creativa del primero a la repetición mercantil del segundo. Se le objetó, justamente, la idea de proponer tal jerarquía, con la selección de obras advirtiendo que era un falso problema y particularmente mal visto. Warhol tiene, sin duda, un punto claro de vista que reivindica el aspecto comercial de la obra de arte, especuló con ello, pero en tanto que participa en el conjunto de un mundo donde el valor del dinero es determinante, donde el dinero ha terminado por concentrar en él todo valor.

Warhol adoptó completamente esa postura. Pero al mismo tiempo que la aparta, la coloca a distancia de la melancolía. Uniéndola en un mismo acto misantrópico e irónico. Esta ironía del romántico que puede también temperar esos aspectos mordaces, muy góticos por la más grande generosidad de un humor regenerador. Como lo encontramos en Jean Paul o en Charles Fourier. El humor es la ironía desplazada, descentrada. Su pivote no es más el yo afirmado en una insoportable trascendencia. Es la multiplicidad del árbol pasional. Su expansión, su difusión.

Otra palabra me viene entonces al espíritu. La de difracción. De la luz difractada. Ella es, lo sabemos, el espectro coloreado que aparece en los bordes de una pantalla negra o de aquella que a través de un hueco es captado, y deja pasar un rayo que, por un efecto prismático, se dispersa tomando todos los colores del arco iris.

Charles Fourier ha referido muchas veces esa propiedad de la luz. Señala así, por otra parte, que entre la reflexión y de la refracción hay una emblemática, una alegoría de pasiones que, en sus combinaciones y sus impulsos, constituyen una única brújula, una única guía, impregnada de una verdad inaccesible de otra forma de civilización que, gracias al conjugarse, dispersan su luz en el seno de ese mundo algo falso que en su conjunto, pueden ser las instituciones y sus efectos. “El orden subversivo” civilizado es, ciertamente, el agente principal, el responsable de la disimulación de todo libre cumplimiento pasional, pero al mismo tiempo se percibe la expresión de la pasión con la verdad que trae, a título de luz difractada.

Las pasiones dejan su impronta sobre el mundo. Se difractan en un polvo de imperceptibles elementos. Vuelven al análisis, al pensador, al profeta, al inventor y al anunciador de la armonía, de liberar sus ingredientes luminosos de la matriz del barro que los oculta; de hacerlos brillar, de reagruparlos, de establecer las series en las cuales solo ellos revelan su intensidad y su intención infinita.

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La Cena de Cristo, serie de Andy Wahrol


Series de Fourier, series de Warhol. Son, unas y otras, la manifestación de propiedades guardadas de la producción en serie que domina el universo mercantil, en la fuente del crecimiento sin precedentes de la producción industrial. Pero al mismo tiempo que son expresión de ello, devienen y se comprenden como su desvío, su señuelo, su ironía.

Las ciento doce caras incandescentes y melancólicas de la Cena de Cristo difractan sobre ese mundo comercial los ingredientes de verdad que contienen la inventiva del arte, su utopía.

Las series de Warhol hablan de la vanidad del gran mundo de la finanza, del espectáculo y, simultáneamente, a través de su implementación, por medio de él, en la distinción que practican, un nuevo mundo posible. La “promesa de la felicidad”, como decía Stendhal, en que la acumulación de esas riquezas a la vez materiales y espirituales, espectaculares, contienen una fuerza.

En la línea de inspiración y de creatividad de Fourier, paralelamente a eso que hacía el sociólogo Guy Debord, su contemporáneo, pero a la inversa a él, Warhol ha pensado, visto así, a la sociedad actual como una “sociedad del espectáculo”; nunca creyó barrer al mundo del espectáculo, de tumbarlo o hacerlo desaparecer, para acceder a algo que pudiera llamarse como “mundo verdadero”. Es en ese mundo, gracias a él y en su propio seno, que la verdad pasional (esa expresión está justificada), debe ser descubierta: paso a paso, serie por serie. Barrer no significa más, entonces, tirar o expulsar, sino coleccionar, reagrupar; construcción de ensambles luminosos. La pintura, el inventor que se le calificara de “serial” (de la misma forma que a la música se la ha calificado de serial), es un calculador, un descubridor, un vidente. Sus obras son unos descubrimientos de luminosidad.

Ellas no se contentan de pisotear el espectáculo o, a la manera de Duchamp, de abrir la puerta de un gigantesco e indefinido cuestionar al arte por la presentación de cualquier objeto. Juegan con él, en juegos de superficies, por la adopción misma de sus puros reflejos, de su brillo prismático, atracción y adorno de infancia.

Si Duchamp, quien da una vuelta decisiva al arte contemporáneo, permanece como el modificador, el “transformador”, al decir de Jean-Francois Lyotard, del campo (du champ) que ama explayar y que, a la vez, niega todo, en un atormentar sin fin; si Duchamp, en definitiva, es un transformador inquietante del mirar estético que atrapa sin cesar la imagen y bordea ante el abismo de la nada (de casi nada o de no importa qué), Warhol se agarra a la apariencia simple de la imagen, del dibujo, hasta liberarlo del elemento impalpable respecto de lo que contiene de exclusivamente seductor. Lo identifica en la sola seducción; la confía en las manos de cualquiera. La vuelve manipulable por todos. Arte infinitamente popular. Pop art: esa etiqueta a la cual Warhol desafió, que se le adjudico, sin embargo, en muchos sentidos, es más bien un barroco o igualmente un místico que un artista “pop”.

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Andy Warhol


Walter Benjamin escribió que la modernidad comenzaba con el “shock”, la posibilidad de manipular la imagen; con el desprendimiento en la obra de arte de su contexto cultual en principio, luego de su autonomía misma, en que no le es permitida nunca más de rodearse de un aureola cualquiera, de poseer aún un aura inherente a su unicidad. Hecha en serie, reivindica esa propiedad serial como su proceder, el proceso mismo de una transformación de cualquier cosa en arte.

Entonces, en el crisol de su alquimia específica, la imagen o, para decirlo mejor, lo específico de la imagen privada de todo apoyo de una referencia a lo real, la imagen, diría la fenomenología, en la pureza de su “noúmeno”, en “lo incorpóreo” que le caracteriza, transmuta y se auretisa de nuevo, remontándose hasta los misterios sagrados de su propio nacimiento; reencontrando las propiedades secretas de antes de su construcción en imagen de arte.

Se auretisa, quiere decir, aquí, que se sacraliza; que pasa por encima –o por debajo- de la “etapa estética”, para hablar como Kierkegaard. Ella deviene imagen sagrada, sacralización de este mundo-aquí, con sus banqueros riquísimos, sus héroes y sus estrellas. Héroes, estrellas, millonarios, fantasmas sagrados a los cuales, en su humor melancólico y sonriente a la vez, que ella aconseja no creer. Es la sonrisa melancólica de un mundo sin fe; una sacralización aurática respondiendo a la des-realización mortal engendrada por la invasión de la industria y del Capital. Respuesta de una subterránea y obsesiva resistencia a toda dominación y opresión.

Eso es lo que ahí veo, detectando no una adhesión sino una contestación, una resistencia. Una resistencia mediante la burla, no por enfrentamiento y rechazo explícito. Más que una mordaz ironía, o de una mirada fría y superior de la razón, se trata de jugar con el mundo, de componer con él, por medio de una divertida complicidad, por humor.

                                              

Grandeza de Warhol: síntesis, ruta, punto de vista, exploración del mundo y, sin duda, no únicamente el “grande” de los snobs como lo ha caracterizado la exposición del Grand Palais (2009-Paris).

Mundo breve, en su simplicidad popular; quizás y sobretodo, igualmente nuestro. En el que Pasolini veía un bizantinismo resucitado en sus rostros unidos y reposados, esas miradas cruzadas de infinito puestas sobre aquél que las contempla; mejorado por el brillo de las lentejuelas propias a favor del delirio; en hacerlas compartir imaginariamente la grandeza de las ilusiones creadas.

Visión bizantina y sin duda, barroca a la vez. Eso que, en Pasolini, por otra parte, no se excluye sino que alienta, en que esa disyunción inclusiva marca también a su propia obra, de la reposada paz y del tormento, de la inquieta torsión de las posturas. La multiplicación mesurada, pero mirando a la desmesura, corresponde en esa inquietud, iniciando una huida desesperada.

La pérdida y la ausencia donde atraviesa la pequeña brillantez de la chispa salvadora, mesiánica sobre un mundo benjamiano, gracias al humor o la divertida burla. Burla a favor del cristal frágil del mundo, en la onda versátil “que siempre algún viento impide calmar”. Vanidad que un cráneo, que la serie de los cráneos multicolores, emblematiza.

La grandeza aquí está en resumir el declive de un mundo en vísperas de finalizar, precursor de tiempos de despertar, de comienzos. Proximidad bien conocida desde Hörderlin, retomado por Heiddeger, del “más grande peligro” y del “eso que salva”.

                                   

Tal escenografía –porque se trata del desenlace de un drama que la inmovilidad hierática de las miradas se contenta presentar- puede atraer tanto las burlas como también la simpatía. Es incontestable, por tanto, que, de una manera o de otra, ella presida, en el umbral del fin, a una apertura a un nuevo mundo. A la manera de los Beatles, de los Rolling Stones (efectivamente representados), o, en otro estilo gráfico y más precisamente “real” con la gran tradición plástica, de Francis Bacon.

La incomparable ausencia entre el contacto con el resplandor; de ello brota esas líneas estelares que Deleuze ha calificado “de fuga” para preparar las luchas, canalizar las fuerzas. Paralelamente en un postmodernismo pretencioso, pero también al desvío de su eclecticismo nihilista que se contenta con aludir al pasado sin activar la fuerza combativa. Una línea revolucionaria hundida en el arcaísmo; una alianza entre lo arcaico y la revolución, así es como lo quería Pasolini; la “reacción” revolucionaria indisociable de toda afirmación actual.

Porque ello anima el potencial o la virtualidad de huellas, de trazos, de rastros que muerden sobre el presente, desgarrando el espacio cerrado, recorrido en un sobrevuelo trans-espacial. El gran momento creador de lo moderno: aquello que se forja en la huella, solo la huella suficiente, como escribió Peguy refiriéndose a Víctor Hugo. La huella frustra las trampas del falso progresismo de los poderes: esa última tendencia en “siempre más mercado, competencia, crecimiento”, de inserción en las ilusiones mortales del desarrollo y del consumismo a todo precio, de la comercialización, de la financiación de economías vitales.

“Solo la huella suficiente, solo la suficiente distancia¸ decía Péguy de Victor Hugo, hombre del siglo. La distancia permite a la huella de no inmovilizarse en el trazo simple del pasado. Es, -para emplear aún una expresión de Fourier-, una huella compuesta. Es decir, llevada a una más alta fuerza, recibiendo, como un sillón, un desplazamiento de un flujo que lo lleva adelante. La composición favorece el impulso. Cuando una civilización sólo comprende lo simple, no razona sino con ello; la creación pertenece al pensamiento en movimiento, al movimiento del pensamiento de saber “componer”. De animar esa pasión “compuesta”, donde las propiedades son aún desconocidas, que se agarra de los destellos de la difracción, las intensifica y la propulsa. Que favorece a los flujos o, en otros términos, los deseos.

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Retratos Célebres, Marilyn por Andy Warhol


La continuidad reactiva de crecimiento no opera sino en la contradicción; exige el agotamiento, la canalización de deseos y de pasiones. La “reacción”, al contrario, de cual “nosotros” hablamos, es una afirmación, una acción. Emerge de una huella cargada de toda su fuerza; ella es indisociable del distanciamiento que da el impulso; del sobrevuelo, de la trans-espacialidad confundida con el espacio de una creatividad liberadora.

Nadie mejor que Raymond Ruyer ha podido profundamente definir, nombrar, tal sobrevuelo, una tal trans-espacialidad que es un componente de lo real, cuando no ha sido reducido a una simple actualidad. Aclara el potencial de su matriz de contradicciones, hace retirar el entrecruzamiento de los trazos de los flujos, propulsándolos. Eso que veo en las sociedades, ha escrito Deleuze, respecto a una confrontación con la tesis de Michel Foucault, es que “fluye por todas partes”. Las líneas de huida se dibujan en la desviación, “la desviación absoluta” de Fourier, gracias al sobrevuelo, el sobrevuelo y la trans-espacialidad de Ruyer. Esos nombres son puntos importantes en el trazo del diagrama de la acción revolucionaria, del pensamiento inventivo. Pasolini, Warhol, vienen a completarlo e ilustrarlo.

Esa distancia o distanciamiento eficaz es sensibilizada en Warhol por la multiplicación de la mirada de La Cena de Cristo o también por el trazo que transforma en purificación gráfica la Madonna de Rafael. Visible desviación de un espacio aéreo, a las virtudes liberadoras, como lo es, en la torsión de un espacio convulsionado, la recuperación expresionista de Francis Bacon, de la efigie del papa León X o aquella de la Esfinge o del Edipo de Ingres.

La huella vehicula la difracción utópica. Replica a la resignación nihilista, de una confianza, de una fe en el mundo. Responde alegremente a los problemas insolubles de un mundo embrutecido…

24 de marzo del 2009



Dibujo de René Scherer en homenaje a  la serie 
de "Cráneos" de Warhol



El discurso del sexo o el ojo de Foucault


David De los Reyes


Freud está muerto, Max Sauco, 2010


Foucault ha sido uno de los autores de la filosofía francesa contemporánea  que ha despertado  interés, pasión, rechazo y asombro  por sus oportunas e inoportunas obras, las cuales tienen inscritas  todas el clavo de la polémica; obras que  colocan en  la sala  clínica del pensamiento los mecanismos que, desde el  lenguaje hasta los resquicios del cuerpo,   se han desarrollado en la modernidad occidental  para aflorar el control invisible, pero sentido, de los individuos.
Su Historia de la sexualidad   surge a finales de la década de los  años 70, presentando  una división  en tres partes.  El primero libro se ubica en la Voluntad de saber, el segundo en Los usos de los placeres y el tercero  sobre La Inquietud de sí.  El objetivo de  su investigación  se  centra en mostrar cómo los dispositivos del poder se articulan  directamente en el cuerpo (Foucault, 1977: 184). Se trata de examinar en sus funcionamientos y determinaciones  el régimen de las técnicas del poder-saber-placer, triada presente en todo discurso acerca de la sexualidad humana. Nos muestra,  en relación al saber, si el sexo dice sí o no  a las prohibiciones o a las autorizaciones, si se le da importancia en los pliegues de la subjetividad y en los espacios sociales, si se castigan a determinadas palabras que lo designan; se trata de saber quién habla de él (del sexo, claro está), cómo y qué hablan, cuáles son las instituciones que lo designan, almacenan o difunden. Cuáles son los canales  por los que el poder impone conductas  hasta en las más tenues  situaciones individuales. En definitiva, se trata de presentar  las técnicas polimórficas del poder. En ver cómo las producciones discursivas del saber proporcionan  y conducen a formular una verdad del sexo, que bien pueden ser mentiras que buscan formas de ocultar, aislar aprehender una voluntad de saber que sirve al mismo tiempo de soporte e instrumento (ídem:19). Su interés de la sexualidad en la edad clásica y moderna  busca presentar  su comportamiento desde una triple  instancia: a.-  producción discursiva: que  sabe manejar los silencios; b.- producción de poder: cuya función es de  prohibir a veces; c.- producción del saber que implementa circular errores o ignorancias sistemáticos (ídem:20).
Desde la aparición del siglo XVII, acelerándolo en el s. XVIII  a nuestros días, los discursos modernos sobre la sexualidad han sido inscritos en lo que llama scientia sexuales; en ellos, más que reprimir,  se ha incitado desde todos los ámbitos una puesta en discurso del sexo; no ha habido restricción  respecto a la elaboración u ocultamiento de los relatos discursivos en torno a la sexualidad, más bien  afirma que  nos encontramos con un mecanismo de incitación creciente y permanente, estableciendo una diseminación e implantación de sexualidades polimorfas pero  con una voluntad de saber que se extiende  no para detener el tabú sino para encarnizarlo gracias a la constitución de una ciencia de la sexualidad (ídem).  Por ello pone en duda la llamada hipótesis represiva, la cual aparece  como la condición insistente desde ese siglo, el XVII: edad de la represión, propia de las sociedades burguesas, de la que, aparentemente, no se está aún liberado y sí presentes en individuos; mecanismos que son formas de relación y aceptación, reglas de decencia e indecencia, infiltradas en las palabras y reconocimiento social.  Junto a esta policía de los enunciados se adjunta un control: espacio y lenguaje van juntos, la aparición de la sexualidad  está reducida y es estricta: se tiene en cuenta cuando no se puede hablar de sexo: surgen regiones de discreción: entre aquellas encontramos las que se dan entre padres e hijos o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Todo ello, según Foucault., indujo a una proliferación de discursos ilícitos,  del habla indecente, de infracción, donde con descaro se nombra  al sexo en forma de insulto  o irrisión de los nuevos pudores. Ello propaga dos modos de  enfrentarlo: por un lado  hay una incitación institucional  a hablar de sexo en aumento; por otra, obstinación  de las instituciones de poder  en oír  hablar de sexo y hacerlo hablar hasta el detalle inmaculado e infinitamente articulado (ídem:26). Es como se prodigará gracias a la atención prestada por la religión cristiana, donde la evolución de la pastoral católica no deja de  alentar tales habladurías  de incitación al pecado. Los manuales de confesión hasta proporcionarán un buen número de modos de preguntar al confesante; preferible de hacer preguntas indirectas y vagas al comienzo de la confesión (más aún si se está ante la voz núbil de un niño). La cosa se pone buena.  Pues  se quiere saber y legislar sobre, por ejemplo, la posición respectiva de los amantes,  las actitudes, los gestos, tipo de caricias, momento del clímax: se trata de realizar, por el discurso, todo un recorrido lingüístico del placer carnal. A todas estas se pide, cada vez más, discreción.

Pan Kartawsky, Max Sauco, 2010

Foucault, que ha indagado en esto de la confesión de la pastoral católica, advierte que la confesión de la carne no deja de crecer más y más, imponiendo reglas meticulosas de examen de sí mismo. Ello proporcionará  su control a través de la técnica de castigo proverbial del cristianismo: la penitencia, venimos al mundo para sufrir, es el legado primordial de la salvación del alma, según esta curia santificada. Se hará  toda una prescriptiva de la penitencia  a todas las insinuaciones de la carne: desde los pensamientos íntimos, a los deseos, imaginaciones voluptuosas, delectaciones pues son vistas así no sólo como sensibilidad e insinuación de la carne sino que ello siempre irá acompañado de movimientos  en la misma alma; alma y cuerpo son pecadores, y más cuando el cuerpo ha incitado al alma y esta no ha tomado  medidas  ante el desbordamiento del placer sexual. Todo esto entra en el juego de la confesión y de la dirección eclesiástica. Para la nueva pastoral el sexo ya no debe ser nombrado sin prudencia, sin embargo  sus correlaciones, sus  fintas ramificadas por distintas vías, sean a través de la ensoñación,  o de una imagen expulsada de a poco o una mal cura de la complicidad conjurada entre la mecánica del cuerpo y la plenitud del espíritu hedonista: todo tendrá que ser repetido, recordado, dicho a través del discurso confesional ante  la oculta  claridad en el momento del paseo de purificación por el confesionario. Las palabras del mismo Foucault son importantes:
“Un discurso obligado y atento, pues, seguir en todos sus desvíos la línea de unión del cuerpo y del alma: bajo la superficie de los pecados, saca a la luz la nervadura ininterrumpida de la carne. Bajo el manto de un lenguaje  depurado de manera que el sexo ya no pueda ser nombrado directamente, ese mismo sexo es tomado a su cargo (y acosado) por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro” (ídem:28).
Con ello se logra el inicio  de la modernidad coactiva occidental de la carne. Y esto no es referido sólo al practicante cristiano de la obligación de confesar las infracciones de las leyes del sexo sino de la tarea, perpetua,  de hablar de ello, de decirse a sí mismo y a cualquier otro (amante, amigo, hermano, etc.), las metáforas del sexo vivido o fantaseado; se impone  hablar frecuentemente de los juegos de los placeres, de las sensaciones, de los innumerables pensamientos ceñidos a esta tremulación de la carne y del espíritu, en cómo puede, uno y otro, ser tan afines en ello. Es lo que ya hemos referido antes con lo llamado por la puesta en discurso del sexo, la cual se fue formando desde hace mucho tiempo a través de la tradición monástica y ascética. En los monasterios fue donde se comenzó esta práctica tan mundana y presente de convertir los movimientos del placer sexual en una permanente habla constante; sexo-palabra más que sexo carnal.  El sexo   en tanto deseo y práctica  dentro del ideal cristiano de la ley divina  se plantea como mecanismo de la creación para la reproducción del hombre y cuando se aspira a convertirlo en deseo y en placer se impone el imperativo   de no solo de confesar los actos contrarios a la ley, sino intentar de convertir  el deseo, todo el deseo, en discurso[i] (ídem: 29). Toda palabra alusiva, como deseo, debe ser neutralizada. Se trata de establecer un discurso político y sexualmente correcto. Se prohíben determinados vocablos, verbos, se busca una decencia en las expresiones. Ello con formar un discurso, junto a su práctica, moralmente aceptable y técnicamente útil: dividida entre la censura y la sexualidad salvadora permitida por el matrimonio cristiano  en la búsqueda de la producción de más fieles a la institución de la redención (total, pudiéramos añadir).


El cumpleaños es un día triste, Max Sauco, 2010


Es de esta forma que hasta los mecanismos de la confesión se posarán  no sólo en la pastoral católica sino en la literatura sea la que sea, y más aún en la escandalosa, como de Sade o la del anónimo de My secret life. En el siglo XVIII   toda práctica, por extraña o anómala que parezca,  deberán ser confesadas  hasta en sus mínimos detalles, hábito que se había instaurado en el corazón  y el alma del hombre moderno desde dos siglos antes (ídem:31). Junto a la buena discreción y pudor que alcanzará la etiquete victoriana se muestra, de un modo casi ingenuo (caso del autor inglés de My secret life), un calidoscópico hablar del sexo. Puritanismo no es  sino una manera refinada de complacerse en poner una puesta en discurso del sexo; es una manera de hablar de ello moralmente aceptado y lo prohibido normativamente dicho.
Los discursos escandalosos  tendrán el fin de comunicar y aumentar en sus lectores las sensaciones que experimenta el autor gracias a la descripción en detalle  de lo dicho de ellas. Es el caso de Sade y su uso reiterativo de vocablos (para su placer, por ejemplo), como la repetición, prolongación   y estímulo  en la redacción y la relectura. Sade aparece gracias a la puesta en discurso del sexo surgido por las técnicas de confesión de la pastoral  cristiana. Toda represión tiene su origen en una normativa del deseo, visto como contra natura.
Como hace notar nuestro autor, el hombre occidental  se ha visto  desde hace tres siglos apegado al  santo oficio de decirlo todo sobre su sexo. Se disfruta más por su composición literaria que su puesta en vivencia a tiempo real. Todo ello hizo que aumentara una atracción y una atención por la construcción de discursos sobre sexo.  Vivimos en una cultura que la sexualidad es más discurso que una cultura vital; en el siglo XVIII los hombres leían imágenes literarias escandalosas donde los detalles se hacían reiterativos y explícitos para inflamar la imaginación del lector; hoy toda una industria sexual se encarga de tomar esa herencia occidental, convirtiendo la sexualidad en una distracción mediática casi personalizada por los  gustos y las formas. Una industria que mueve 57 mil millones de dólares; no tienen idea que sus orígenes se encuentra en las técnicas de control sexual y en la apertura a establecer la satisfacción del deseo más como discurso que como pulsión orgánica placentera. Se ve más sexo que el que se hace. La confesión pastoral y el video porno tienen  un vínculo común: la ley de la prohibición, que hace tan apetitoso el asunto. Es por ello que Foucault se hace una pregunta pertinente: ¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y de surtir efecto en la economía misma (ídem:32).

Figa, Max Sauco, 2010

La espiritualidad cristiana está ligada a la economía de los placeres individuales. Y no busca una mejor práctica espiritual sexual sino  de construir mecanismos (internos y externos) de poder que están centrados  sobre la funcionalidad del discurso  sobre el sexo. De esta manera se vehicula a que en la modernidad temprana del s. XVIII  aparezca toda una incitación política, económica y técnica  que incitará a hablar de sexo. Ya no se buscará la confesión parroquial sino que se instaurará un discurso que pretende tener la condición de establecerse  no sólo en lo jurídico universal sobre ello, sino que querrá imponerse como ley universal científica a partir del análisis, contabilidad, clasificación y especificación gracias al método científico cuantitativo o causal. Se  desmistifica la moral del credo pastoral  para retomarlo ahora con la confesión racionalista  tomada por el científico. Pero la medicina y sus practicantes, buenos moralistas acépticos de eso, no dejaran de  presentar los hechos sexuales estudiados de cierta condición de vergüenza y repugnancia presentes en la mirada de los observadores especializados de bata blanca. Sin embargo lo esencial no está en tales escrúpulos, o en negar a cierta moral aceptada que traicionan, sino en reconocer la necesidad de superarlos. Lo cual los lleva a perpetuar la inclinación generalizada de tener que hablar de sexo, pero hablarlo ahora públicamente mediante la asepsia del lenguaje médico; ello independiente que se  relate lo lícito o ilícito: se debe de hablar como de algo que no se tiene, simplemente, y no a condenar o tolerar, sino a dirigir, a insertar en sistemas de utilidad, regular para el mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo uso. El sexo no es cosa que sólo se juzgue,  es cosa que se administra (sur. nuest.) (ídem:34).  Con ello  pasa a ser un    elemento de participación del poder público; podrá solicitarse  procedimientos  de gestión, presentar cargos gracias a los discursos analíticos. El sexo se convierte en un eslabón del poder judicial gracias al dictamen depurador de los polimorfismos sexuales. No se busca la represión  desordenada sino la mejora mediante  el orden de las fuerzas colectivas e individuales. Se llega a desarrollar una policía del sexo con el rigor no de una prohibición a establecer sino de una necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos (ídem: 34).  Se continua dentro de la  tradición occidental de la confesión: todo debe ser dicho, y no menos todo lo que está relacionado con el sexo, ante el cual se postrarán de forma exhaustiva según dispositivos discursivos. No se confiesa ni se castiga, sólo deberá someterse el caso al orden,  en llevar a retomar su buen uso a todo aquel que pretenda darle otro uso al arraigado en la tradición discursiva. Sexo como discurso coactivo y reformador: confidencia sutil o interrogatorio autoritario, refinado o rústico, el sexo debe ser dicho (ídem: 43). Ello ha llevado que la sociedad occidental, en tan poco tiempo y  en su conjunto, haya acumulado como ninguna otra toda una multiplicidad discursiva  sobre el sexo: pareciera, respecto al sexo, que nunca se tiene suficiente: si se habla tanto es por lo que tanto se carece; por tanta carencia y conocimiento de si sobre la sexualidad vendremos a ser, respecto a otras, quizás la sociedad/civilización  que de forma inagotable, reiterativa e impaciente  se preocupe del sexo. Foucault advierte que  se trata menos de un  discurso sobre el sexo que una multiplicidad de discursos producidos por toda una serie de equipos que funcionan en instituciones diferentes (ídem:45). En la edad media  se organizó en torno al tema de la carne y el pecado un discurso unitario. En la edad moderna la unidad se descompone, se dispersa y surge una multiplicidad discursiva  de la diferencia que tomarán en cuenta la biología, la demografía, la medicina, la psiquiatría, la psicología, la ética, la pedagogía, la crítica política, la literatura  y la industria cultural de  los medios de masas, llegando a establecerse en la llamada postmodernidad mediante un instrumental técnico anclado en la virtualidad prolífica en reiterar  géneros, clasificaciones, volúmenes, planos, números de participantes y un largo etc., que se prolonga  de forma exponencial.  No  sólo se muestra ahora  en términos de extensión sino de cómo se han proliferado los discursos: por tanto debe buscarse más  en la dispersión de focos emisores  de los discursos, en la diversidad de sus formas y en el despliegue  complejo de red que los enlaza (ídem:45).  El ojo  foucaultiano escrutador no escapa al presente, nos expresa ahora que más que ocultar el sexo, más que  toparnos con una moralina en el lenguaje está  en cómo se ha desarrollado  toda una administración lucrativa de las pulsiones sexuales, que su control no está en la represión sino en la proliferación: nos encontramos ante una amplia dispersión  de los aparatos inventados para hablar, para hablar del sexo, para obtener  que él hable por sí mismo, para escuchar, registrar, trascribir y redistribuir lo que se dice (ídem). Lo cual no está regido por un mecanismo medieval de castidad, es decir, de censura, sino por toda una gama de discursos variados, específicos y coercitivos  que son regulados y polimórficos.


Se mi Valentin, Max Sauco, 2009


Foucault  da cuenta de cómo fueron necesarios varios siglos de estímulo, por diversas vías del discurso, para llegar a hablar de sexo y ello se debe a que el mecanismo  que lo hizo posible es el de la coacción,  al reinar de manera casi universal una prohibición fundamental. Tales prohibiciones  se pudieron levantar  a necesidades precisas que tuvieron que ver con una voluntad de saber y de construir la verdad ficcionadas dentro de un discurso normativo racional científico. Ello permitió abrir ciertas puertas al sexo respecto al discurso normativo pero bajo el cerco de las limitaciones y cuidadosamente cifrado.  Se nutre de una paradoja: en el secreto está la apertura a una nueva ruta que nos puede involucrar. El secreto es requerido al ser confesado para la pastoral cristiana, presentándolo siempre como un enigma inquietanteno lo  que se muestra con obstinación, sino lo que se esconde siempre, una presencia insidiosa a la cual puede uno permanecer sordo pues habla en voz baja y a menudo disfrazada (ídem: 46s).
Foucault lo ve así:
“Lo característico de las sociedades modernas no es en que hayan obligado  al sexo a permanecer  en la sombra, sino que ellas se hayan destinado a hablar de sexo siempre, haciéndolo valer, poniéndolo de relieve como el secreto”, (ídem: 47).

Al hablar de sexo, según toda esta retórica erótica de la modernidad, encontramos con un ejercicio de catarsis, según lo expresado por nuestro autor. De expulsar toda realidad sexual  que no están sometidas  a la estricta economía  de la reproducción. Se trata de hablar de las actividades infecundas, de proscribir los placeres vecinos, de reducir las prácticas que no tiene a la generación como fin.  Gracias a ello los discursos multiplicarán las condenas judiciales por pequeñas perversiones, a ello se anexó que la irregularidad sexual  es síntoma de enfermedad mental, se  especificará cómo debe ser  el desarrollo de la sexualidad desde la niñez a la vejez,  atendiendo a todos los desvíos posibles; se especificaron controles pedagógicos y tratamientos médicos. Moralistas y médicos se centraron en desarrollar toda una serie de fantasías sexuales en torno a la infancia centrada en la masturbación: placeres sin fruto. En fin,  toda una charlatanería con toga y birrete, con método y título, con instituciones y su plantilla de  verdad científica.


Notas:

[i]  Al convertir el deseo en discurso  no podemos dejar de darnos cuenta que en la actualidad ese discurso puede traspasar a la imagen fílmica o virtual. El negocio de la pornografía tiene su aparición en la instauración de ese mecanismo de control de volver al sexo en discurso más que en una escuela de las intensidades del placer, como es el caso de ciertas culturas, en poseer un ars erótica (caso de la Grecia clásica o en las concepciones de ars sexual-religioso orientales: el tantra o el taoísmo).


Bibliografía:

Foucault, M. 1977: Historia de la sexualidad. La Voluntad de Saber, t.1. Siglo XXI Ed. México.

La comunicación del arte en la cibercultura



La comunicación de arte en la cibercultura

Moraima Guanipa

Universidad Central de Venezuela



Llamando a tierra, Dalia Ferreira


      Resumen: En un contrapunto entre las visiones que reconocen las potencialidades de Internet y aquellas que las cuestionan, la presente reflexión teórica se orienta a poner de relieve cómo las formas artísticas presentes en Internet vuelven crítico el papel de la obra artística, su difusión y la condición misma del objeto artístico. De igual forma, se analiza este paisaje cultural del arte en la red y sus esfuerzos por preservar la comunicación frente a los designios de la industria cultural que reproduce también en los ámbitos cibernéticos la poderosa fuerza de sus dispositivos mercantiles y legitimadores.

Palabras claves: Cibercultura, comunicación, net-art, realidad virtual


Abstract: In a counterpoint among the visions that recognize the potentialities of Internet and those that question them, the present theoretical reflection is guided to put of relief how the artistic forms presents in Internet turn critical the paper of the artistic work, its diffusion and the same condition of the artistic object. Of equal it forms, this cultural landscape of the art in the net and its efforts to preserve the communication in front of the cultural industry that it also reproduces in the cybernetic environments the powerful force of its mercantile devices.

Keywords: Cyberculture, communication, net-art, virtual reality


Un azaroso ejercicio de indagación en uno de los más populares buscadores en Internet (Google), arroja cifras millonarias cuando se trata de ubicar direcciones y sites sobre Arte Digital, Net Art, Arte Electrónico. La búsqueda resultará ardua si a ello sumamos palabras como arte y cultura o cibercultura, términos que aluden a estas nuevas realidades culturales que cada día se definen a través de la red de redes.
Estamos frente a un nuevo horizonte cultural y artístico, un “nuevo paisaje digital” (Rushkoff, 2000: p. 22), que se abre de manera infinitamente diversa ante nuestros ojos. Las posibilidades informáticas y de comunicación abiertas con Internet están trastocando desde nuestra noción de espacio y tiempo hasta la forma de cómo percibir el mundo; desde nuestra noción de ambiente y entorno hasta nuestra idea de comunidad; desde nuestra noción de lo real hasta nuestra consciencia de corporalidad, de materialidad.
Douglas Rushkoff (2000) ha definido los flujos comunicacionales vía Internet, a los cuales accedemos con el uso de una computadora y un módem, como la “infosfera”, un cerebro global integrado que genera un nuevo territorio al que se le ha dado el nombre de Ciberia (Rushkoff, 2000: pp. 22-23). La experiencia comunicativa “en tiempo real” mediante la interfaz de un módem y de un computador, nos lleva a “dialogar” con formas artísticas inéditas, en tanto su creación y puesta en escena no requieren de la realidad espacial de un museo ni de las formas hasta hoy conocidas de difusión y consumo cultural.
Este nuevo paisaje cultural y comunicativo trastoca nuestras más firmes convicciones acerca del papel del arte y el lugar del objeto artístico. ¿Pueden estar los artistas y la crítica de arte al margen de estos cambios y transformaciones? ¿Podríamos seguir pensando el arte y la crítica sólo desde el espacio estrictamente limitado de lo visual y la materialidad de la obra artística considerada, además, un objeto en capacidad de entrar en la lógica del mercado y del consumo?
Piénsese, sólo como ejemplo, en la llamada realidad virtual (RV) y la forma como en una exposición pionera: “Virtual Reality: an emerging medium”, en el Museo Guggenheim del SoHo neoyorkino, en 1993, se aprovechaba la posibilidad de hacer arte digital a partir de dos de sus características básicas: la realidad virtual es “inmersiva”, en tanto, permite la visión de imágenes generadas por computadoras y percibidas gracias a la colocación de un casco con sensores; es “interactiva”, en la medida en que podemos cambiar nuestra aparente posición en un ambiente artificial y movernos dentro de él. La obra de arte no sólo es inmaterial, sino también móvil e irrepetible, considerando que se construye en una relación entre la máquina y la visión del espectador, como ha hecho ver Jon Ippolito (1993) curador asistente del museo Guggenheim y artista de Internet.
El tema no resulta ajeno y reclama una aproximación que supere los límites tradicionalmente demarcados para el arte: los géneros, las técnicas, los circuitos de difusión, etc. Bien lo señala el teórico venezolano Ricardo Bello a propósito del tema: “Indagar en torno al sentido de las imágenes y representaciones humanas que produce la Internet es una tarea de crucial importancia para el posible desarrollo de la estética contemporánea” (Bello, 1999: p. 35). Y es que este nuevo mundo digital y cultural de la red se abre como una interrogante sobre las posibilidades humanas y en tanto espacio convoca a nuevos replanteamientos en torno al papel del arte y su función en nuestro presente.

Los primeros, Dalia Ferreira



La inmaterialidad del objeto artístico

El arte electrónico, digital sacude los cimientos de una idea del objeto artístico sometido desde las primeras vanguardias del siglo XX a la puesta en cuestión, a la negación, a la borradura. Como bien lo ha destacado José Ramón Alcalá (1989: s/p), catedrático de Procedimientos Gráficos y Tecnologías de la Imagen de la Facultad de Bellas Artes de Cuenca y director del Museo Internacional de Electrografía (MIDE) de Cuenca, España: “La imagen ya no es algo material, dependiente de la luz o de la materia pictórica o pigmentaria, sino que su naturaleza es ahora eléctrica, matemática y algebraica”. Vamos del pincel al pixel.
La utilización de la digitalización y de la imagen virtual, el uso de recursos que parecieran más propios del diseñador gráfico que del artista, han sido aprovechados intensamente por los “netartistas” o “netaworkers”, en inglés, como se autodefinen algunos de estos creadores, quienes no sólo se sirven de Internet para difundir y promover su trabajo, sino que aspiran a convertir ese universo digital en “objeto artístico” en sí mismo (Adasme, s/f).
La posibilidad de que la obra de arte sea inmaterial en tanto existe en la memoria del computador, rompe la tradicional idea de la obra como “objeto”. Y si no es material, tangible, luego no puede comercializarse ni convertirse en potencial objeto de valor.
El término de net-art, acuñado por el artista esloveno Vuk Cosic en 1995 para aludir al arte de la red y las comunicaciones ha resultado polisémico y extendido en su capacidad de aglutinar distintas voces y visiones alrededor de nuevas y cada vez más numerosas experiencias de comunicación que escapan al ámbito propiamente estético para insertarse directamente en la esfera del debate respecto a los alcances de la cibercultura. Rachel Greene, editora de Rhizome, publicación on line sobre el arte de los nuevos medios, destaca las posibilidades y metas del net-art:
El Net.art permitía que confluyesen e interactuaran comunicaciones y gráficos, e-mail, textos e imágenes; facilitando que los artistas, entusiastas y críticos de la tecnocultura intercambiaran ideas, y compartieran un interés común en el mantenimiento de un diálogo permanente [...] Desde el principio los net.artistas han tenido grandes metas. Gran parte de la breve historia del net.art ha visto como sus practicantes han estado colaborando conscientemente en propósitos e ideales colectivos, aprovechando para ello las peculiaridades de Internet, la inmediatez y la inmaterialidad. El E-mail, la forma dominante de comunicación fuera y dentro de las comunidades del net.art, ha permitido a todo aquel que esté conectado la posibilidad de comunicarse dentro de un espacio de igualdad, donde se traspasan las fronteras internacionales, instantáneamente, cada día [...] Construir una comunidad más igualitaria en la que el arte estuviera notoriamente presente en cada una de las actividades cotidianas era un ideal colectivo. (Greene, 2000: 2)
La imagen creada mediante computadoras pone en cuestión la tradición artística occidental, afirmada en la idea de la obra de arte como objeto, cuya materialidad entrañaba un aspecto cualitativo que llegó a definirla (en tanto mercancía u objeto de cambio). Los hoy llamados netartistas están conscientes de esta capacidad crítica del propio medio electrónico, que “no tiene que ver con despliegues de virtuosismo técnico, ni con experimentaciones formales. Tiene que ver con la ampliación de espacios alternativos donde la obra de arte, liberada ya de su materialidad, reivindique plenamente su verdadera función social como lenguaje” (Adasme. s/f).
Desde esta perspectiva, cabría preguntarse también por el lugar que ocupará la crítica de arte en su relación con el arte digital, máxime cuando la inmaterialidad de la obra digital reta las nociones de permanencia a las que el propio texto crítico aspira y a partir de las cuales se ha construido el proceso de legitimación y canonización del arte mismo.
Isabelle Vinson, una especialista de la Unesco, ha destacado el creciente papel que viene cobrando el arte en las redes y la forma cómo estas nuevas realidades están marcando transformaciones tanto en las prácticas artísticas como en la relación con los públicos. La irrupción de grupos de artistas colocados al margen de los circuitos tradicionales del arte, con experiencias y sitios en la web, dan cuenta de un movimiento artístico virtual que se moviliza por y desde la red, ajeno a los dictámenes canónicos de la crítica y de las instituciones museísticas y cuya presencia pone en cuestión la condición misma de la imagen artística:
La utilización de las tecnologías de las redes en los procesos de creación y para la difusión de obras contemporáneas abre el inmenso campo de ‘por qué y cómo' se hace el arte, algo que no es nuevo en la historia ni es exclusivo de las redes, sino que, en nuestra opinión, es más propio del cuestionamiento que el mundo occidental se hace de la imagen y de las diferentes formas de representación de la realidad a través del arte. (Vinson, 1999: p. 141)
La especialista va más allá cuando anuncia que las jóvenes generaciones estarán en mayor y más intenso contacto con movimientos artísticos marginales presentes en la red, como los creadores dedicados al arte del graffiti. Por esta vía, los internautas “pueden trastocar las reglas establecidas en las jerarquías artísticas y en los procesos de reconocimiento social” (Vinson, 1999: 241).



Anarquismo Magrite, Dalia Ferreira


Arte posthistórico, ¿post humano?

¿Hasta qué punto el arte en la red ratifica la noción de “arte posthistórico” de la que habla Arthur Danto (1999), cuando señala que el arte llega a su linde cuando vuelve central el problema de la representación? El arte moderno se consolidó a partir de una noción de representación pictórica que obligaba, por una parte, a poner en cuestionamiento la mímesis (la obra de arte debía imitar la realidad), lo cual se entronizó como un estilo. Por otra, se orientó a la superación progresiva de sus propios logros, entendido el arte como historia, como narración, como una definición que se construye, a partir de las vanguardias, por las rupturas y discontinuidades.
Desde la perspectiva de Danto, el arte se vuelve el propio tema del arte moderno. La pregunta sobre qué es arte abre lo que para este filósofo y profesor de la Universidad de Columbia, Nueva York, es el período posthistórico -momento que el autor ubica en la década de los 60- a partir del cual la función filosófica del arte no se vincula con ningún imperativo estilístico, por lo que cualquier cosa podía ser una obra de arte (Danto, 1999: p. 66).
¿Arte posthistórico en la era que ha sido también calificada, dada la presencia de un mundo mediado por lo electrónico y digital, como posthumana? La virtualidad, esencia misma de estas prácticas de arte en la red, está creando otras realidades no menos concretas y poseedoras de nuevas posibilidades para sumar al imaginario artístico de nuestro tiempo. También nuevas y cada vez más profundas preocupaciones.
“Arte volcánico” llama Derrick de Kerckhove (1999), director del Programa McLuhan de la Universidad de Toronto, Canadá, a estas expresiones surgidas de la digitalización de la imagen. A partir de una idea de raíz junguiana, este autor considera que el arte, como producto del inconsciente colectivo, hace erupción “cuando una nueva tecnología desafía el orden establecido” y esto es lo que, a su juicio ocurre en la actualidad: “el arte nace de la tecnología. Es la fuerza contraria que equilibra los efectos perjudiciales de las nuevas tecnologías en la cultura. El arte constituye el lado metafórico de esa misma tecnología que utiliza y critica” (de Kerckhove, 1999: p. 199). El arte como portavoz de una nueva consciencia social en ebullición, Una idea nada fácil de asimilar y siempre estimulante para un tiempo en el que se ha cantado el fin de todo, incluso del arte mismo.
El director del Programa McLuhan, plantea una verdadera recuperación de nuestros sentidos, una renuncia al dominio de la racionalidad alfabetizada que ha domado nuestras consciencias en aras de un orden psicológico programado. Propone, en consecuencia, una reapropiación de nuestros sentidos, en especial el tacto, largamente condenado al rincón de la culpa, del pecado y del pudor.
El arte enfrentaría la tarea de contribuir a la conformación de estas nuevas posibilidades de expansión sensorial. Se trataría, pues, de “ver más, escuchar más y sentir más” (de Kerckhove, 1999: p. 112). No es sólo mirar más lejos, sino recuperar una visión de totalidad; escuchar más para sobreponernos a la violencia del ruido y reconocer que “el silencio está vivo”; sentir más, es reconocer que la “piel de la cultura” comienza por asumir una nueva corporalidad inteligente y sensible, la piel “como un mecanismo de comunicación, no de protección” (de Kerckhove, 1999: p. 114).
De Kerckhove, quien fuera pionero en la organización de videoconferencias sobre arte y cibercultura, considera fundamental el papel del arte para favorecer esa ampliación de nuestro mundo psicológico y social en un presente marcado por el ritmo de las redes de comunicación y las realidades electrónicas, desde la televisión hasta la llamada Realidad Virtual (RV). Y este rol de la creación artística no es en modo alguno cómodo: “En tiempos de violentas convulsiones físicas, como el nuestro, el arte no es un escape, ni una salida de la confusión y la incertidumbre, sino un camino hacia el interior, una mirilla en el mapa de la conciencia colectiva, el magma de una realidad en construcción” (de Kerckhove, 1999: 197).
En una línea similar pero quizás menos optimista –o ¿realista?- pareciera insertarse Rushkoff, cuando señala que el arte y la literatura del mundo virtual llamado Ciberia, está más cerca del “realismo mugriento y posturbano” escenificado en películas como Blade Runner, “donde los ordenadores no simplifican los asuntos de los seres humanos sino que revelan e incluso amplían los errores evidentes de nuestros sistemas lógicos y de ingeniería social" (Rushkoff, 2000: p. 24).
El arte digital se inserta con fuerza y de manera natural en esta nueva cultura, la cibercultura modelada a partir del impacto de Internet y de la expansión del ciberespacio, termino acuñado en 1984 por el escritor de ciencia ficción William Gibson.
La comunicación y la información constituyen así procesos medulares en la cotidianidad del ciberespacio, por lo que el arte y sus expresiones en la virtualidad de la red, abren nuevas posibilidades de interacción entre los artistas y el público, además de redefinir una nueva estética que se aleja de los paradigmas artísticos imperantes hasta el presente.
Según Lev Manovich, teórico y crítico de los nuevos medios digitales y profesor de las universidades de California y Maryland, EEUU, los rasgos estéticos que distinguen los mundos virtuales pueden sintetizarse de la siguiente manera:
- El artista ya no es un creador de obras únicas, elaboradas manualmente, sino un seleccionador de elementos prefabricados. “En la cultura digital la creación se ha sustituido por la selección”.
- La imagen se construye ante los ojos del usuario y éste puede destruirla, borrarla con un clic. “Los mundos virtuales no han dejado de recordarnos su propia artificialidad, incompleción (sic) y carácter construido”.
- La totalidad de la imagen se construye a partir de la ilusión de que objetos separados están unidos, en una suerte de Gestalt. “Los espacios virtuales no son verdaderos espacios sino colecciones de objetos separados [...] no hay espacio en el ciberespacio” (Manovich, 1998: p.p. 94-96)


Fuga/La Fuite/Escape, Dalia Ferreira



Retos y pluralidades

La cibercultura y el arte en la red, también contribuyen con su interactividad al subvertir la noción de hombre-masa impuesto por las industrias culturales, por lo que podría decirse con Antonio Pasquali que “la monolítica comunicación unidireccional de los grandes monopolios emisores ha comenzado a fisurarse profundamente, y en buena hora” (Pasquali, 1998: p. 289).
La Internet, al potencializar las posibilidades de esa suerte de “prótesis” del oído y del habla que es el teléfono, rompió lo que Pasquali llama “el embargo al diálogo” que durante décadas impusieron medios como la TV y la radio. Estos medios secuestraron el derecho de los usuarios a establecer una relación dialógica, con feed-back o respuesta de retorno inmediata. Para este teórico venezolano de la comunicación, quien ha ofrecido también sus reflexiones sobre “el lado oscuro de Internet”: “la red de redes representa una verdadera y hasta subestimada revolución en el campo de la relación interpersonal, esto es, de la convivencia” (Pasquali, 1998: p. 289).
¿Hasta qué punto la verdadera significación transformadora de Internet será pasar de la capacidad para “constituir públicos” (Aguirre, 1999) a la capacidad para constituirse en comunidades? Un hecho es cierto, Internet, la llamada “superautopista de la información” y los desarrollos sobre fibra óptica y nuevas redes, están cambiando los paradigmas desde los cuales analizamos los procesos comunicacionales de carácter masivo. Internet es una generadora de redes comunicacionales, como lo asomó Donna Haraway en su Manifiesto Cyborg (1985): las comunidades virtuales están impulsando una visión distinta de lo comunicacional y de lo artístico.
Este proceso de “globalización cultural”, como lo ha calificado José Joaquín Brünner (1999), ha traído consigo la incertidumbre y el cambio como nuevos escenarios sociales. Este autor caracteriza la globalización cultural como el cruce dilemático entre cuatro fenómenos interdependientes: la expansión global de los mercados; la difusión del modelo democrático como forma ideal y universal de organización; la revolución de las comunicaciones y la creación de lo que llama “el clima cultural de época”; la posmodernidad. Este reacomodo en modo alguno depara nuevas seguridades, por el contrario “la vida ya no transcurre en un ámbito familiar. El cielo no es más lo que solía ser. La historia no nos habla en el lenguaje acostumbrado. Pronto veremos que la sociedad de donde todo esto proviene -pensamiento, arte, visión del mundo e historia- también ha cambiado, hasta volverse una desconocida” (Brünner, 1999: p. 61)
Por otra parte, cabría preguntar, como lo hizo Hal Foster (1995) para la cultura contemporánea, si la diversidad de opciones artísticas y culturales que ofrece el ciberespacio puede conducir a un pluralismo engañoso donde predomine un “bazar indiscriminado” de objetos artísticos. La advertencia de Foster respecto a los pluralismos en la crítica y la producción artística pueden aplicarse para la cibercultura, si se piensa que los pluralismos no permiten discriminar ni seleccionar, anulan la toma de partido o posición, secuestran la decisión crítica.
En una época en la que se rompieron las ataduras del racionalismo occidental y se abrieron los diques posmodernos de aceptación de la diversidad, asistimos -escribió Foster- a la disolución de los términos críticos en el pluralismo, puesto que con él “se suspende el juicio, se neutraliza el lenguaje, y las categorías críticas son sustituidas por sencillas equivalencias”. Advierte sobre el riesgo del pluralismo y su consecuente crítica validadora, por lo que su acción tiende a anular las posibilidades cuestionadoras y subversivas del arte: “¿cómo volver el arte impotente si no es a través de la dispersión, de la libertad de voto que plantea el pluralismo?” (Foster, 1995: 87).
En esta línea, Foster parece cercano a Adorno y Horckheimer (1974) en su crítica contra las industrias culturales y la capacidad omnívora de éstas para asimilar incluso las formas culturales que las adversan, para reducirlas a la inofensividad y limarle toda aspereza cuestionadora. Bien lo indica en su ensayo cuando se refiere al proceso paradójico que convierte a instituciones y expresiones culturales marginales en instancias asimiladas por los circuitos tradicionales e industriales del arte, en un fenómeno de absorción de la marginalidad y de “conversión de lo heterogéneo en homogéneo” (Foster, 1995: p. 90).
¿Puede el arte en la red escapar a estos designios de una industria cultural que reproduce también en los ámbitos cibernéticos la poderosa fuerza de sus dispositivos para la anulación de las oleadas cuestionadoras? ¿Pueden, asimismo, los museos convertirse en espacios para el arte digital, cuando ese mismo arte -en sus más radicales expresiones- parecería llamado a negar al arte mismo, a la noción de objeto artístico y a la institución cultural como tal? ¿Puede la crítica interpretar las nuevas narrativas visuales de las formas artísticas presentes en la red? Estas serían algunas de las interrogantes que dibujan el mapa cultural de nuestro tiempo.
El arte de la cibercultura obliga a replanteamientos en cuanto al papel del espectador y del consumo artístico. Si bien puede pensarse que la interactividad propia del mundo de las computadoras podría llevar a nuevas formas de comunicación con las obras artísticas y conduciría a prácticas en las que la obra es pensada, concluida y recreada por el propio espectador, no es menos cierto que también podría dar pie a un uso pasivo por parte del público, acostumbrado al “zapping” indiscriminado por diversos sitios y recodos de la red.
No obstante, también cabe reconocer los alcances de lo que Alcalá llamó el “espacio de la comunicación”, en el que la relación espacio-temporal entre emisor y receptor está condicionada por “los tres grandes moduladores de comunicación” del presente (el computador, el video y las telecomunicaciones) y cuya interacción redefine el nuevo paisaje cultural de nuestro tiempo:
Estas inéditas situaciones socio-culturales traen como consecuencia directa la necesidad permanente de planteamientos innovadores (o renovadores) en cuanto a la iconografía de los ítem culturales, la globalización cultural, que más bien deberíamos describir como ‘romanización' cultural, para comprender los efectos hegemonizantes de la introducción de estas nuevas tecnologías por la cultura anglosajona, que está utilizando los lenguajes informáticos y todas sus consecuencias tecno-científicas como en su día hizo del latín el imperio romano. Y, por supuesto, un nuevo esquema que organiza de forma inédita el triángulo tradicional ‘creador-obra-espectador' (más propiamente descrito ahora como ‘productor-propuesta-usuario') (Alcalá, 2001: 7)
Pero también estaría el riesgo de una indiferenciación de la obra artística creada mediante procesos de digitalización, con respecto a otras imágenes disponibles en la red. No en vano, críticos de la “era del motor”, de la velocidad y del universo digital como el filósofo francés Paul Virilio, han llamado la atención sobre el carácter meramente instrumental de las imágenes virtuales, parasitarias de las imágenes mentales, las cuales están conduciendo a lo que denominó un “darwinismo de la imagen: las más sofisticadas y las más ‘performantes' amenazan a las otras, a las que pasan por ‘subdesarrolladas'. Se impone una ecología de las imágenes si se las quiere proteger en su diversidad: esto, que vale para la lengua, vale para las imágenes” (Sabbaghi y Tazi, 1998: p. 75).
A ello habría que sumar el reto que supone la conservación, archivo, consumo y apropiación de la obra artística digital, así como el papel de los museos, de la crítica y la curaduría de arte. Alcalá, desde su experiencia en un museo centrado en las experiencias artísticas que tienen lugar en la red y en los nuevos medios digitales, vislumbra del siguiente modo el rol de las instituciones museísticas:
el papel del museo del siglo XXI debe consistir en la difusión del conocimiento, la creación de las estrategias metodológicas y la construcción de los sistemas expertos capaces de transmitir todo este conocimiento como una experiencia intelectiva y sensitiva global. El museo como institución debe empezar a revisar su ubicación dentro del periplo de la tecnociencia y del conocimiento de todas las ramas del saber, provocando un desplazamiento desde la fase final del proceso en la que está ubicado en la actualidad, hacia una fase inicial, con la finalidad de convertir lo que ahora se procura que sea una experiencia sensitivo-perceptiva que refuerce las aspiraciones de usuarios concienciados (herencia de la sociedad romántica que vio nacer los museos), en una semilla germinal del vértigo que nos procura el acceso al conocimiento y al saber científico (Alcalá, 2001: 10)
En cuanto a la presencia de distintas formas culturales latinoamericanas en el ciberespacio, el reto sería imprimirle a las comunicaciones globalizadas y globalizantes un perfil multicultural, lo cual supone luchar contra la brecha tecnológica que separa a las naciones con mayor desarrollo tecnológico y a las de menor proyección en este campo.
De hecho, investigadores latinoamericanos en el ámbito cultural, como Gerardo Mosquera y Néstor García Canclini, abogan por un rescate de lo multicultural como elemento propio del desarrollo de las sociedades contemporáneas, precisamente como camino “para equilibrar el acceso a los bienes heterogéneos e internacionales ofrecidos por la globalización” (García Canclini, 1996: p. 38). Por su parte, Mosquera ha advertido contra una de las herencias propias del eurocentrismo, como es “el mito del valor universal en el arte y el establecimiento de una jerarquía de las obras basada en su ‘universalidad'” (Mosquera, 1993: p. 37).
Pero quizás uno de los desafíos en el uso de Internet radique en el acceso a esta tecnología por parte del grueso de la población, sometida a un empobrecimiento creciente en las últimas décadas. Esta vulnerabilidad y desnivel se reproduce, como lo ha observado García Canclini (1996), en el plano internacional, cuando los países latinoamericanos se encuentran a distancias abismales con relación a las metrópolis en cuanto al uso y aprovechamiento masivo de tecnologías comunicacionales de punta.
En este sentido, bien vale tener presente el llamado de algunos estudiosos de la cibercultura, como Haraway (1985) y Dery (1998) cuando advierten sobre lo engañoso que resulta llevar el entusiasmo tecnológico al terreno del escape o la evasión individual y social. La “velocidad de escape”, aquella con la cual un cuerpo vence la gravedad de la tierra, promesa básica del éxtasis digital y tecnológico, es un canto de sirena:
Las visiones de un ciberéxtasis son una seducción mortal que aleja nuestra atención de la destrucción de la naturaleza, de la descomposición del tejido social y del abismo cada vez mayor entre la élite tecnocrática y la masa con salario mínimo (...) mientras nos precipitamos hacia el tercer milenio, divididos entre el éxtasis tecnológico y la disgregación social, entre el País del Mañana de Disneylandia y Blade Runner, haríamos bien en recordar que, al menos en un futuro próximo, estamos aquí para quedarnos en nuestros cuerpos y en este planeta (Dery, 1998: p. 25)
En este panorama no hay nada definitivo, salvo el cambio. Internet es un mundo ancho y ajeno, para usar el título de Ciro Alegría. La red permite contactos en "tiempo real", creación de comunidades de intereses, apertura de posibilidades artísticas en formato digital, entre otras opciones que amplían exponencialmente nuestro ámbito de experiencia, con los riesgos y posibilidades que ello entraña.
Los millones de sitios de arte digital, electrónico, en la red son apenas la punta del iceberg de un proceso que parece indetenible y que obligará a nuevas visiones y reflexiones sobre el arte mismo y sobre la comunicación, que es igual a decir humanidad.

(*) Este artículo ha sido publicado  con anterioridad en la Revista F@ro Nº 3, - Universidad de Playa Ancha, Chile, 2006.






Estamos cruzados, Dalia Ferreira


Notas
[1] Docente y Jefa de la Cátedra de Periodismo Informativo de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Magister Scientiarum en Literatura e investigadora Nivel I del Programa Nacional de Promoción al Investigador (PPI-I). Ha presentado artículos sobre arte, comunicación y cibercultura en publicaciones especializadas y arbitradas. Es autora del libro Hechura de silencio. Una aproximación al Ars Poética de Rafael Cadenas y su trabajo poético ha sido publicado en los libros La jaula de la sibila (2002), Bogares (1998).



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