miércoles, 1 de junio de 2011

El discurso del sexo o el ojo de Foucault


David De los Reyes


Freud está muerto, Max Sauco, 2010


Foucault ha sido uno de los autores de la filosofía francesa contemporánea  que ha despertado  interés, pasión, rechazo y asombro  por sus oportunas e inoportunas obras, las cuales tienen inscritas  todas el clavo de la polémica; obras que  colocan en  la sala  clínica del pensamiento los mecanismos que, desde el  lenguaje hasta los resquicios del cuerpo,   se han desarrollado en la modernidad occidental  para aflorar el control invisible, pero sentido, de los individuos.
Su Historia de la sexualidad   surge a finales de la década de los  años 70, presentando  una división  en tres partes.  El primero libro se ubica en la Voluntad de saber, el segundo en Los usos de los placeres y el tercero  sobre La Inquietud de sí.  El objetivo de  su investigación  se  centra en mostrar cómo los dispositivos del poder se articulan  directamente en el cuerpo (Foucault, 1977: 184). Se trata de examinar en sus funcionamientos y determinaciones  el régimen de las técnicas del poder-saber-placer, triada presente en todo discurso acerca de la sexualidad humana. Nos muestra,  en relación al saber, si el sexo dice sí o no  a las prohibiciones o a las autorizaciones, si se le da importancia en los pliegues de la subjetividad y en los espacios sociales, si se castigan a determinadas palabras que lo designan; se trata de saber quién habla de él (del sexo, claro está), cómo y qué hablan, cuáles son las instituciones que lo designan, almacenan o difunden. Cuáles son los canales  por los que el poder impone conductas  hasta en las más tenues  situaciones individuales. En definitiva, se trata de presentar  las técnicas polimórficas del poder. En ver cómo las producciones discursivas del saber proporcionan  y conducen a formular una verdad del sexo, que bien pueden ser mentiras que buscan formas de ocultar, aislar aprehender una voluntad de saber que sirve al mismo tiempo de soporte e instrumento (ídem:19). Su interés de la sexualidad en la edad clásica y moderna  busca presentar  su comportamiento desde una triple  instancia: a.-  producción discursiva: que  sabe manejar los silencios; b.- producción de poder: cuya función es de  prohibir a veces; c.- producción del saber que implementa circular errores o ignorancias sistemáticos (ídem:20).
Desde la aparición del siglo XVII, acelerándolo en el s. XVIII  a nuestros días, los discursos modernos sobre la sexualidad han sido inscritos en lo que llama scientia sexuales; en ellos, más que reprimir,  se ha incitado desde todos los ámbitos una puesta en discurso del sexo; no ha habido restricción  respecto a la elaboración u ocultamiento de los relatos discursivos en torno a la sexualidad, más bien  afirma que  nos encontramos con un mecanismo de incitación creciente y permanente, estableciendo una diseminación e implantación de sexualidades polimorfas pero  con una voluntad de saber que se extiende  no para detener el tabú sino para encarnizarlo gracias a la constitución de una ciencia de la sexualidad (ídem).  Por ello pone en duda la llamada hipótesis represiva, la cual aparece  como la condición insistente desde ese siglo, el XVII: edad de la represión, propia de las sociedades burguesas, de la que, aparentemente, no se está aún liberado y sí presentes en individuos; mecanismos que son formas de relación y aceptación, reglas de decencia e indecencia, infiltradas en las palabras y reconocimiento social.  Junto a esta policía de los enunciados se adjunta un control: espacio y lenguaje van juntos, la aparición de la sexualidad  está reducida y es estricta: se tiene en cuenta cuando no se puede hablar de sexo: surgen regiones de discreción: entre aquellas encontramos las que se dan entre padres e hijos o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Todo ello, según Foucault., indujo a una proliferación de discursos ilícitos,  del habla indecente, de infracción, donde con descaro se nombra  al sexo en forma de insulto  o irrisión de los nuevos pudores. Ello propaga dos modos de  enfrentarlo: por un lado  hay una incitación institucional  a hablar de sexo en aumento; por otra, obstinación  de las instituciones de poder  en oír  hablar de sexo y hacerlo hablar hasta el detalle inmaculado e infinitamente articulado (ídem:26). Es como se prodigará gracias a la atención prestada por la religión cristiana, donde la evolución de la pastoral católica no deja de  alentar tales habladurías  de incitación al pecado. Los manuales de confesión hasta proporcionarán un buen número de modos de preguntar al confesante; preferible de hacer preguntas indirectas y vagas al comienzo de la confesión (más aún si se está ante la voz núbil de un niño). La cosa se pone buena.  Pues  se quiere saber y legislar sobre, por ejemplo, la posición respectiva de los amantes,  las actitudes, los gestos, tipo de caricias, momento del clímax: se trata de realizar, por el discurso, todo un recorrido lingüístico del placer carnal. A todas estas se pide, cada vez más, discreción.

Pan Kartawsky, Max Sauco, 2010

Foucault, que ha indagado en esto de la confesión de la pastoral católica, advierte que la confesión de la carne no deja de crecer más y más, imponiendo reglas meticulosas de examen de sí mismo. Ello proporcionará  su control a través de la técnica de castigo proverbial del cristianismo: la penitencia, venimos al mundo para sufrir, es el legado primordial de la salvación del alma, según esta curia santificada. Se hará  toda una prescriptiva de la penitencia  a todas las insinuaciones de la carne: desde los pensamientos íntimos, a los deseos, imaginaciones voluptuosas, delectaciones pues son vistas así no sólo como sensibilidad e insinuación de la carne sino que ello siempre irá acompañado de movimientos  en la misma alma; alma y cuerpo son pecadores, y más cuando el cuerpo ha incitado al alma y esta no ha tomado  medidas  ante el desbordamiento del placer sexual. Todo esto entra en el juego de la confesión y de la dirección eclesiástica. Para la nueva pastoral el sexo ya no debe ser nombrado sin prudencia, sin embargo  sus correlaciones, sus  fintas ramificadas por distintas vías, sean a través de la ensoñación,  o de una imagen expulsada de a poco o una mal cura de la complicidad conjurada entre la mecánica del cuerpo y la plenitud del espíritu hedonista: todo tendrá que ser repetido, recordado, dicho a través del discurso confesional ante  la oculta  claridad en el momento del paseo de purificación por el confesionario. Las palabras del mismo Foucault son importantes:
“Un discurso obligado y atento, pues, seguir en todos sus desvíos la línea de unión del cuerpo y del alma: bajo la superficie de los pecados, saca a la luz la nervadura ininterrumpida de la carne. Bajo el manto de un lenguaje  depurado de manera que el sexo ya no pueda ser nombrado directamente, ese mismo sexo es tomado a su cargo (y acosado) por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro” (ídem:28).
Con ello se logra el inicio  de la modernidad coactiva occidental de la carne. Y esto no es referido sólo al practicante cristiano de la obligación de confesar las infracciones de las leyes del sexo sino de la tarea, perpetua,  de hablar de ello, de decirse a sí mismo y a cualquier otro (amante, amigo, hermano, etc.), las metáforas del sexo vivido o fantaseado; se impone  hablar frecuentemente de los juegos de los placeres, de las sensaciones, de los innumerables pensamientos ceñidos a esta tremulación de la carne y del espíritu, en cómo puede, uno y otro, ser tan afines en ello. Es lo que ya hemos referido antes con lo llamado por la puesta en discurso del sexo, la cual se fue formando desde hace mucho tiempo a través de la tradición monástica y ascética. En los monasterios fue donde se comenzó esta práctica tan mundana y presente de convertir los movimientos del placer sexual en una permanente habla constante; sexo-palabra más que sexo carnal.  El sexo   en tanto deseo y práctica  dentro del ideal cristiano de la ley divina  se plantea como mecanismo de la creación para la reproducción del hombre y cuando se aspira a convertirlo en deseo y en placer se impone el imperativo   de no solo de confesar los actos contrarios a la ley, sino intentar de convertir  el deseo, todo el deseo, en discurso[i] (ídem: 29). Toda palabra alusiva, como deseo, debe ser neutralizada. Se trata de establecer un discurso político y sexualmente correcto. Se prohíben determinados vocablos, verbos, se busca una decencia en las expresiones. Ello con formar un discurso, junto a su práctica, moralmente aceptable y técnicamente útil: dividida entre la censura y la sexualidad salvadora permitida por el matrimonio cristiano  en la búsqueda de la producción de más fieles a la institución de la redención (total, pudiéramos añadir).


El cumpleaños es un día triste, Max Sauco, 2010


Es de esta forma que hasta los mecanismos de la confesión se posarán  no sólo en la pastoral católica sino en la literatura sea la que sea, y más aún en la escandalosa, como de Sade o la del anónimo de My secret life. En el siglo XVIII   toda práctica, por extraña o anómala que parezca,  deberán ser confesadas  hasta en sus mínimos detalles, hábito que se había instaurado en el corazón  y el alma del hombre moderno desde dos siglos antes (ídem:31). Junto a la buena discreción y pudor que alcanzará la etiquete victoriana se muestra, de un modo casi ingenuo (caso del autor inglés de My secret life), un calidoscópico hablar del sexo. Puritanismo no es  sino una manera refinada de complacerse en poner una puesta en discurso del sexo; es una manera de hablar de ello moralmente aceptado y lo prohibido normativamente dicho.
Los discursos escandalosos  tendrán el fin de comunicar y aumentar en sus lectores las sensaciones que experimenta el autor gracias a la descripción en detalle  de lo dicho de ellas. Es el caso de Sade y su uso reiterativo de vocablos (para su placer, por ejemplo), como la repetición, prolongación   y estímulo  en la redacción y la relectura. Sade aparece gracias a la puesta en discurso del sexo surgido por las técnicas de confesión de la pastoral  cristiana. Toda represión tiene su origen en una normativa del deseo, visto como contra natura.
Como hace notar nuestro autor, el hombre occidental  se ha visto  desde hace tres siglos apegado al  santo oficio de decirlo todo sobre su sexo. Se disfruta más por su composición literaria que su puesta en vivencia a tiempo real. Todo ello hizo que aumentara una atracción y una atención por la construcción de discursos sobre sexo.  Vivimos en una cultura que la sexualidad es más discurso que una cultura vital; en el siglo XVIII los hombres leían imágenes literarias escandalosas donde los detalles se hacían reiterativos y explícitos para inflamar la imaginación del lector; hoy toda una industria sexual se encarga de tomar esa herencia occidental, convirtiendo la sexualidad en una distracción mediática casi personalizada por los  gustos y las formas. Una industria que mueve 57 mil millones de dólares; no tienen idea que sus orígenes se encuentra en las técnicas de control sexual y en la apertura a establecer la satisfacción del deseo más como discurso que como pulsión orgánica placentera. Se ve más sexo que el que se hace. La confesión pastoral y el video porno tienen  un vínculo común: la ley de la prohibición, que hace tan apetitoso el asunto. Es por ello que Foucault se hace una pregunta pertinente: ¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y de surtir efecto en la economía misma (ídem:32).

Figa, Max Sauco, 2010

La espiritualidad cristiana está ligada a la economía de los placeres individuales. Y no busca una mejor práctica espiritual sexual sino  de construir mecanismos (internos y externos) de poder que están centrados  sobre la funcionalidad del discurso  sobre el sexo. De esta manera se vehicula a que en la modernidad temprana del s. XVIII  aparezca toda una incitación política, económica y técnica  que incitará a hablar de sexo. Ya no se buscará la confesión parroquial sino que se instaurará un discurso que pretende tener la condición de establecerse  no sólo en lo jurídico universal sobre ello, sino que querrá imponerse como ley universal científica a partir del análisis, contabilidad, clasificación y especificación gracias al método científico cuantitativo o causal. Se  desmistifica la moral del credo pastoral  para retomarlo ahora con la confesión racionalista  tomada por el científico. Pero la medicina y sus practicantes, buenos moralistas acépticos de eso, no dejaran de  presentar los hechos sexuales estudiados de cierta condición de vergüenza y repugnancia presentes en la mirada de los observadores especializados de bata blanca. Sin embargo lo esencial no está en tales escrúpulos, o en negar a cierta moral aceptada que traicionan, sino en reconocer la necesidad de superarlos. Lo cual los lleva a perpetuar la inclinación generalizada de tener que hablar de sexo, pero hablarlo ahora públicamente mediante la asepsia del lenguaje médico; ello independiente que se  relate lo lícito o ilícito: se debe de hablar como de algo que no se tiene, simplemente, y no a condenar o tolerar, sino a dirigir, a insertar en sistemas de utilidad, regular para el mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo uso. El sexo no es cosa que sólo se juzgue,  es cosa que se administra (sur. nuest.) (ídem:34).  Con ello  pasa a ser un    elemento de participación del poder público; podrá solicitarse  procedimientos  de gestión, presentar cargos gracias a los discursos analíticos. El sexo se convierte en un eslabón del poder judicial gracias al dictamen depurador de los polimorfismos sexuales. No se busca la represión  desordenada sino la mejora mediante  el orden de las fuerzas colectivas e individuales. Se llega a desarrollar una policía del sexo con el rigor no de una prohibición a establecer sino de una necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos (ídem: 34).  Se continua dentro de la  tradición occidental de la confesión: todo debe ser dicho, y no menos todo lo que está relacionado con el sexo, ante el cual se postrarán de forma exhaustiva según dispositivos discursivos. No se confiesa ni se castiga, sólo deberá someterse el caso al orden,  en llevar a retomar su buen uso a todo aquel que pretenda darle otro uso al arraigado en la tradición discursiva. Sexo como discurso coactivo y reformador: confidencia sutil o interrogatorio autoritario, refinado o rústico, el sexo debe ser dicho (ídem: 43). Ello ha llevado que la sociedad occidental, en tan poco tiempo y  en su conjunto, haya acumulado como ninguna otra toda una multiplicidad discursiva  sobre el sexo: pareciera, respecto al sexo, que nunca se tiene suficiente: si se habla tanto es por lo que tanto se carece; por tanta carencia y conocimiento de si sobre la sexualidad vendremos a ser, respecto a otras, quizás la sociedad/civilización  que de forma inagotable, reiterativa e impaciente  se preocupe del sexo. Foucault advierte que  se trata menos de un  discurso sobre el sexo que una multiplicidad de discursos producidos por toda una serie de equipos que funcionan en instituciones diferentes (ídem:45). En la edad media  se organizó en torno al tema de la carne y el pecado un discurso unitario. En la edad moderna la unidad se descompone, se dispersa y surge una multiplicidad discursiva  de la diferencia que tomarán en cuenta la biología, la demografía, la medicina, la psiquiatría, la psicología, la ética, la pedagogía, la crítica política, la literatura  y la industria cultural de  los medios de masas, llegando a establecerse en la llamada postmodernidad mediante un instrumental técnico anclado en la virtualidad prolífica en reiterar  géneros, clasificaciones, volúmenes, planos, números de participantes y un largo etc., que se prolonga  de forma exponencial.  No  sólo se muestra ahora  en términos de extensión sino de cómo se han proliferado los discursos: por tanto debe buscarse más  en la dispersión de focos emisores  de los discursos, en la diversidad de sus formas y en el despliegue  complejo de red que los enlaza (ídem:45).  El ojo  foucaultiano escrutador no escapa al presente, nos expresa ahora que más que ocultar el sexo, más que  toparnos con una moralina en el lenguaje está  en cómo se ha desarrollado  toda una administración lucrativa de las pulsiones sexuales, que su control no está en la represión sino en la proliferación: nos encontramos ante una amplia dispersión  de los aparatos inventados para hablar, para hablar del sexo, para obtener  que él hable por sí mismo, para escuchar, registrar, trascribir y redistribuir lo que se dice (ídem). Lo cual no está regido por un mecanismo medieval de castidad, es decir, de censura, sino por toda una gama de discursos variados, específicos y coercitivos  que son regulados y polimórficos.


Se mi Valentin, Max Sauco, 2009


Foucault  da cuenta de cómo fueron necesarios varios siglos de estímulo, por diversas vías del discurso, para llegar a hablar de sexo y ello se debe a que el mecanismo  que lo hizo posible es el de la coacción,  al reinar de manera casi universal una prohibición fundamental. Tales prohibiciones  se pudieron levantar  a necesidades precisas que tuvieron que ver con una voluntad de saber y de construir la verdad ficcionadas dentro de un discurso normativo racional científico. Ello permitió abrir ciertas puertas al sexo respecto al discurso normativo pero bajo el cerco de las limitaciones y cuidadosamente cifrado.  Se nutre de una paradoja: en el secreto está la apertura a una nueva ruta que nos puede involucrar. El secreto es requerido al ser confesado para la pastoral cristiana, presentándolo siempre como un enigma inquietanteno lo  que se muestra con obstinación, sino lo que se esconde siempre, una presencia insidiosa a la cual puede uno permanecer sordo pues habla en voz baja y a menudo disfrazada (ídem: 46s).
Foucault lo ve así:
“Lo característico de las sociedades modernas no es en que hayan obligado  al sexo a permanecer  en la sombra, sino que ellas se hayan destinado a hablar de sexo siempre, haciéndolo valer, poniéndolo de relieve como el secreto”, (ídem: 47).

Al hablar de sexo, según toda esta retórica erótica de la modernidad, encontramos con un ejercicio de catarsis, según lo expresado por nuestro autor. De expulsar toda realidad sexual  que no están sometidas  a la estricta economía  de la reproducción. Se trata de hablar de las actividades infecundas, de proscribir los placeres vecinos, de reducir las prácticas que no tiene a la generación como fin.  Gracias a ello los discursos multiplicarán las condenas judiciales por pequeñas perversiones, a ello se anexó que la irregularidad sexual  es síntoma de enfermedad mental, se  especificará cómo debe ser  el desarrollo de la sexualidad desde la niñez a la vejez,  atendiendo a todos los desvíos posibles; se especificaron controles pedagógicos y tratamientos médicos. Moralistas y médicos se centraron en desarrollar toda una serie de fantasías sexuales en torno a la infancia centrada en la masturbación: placeres sin fruto. En fin,  toda una charlatanería con toga y birrete, con método y título, con instituciones y su plantilla de  verdad científica.


Notas:

[i]  Al convertir el deseo en discurso  no podemos dejar de darnos cuenta que en la actualidad ese discurso puede traspasar a la imagen fílmica o virtual. El negocio de la pornografía tiene su aparición en la instauración de ese mecanismo de control de volver al sexo en discurso más que en una escuela de las intensidades del placer, como es el caso de ciertas culturas, en poseer un ars erótica (caso de la Grecia clásica o en las concepciones de ars sexual-religioso orientales: el tantra o el taoísmo).


Bibliografía:

Foucault, M. 1977: Historia de la sexualidad. La Voluntad de Saber, t.1. Siglo XXI Ed. México.

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