miércoles, 1 de junio de 2011

Lo absoluto del saber absoluto


Jorge Aurelio Díaz

Universidad Nacional de Colombia



El propósito de esta exposición es relativamente sencillo: busca examinar el sentido que le otorga Hegel a los términos ‘saber absoluto’ con los cuales titula el capítulo final de la Fenomenología del Espíritu, analizándolos desde una doble perspectiva. Por una parte, como respuesta a la búsqueda, que había sido iniciada por Descartes, de un saber que se halle exento de toda posible duda: ‘saber absoluto’, en este sentido, vendría a significar un saber que se fundamenta a sí mismo, un saber que no necesita de una ulterior justificación, que no permite la menor duda. Absoluto tiene entonces un sentido claramente etimológico: se trata de un saber que no depende a su vez de otro saber, que se halla suelto, desprendido  (ab-solutum), es decir, que a la vez que constituye el fundamento de todo otro saber, él mismo es, en alguna forma, su propio fundamento.
Pero, por otra parte, ‘saber absoluto’ tiene también un sentido religioso como un saber de lo absoluto, ya que el capítulo desempeña la función de síntesis dialéctica de los dos capítulos precedentes titulados respectivamente ‘espíritu’ y ‘religión’. El primero, el espíritu, dicho en términos muy generales, corresponde a la huella que ha dejado en la conciencia de los seres humanos modernos el proceso de culturización de Europa (Bildung) a partir del mundo griego, y el segundo, la religión, corresponde al desarrollo de la religión entendida como la autoconciencia propia de cada cultura, como la forma en que cada cultura plasma sus más elevados ideales.
En esta doble perspectiva, como saber fundamental y como superación de la religión, el ‘saber absoluto’ viene a ser la puerta de entrada a la filosofía, o al sistema filosófico que debería desarrollarse luego de la Fenomenología y al cual ésta servía de introducción. En este saber la religión es ‘superada’, en el sentido hegeliano de la palabra, es decir, es suprimida, a la vez que elevada y conservada, porque con ese saber la religión llega a su culminación, al elevarse por encima de sí misma y hallar en la filosofía su verdadera realización, el sentido pleno de su esencia. Esa ‘superación’ lleva a cabo, según la dinámica del movimiento dialéctico, la síntesis de los dos momentos anteriores, ‘espíritu’ y ‘religión’; es decir que la inmanencia propia de lo cultural se integra con la trascendencia que caracteriza a lo religioso para dar lugar a la verdadera filosofía especulativa. Veremos en qué sentido se lleva a cabo esta síntesis.
Señalemos, por ahora, que esta última figura de la conciencia, este ‘saber absoluto’, no ha dejado de suscitar fuertes críticas por parte de algunos comentaristas del pensamiento hegeliano, porque ven en ella una pretensión inaceptable: la de haber alcanzado un saber definitivo que daría por terminada toda reflexión ulterior, es decir, toda filosofía, y la de haber superado toda religión al haberla convertido en mero saber. Si entendemos así las pretensiones de Hegel, tendríamos que calificarlas de claramente desorbitadas.
En un excelente artículo titulado: El camino de la experiencia: la Fenomenología del espíritu, Luis Eduardo Gama nos presenta las dos formas en que se ha buscado interpretar ese ‘saber absoluto’ con el que culmina la Fenomenología hegeliana. Mientras que unos ven en ello “una prueba del carácter cerrado del sistema hegeliano, impermeable a formas de experiencia históricas distintas a las que Hegel analizó”; otros, en cambio, señalan que “no puede haber un cierre definitivo o un telos sustancial del sistema, en una filosofía que insiste de una manera tan radical en la autonomía del pensamiento” (Gama 165).
Heidegger, por su parte, tomó partido por la interpretación desorbitada cuando, al referirse a la molestia de Schelling ante las críticas que Hegel le formuló en la Fenomenología, comenta:
Hegel, por el contrario, ha reconocido siempre las grandes ejecutorias del amigo más joven, que una vez había llegado a ser famoso antes que él. Años después esto tampoco ha debido costarle mucho, pues él se sabía en posesión del sistema absoluto del saber absoluto, y desde esa posición de todas las posiciones podría dejar valer también a aquellos que él tenía por secundarios. (Heidegger, 15)
Sin embargo, resulta claro que una interpretación así del ‘saber absoluto’ viene a contradecir de manera flagrante, no sólo la insistencia hegeliana en la autonomía del pensamiento, como dice Gama, sino igualmente y sobre todo el carácter histórico del mismo. Tal vez ningún filósofo anterior a Hegel ha tenido una conciencia tan clara de que su pensamiento se hallaba condicionado por el tiempo histórico de su aparición. Mal podría él pensar entonces en un final de la filosofía que clausurara toda apertura de la misma hacia un futuro impredecible.
Creo, entonces, que una lectura serena del pensamiento hegeliano debe hacernos pensar que el sentido de un saber absoluto sólo puede ser el de un saber que ha alcanzado la conciencia humana en un momento dado de su desarrollo histórico, y que constituye un hito imprescindible en ese mismo desarrollo; pero se trata de un hito que, a la vez que corona los esfuerzos del pasado, establece un punto de partida para los desarrollos futuros. Hegel, como muchos de sus contemporáneos, estaba convencido de estar asistiendo a la terminación de un largo periodo histórico cuyos orígenes se situaban en Jerusalén y en Atenas. Ya no se trataba de una peripecia más en la ya larga historia de Europa, sino de la ejecución de su acto final. ¿Qué vendría después? Es algo que Hegel se negaba a predecir, convencido como estaba que la filosofía sólo podía mirar hacia el pasado, porque al buscar la verdad como tal, ésta sólo puede ser hallada allí donde ya la historia se ha cancelado, es decir, en el pasado. Lo que ha sucedido es verdadero sin remedio y no da lugar para predicciones o suposiciones, sino que está ahí para ser comprendido; mientras que el porvenir pasa de manera inexorable por la voluntad de los seres humanos, de modo que su resultado viene a ser por completo impredecible para la razón.
Es en este sentido, y sólo en éste, como Hegel puede hablar de manera consistente de un final de la historia y, correlativamente, de un saber absoluto. Se trata de hacer el balance de la historia pasada que él puede ahora contemplar desde un mirador excepcional: la Revolución francesa. Con ella culmina la historia europea iniciada en Grecia, y se logra así un nuevo saber: aquel para el cual la realidad viene a ser comprendida como autoconciencia, de modo que toda objetividad se muestra como un momento de la subjetividad como tal. Recordemos su bien conocida frase del Prólogo a la Fenomenología: “Según yo veo las cosas, forma de ver las cosas que habrá de justificarse mediante la exposición del sistema mismo, lo importante no es entender y expresar lo verdadero como sustancia, sino entenderlo y expresarlo también como sujeto” (Ph. 19 – Fen. 123) (*)

Retrato de Hegel en el frente  en la  casa que habitó en Sttugart, Alemania.


Ahora bien, formulado así el objeto de dicho saber, si bien es cierto que parece escapar a los excesos en que parecía caer, sin embargo no deja de causar honda extrañeza: ¿cómo así que la realidad debe entenderse como autoconciencia?, ¿acaso la realidad no es precisamente, como lo había señalado muy bien Descartes, lo otro del sujeto, lo otro de la autoconciencia?, ¿cómo pretende Hegel dar un salto desde el sujeto hasta la realidad sin ningún intermediario, cuando Descartes, para superar ese abismo que él mismo había labrado con su duda radical, se había visto obligado a buscar apoyo en la veracidad divina, aunque sin lograrlo? (AT VII 34ss.) Basta recordar su prueba de la existencia de Dios y la certera objeción presentada por el teólogo Antoine Arnauld, el llamado ‘círculo cartesiano’ o ‘círculo de Arnauld’ (ver: Hoyos).
Es cierto que para entender todo el significado de la tesis hegeliana acerca de un saber absoluto haría falta recorrer con paciencia el largo camino que nos presenta la Fenomenología, desde la experiencia ingenua de un saber inmediato hasta la comprensión especulativa de su radical inversión en la cual consiste ese ‘saber absoluto’. Sin embargo, ello no debe ser óbice para que intentemos comprender los rasgos generales de la tesis que Hegel se propuso sustentar: que la realidad tiene la forma de la subjetividad, de modo que entre el sujeto que piensa y la realidad pensada no existe ningún abismo, sino una identidad dialéctica, es decir, una identidad que no descarta la diferencia, sino que la asume como su propio elemento. Es precisamente por esa ruptura o separación que establece la conciencia con su acto reflexivo, gracias al cual ella se pone como lo otro de la realidad y pone la realidad como lo otro de sí, que esa misma realidad despliega su forma de autoconciencia.
Dicho en otros términos, no se trata propiamente, como pensó Descartes, de que la conciencia trate de alcanzar un mundo que le es ajeno precisamente porque ella misma se encargó de apartarlo de sí mediante su reflexión. Se trata de que el sujeto, al tomar conciencia del sentido de su acto reflexivo gracias al cual él se pone a sí mismo y pone la realidad como su otro, comprenda que en él y por él la realidad está tomando conciencia de ella misma. El saber especulativo no es un esfuerzo de un sujeto por apropiarse de un objeto que le es ajeno, sino el acto mediante el cual la realidad misma, en el sujeto y por el sujeto, toma conciencia de sí y expone la forma de su propio devenir.
Ahora bien, para comprender mejor esto tendremos que precisar algunos conceptos y tratar de articularlos de manera adecuada. Con ello analizaremos el primer sentido del ‘saber absoluto’, es decir, su sentido epistemológico y ontológico, según el cual se trata de un saber fundamental para el cual lo que es tiene la forma del pensamiento, de un saber para el cual existe una identidad diferenciada entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. En un saber así, donde sujeto y objeto se identifican en su misma diferencia, no hay lugar para la duda y de ahí su carácter de fundamento para todo otro saber.
Hegel desarrolla su argumentación tomando como punto de partida nuestro saber espontáneo, inmediato, ingenuo, al que llama ‘certeza sensible’. Se trata de la convicción espontánea que tiene la conciencia en el momento mismo de confrontar la realidad: ella considera que esa realidad se halla compuesta de singulares únicos e irrepetibles, donde cada cosa es ella misma y nada más, de modo que su afirmación viene a ser también la negación de toda otra. Ahora bien, al analizar la conciencia ese pretendido saber inmediato, se da cuenta de que las cosas sólo pueden ser dichas, sólo puede referirse a ellas, en la medida en que se muestran como poseedoras de cualidades comunes, de determinaciones que expresamos con términos de carácter universal: mesa, silla, madera, etc. Expresado en términos hegelianos, al reflexionar sobre la realidad, ésta a su vez se reflexiona sobre sí misma al diferenciar en sí un núcleo interior, al que llamamos sustancia, y una serie de determinaciones o cualificaciones que constituyen sus predicados. Las cosas se muestran como verdaderos singulares universalizados, como cosas singulares que tienen un doble carácter universal. Por una parte su núcleo interior o ‘sustancia’, aquello que las constituye como un ‘esto’; ese ‘algo desconocido’ del que hablaba Locke, es decir su sustancia, igual en todas gracias a su misma indeterminación. Y por otra parte sus cualidades o predicados con los cuales se caracteriza ese ‘esto’; determinaciones a su vez de carácter universal, compartidas por diversos objetos posibles: ‘esto es una silla’, ‘esto es una mesa’. El sujeto ‘esto’ y el predicado ‘silla’ son así tan universales el uno como el otro, aunque lo sean de manera diferente.
Estos universales singularizados o singulares universalizados son los que conocemos con el término genérico de cosas. Ya no se trata de singulares únicos, sino de ejemplares de diversas ‘clases’ o conjuntos: mesas, sillas, etc. Al acto mediante el cual la conciencia capta, ya no singulares únicos, sino singulares universalizados, lo llama Hegel ‘percepción’. Y la percepción, como la certeza sensible, tiene también su propia contradicción. Porque ¿qué viene a ser propiamente el esto del cual predicamos que es una silla, o que es una mesa? Como lo había mostrado con toda razón Hume, el esto no es en realidad nada más que una proyección del sujeto cognoscente mediante la cual establece un sujeto virtual para las determinaciones o predicados que le atribuye. La pretendida sustancia de las cosas, o se reduce a sus determinaciones universales, o desaparece cuando se la considera como distinta de ellas. De ahí que la realidad deba ser concebida por el pensamiento científico, no como compuesta de sustancias con determinaciones, sino de fuerzas que se entrecruzan y entrechocan. Se trata de una nueva experiencia de la conciencia en su conocimiento del mundo, la experiencia propia de las ciencias naturales que comprenden el mundo, ya no como un conjunto de singulares únicos e irrepetibles, ni tampoco como un entramado de cosas interrelacionadas pero estables, sino como un completo ‘juego de fuerzas’; experiencia a la que Hegel califica como ‘entendimiento’.
Una vez que la realidad –que parecía en un primer momento sólida, y lo sigue pareciendo cuando no reflexionamos sobre ella– se ha desleído al tratar de comprenderla, y se ha convertido en un indetenible juego de fuerzas contrapuestas y de una infinita complejidad, Hegel considera que la conciencia se halla preparada para dar un giro radical en su manera de confrontar el mundo.
Porque una realidad que se muestra como puro movimiento y en la cual nada es consistente ni estable, sino radicalmente pasajero, no puede por sí misma llegar a tener sentido, ya que su precariedad ontológica se reduce a un mero presente inasible. Sólo podrá llegar a tener sentido para un sujeto que, al tener conciencia de su propia permanencia a través del tiempo, es capaz de hacer que surja un sentido en esa realidad radicalmente pasajera.
Examinemos esto con un poco más de atención. Si la realidad es movimiento, y éste sólo existe en el mero presente, resulta claro que su consistencia ontológica es, por decirlo de alguna manera, mínima. Una realidad pasajera cuya existencia se reduce a la mera exigüidad del presente no alcanza por sí misma a tener sentido alguno, porque su pasado ya no es y su futuro no es todavía. En la mera precariedad de un presente pasajero no alcanza a configurarse ningún sentido. Para que éste surja es necesario que el pasado y el futuro sean, por decirlo así, recuperados, recogidos y proyectados, de modo que sobre ese trasfondo surja el sentido de dicho pasar. Y es esto lo que sólo puede acontecer gracias a un sujeto que tenga conciencia. No es que la realidad no tenga sentido, sino que sólo puede tenerlo para una conciencia que lo haga real: en la realidad misma dicho sentido sólo existe de manera potencial, como una posibilidad que, gracias a la conciencia, se vuelve efectiva. Si bien es cierto que la realidad existe sin nosotros, también lo es que ella no puede tener sentido sin nosotros.
Esta constatación, por lo demás, ha sido retomada por la fenomenología husserliana, como lo señala Juan José Botero explicando a Husserl: “(…) el mundo tiene un sentido sólo porque hay inteligencias para las cuales lo tiene. En otras palabras, el mundo no tiene un sentido independiente de la inteligencia que lo capta” (Botero 120).
En forma muy resumida hemos presentado las tres primeras figuras de la conciencia, o las tres primeras ‘experiencias’ que realiza la conciencia en su intento por comprender la realidad. Como lo hemos indicado: primero ve dicha realidad como un conjunto de singulares únicos e irrepetibles, y a esta forma de conciencia la llama Hegel certeza sensible; luego la comprende como compuesta de singulares que pertenecen a diversas clases, y a esta figura la llama percepción; y finalmente la realidad se diluye en un mero juego de fuerzas ante la mirada de una conciencia a la que Hegel denomina entendimiento. Pues bien, comprender la necesidad de ese proceso, entender que la realidad no puede menos que desleírse entre nuestras manos cuando intentamos comprenderla, nos permite dar el primer paso hacia lo que habrá de ser ese saber absoluto que tratamos de examinar. Con este primer paso comienza la Fenomenología su largo recorrido hacia el ‘saber absoluto’.
Es importante, cuando leemos la Fenomenología, que no perdamos de vista esta primera tríada de experiencias, porque constituyen el punto de partida que marca todo el desarrollo posterior. Oigamos al mismo Hegel:
La necesaria marcha o avance de las figuras de la conciencia, que hemos considerado hasta aquí, para las cuales aquello que ellas tenían por verdad era una cosa ahí, es decir, algo distinto de ellas mismas, expresa precisamente esto, a saber, que no sólo la conciencia de las cosas no es posible sino para una autoconciencia, sino que precisamente ésta y solamente ésta es la verdad de esas figuras. (Ph.128; Fen. 271)
Para comprender todo el sentido de esta observación debemos tener en cuenta algo que Hegel nos había señalado unas líneas antes. Al incontenible fluir de lo real lo entiende Hegel como el verdadero infinito o la verdadera infinitud, ya que implica la inmediata superación de todo límite, de toda determinación. Y nos dice:
La infinitud o, lo que es lo mismo, esta absoluta inquiescencia del puro moverse-a-sí-mismo [o del puro moverse a sí misma la diferencia, o del puro auto-movimiento de la diferencia], y ello en términos tales que lo que viene determinado de alguna manera (por ejemplo, lo que viene determinado como ser), resulta que es más bien lo contrario de esta determinación, ha sido ciertamente ya el alma de todo lo que hemos dicho y visto hasta aquí… (Ph. 126; F. 268)
Esta observación es de la mayor importancia. La experiencia que hace la conciencia humana al buscar comprender la realidad la lleva inexorablemente a que ésta realidad se le muestre como un incontenible devenir, como una realidad que bien podemos llamar ‘heracliteana’, en la cual todo fluye (πάντα ρει), y que el entendimiento busca explicar mediante leyes. Ahora bien, esas leyes, mediante las cuales las ciencias nos explican la realidad no pueden menos de resultar desconcertantes. Porque las leyes en verdad no hacen otra cosa que transformar aquello que es puro movimiento en entidades fijas y discretas que ofrecen formas intemporales. En otras palabras, convierten lo totalmente fluido y circunstancial en algo fijo y permanente. La diferencia universal, es decir, esa ‘absoluta inquiescencia’, nos dice Hegel,
…se expresa en la ley como la imagen constante del inconstante fenómeno. Con lo cual el mundo suprasensible es un quieto o quiescente reino de leyes que queda, ciertamente, allende el mundo percibido, pues éste no representa ni expone la ley sino mediante constantes cambios; el cual quiescente o tranquilo mundo de leyes se halla así mismo presente en él, es decir, en el mundo percibido, y constituye su inmediata imagen [o copia] quieta. (Ph. 114/115; F. 251)
Si las leyes vienen a ser la verdad de un mundo en completo movimiento, ellas se muestran como entidades inmóviles, intemporales, como un ‘tranquilo mundo de leyes’. Pues bien, señala Hegel a continuación, “ese explicar del entendimiento no es por ahora sino la descripción de aquello que la propia autoconciencia es” (Ph. 126/127; F. 269). La quietud de las leyes no es otra que la quietud de la conciencia, gracias a la cual ese devenir incontenible adquiere significación.
Entender esto es muy importante, porque nos hace ver cómo esas leyes que, por decirlo así, fijan la realidad fluyente, la atrapan de manera consistente haciéndonos ver la forma permanente que rige su mismo devenir, esas leyes son la manifestación objetiva de lo que es la autoconciencia, es decir, “una certeza –dice Hegel– que es igual a su verdad; porque esa certeza se ha convertido en objeto para sí misma, la conciencia se es a sí misma lo verdadero [la conciencia se es a sí misma su objeto]” (Ph. 133; F. 275) (**).

Casa donde habitó Hegel en la ciudad de Sttugart, Alemania.

Precisemos esto un poco más. Si la realidad es un incesante fluir incontenible, sólo podrá adquirir consistencia y manifestar de esa manera el sentido de dicho fluir, si disponemos de un punto de vista fijo, de un referente que se mantenga idéntico dentro del flujo mismo de ese devenir. Si la realidad es por completo pasajera, lo permanente en ella es el orden en que ella pasa, la estela que va trazando al pasar. Pero esa estela se pierde en el pasado, desparece, mientras que no haya una conciencia que la recupere, y para ello esa conciencia debe mantenerse igual consigo misma precisamente en ese mismo pasar. De ahí que ese punto fijo sea precisamente la autoconciencia que, sabiéndose a sí misma como idéntica, sirve de punto de referencia para poder determinar el sentido de la realidad que fluye. A ello se refería Kant con el concepto de ‘apercepción trascendental’. Recordémoslo:
A toda necesidad subyace siempre una condición trascendental. Por lo tanto, tiene que hallarse un fundamento trascendental de la unidad de la conciencia en la síntesis de la pluralidad de todas nuestras intuiciones, por consiguiente, también de los conceptos de objetos [Objecte] en general y, consecuentemente, también de todos los objetos de la experiencia. Sin este fundamento sería imposible pensar objeto alguno de nuestras intuiciones, pues éste no es más que aquello de lo cual el concepto expresa tal necesidad de síntesis.
Y remata en el párrafo siguiente: “Esta condición originaria y trascendental no es más que la apercepción trascendental” (KrV A106).
Ahora bien, si la conciencia que lleva a cabo las experiencias de la Fenomenología ha visto cómo la realidad objetiva se le deshace entre las manos, esto la obliga a volver sobre sí para buscar en ella ese punto de apoyo del cual carece, para encontrar en ella y por ella eso permanente dentro de flujo incontenible de lo real. De ahí que de esta conciencia de sí o autoconciencia, nos diga Hegel,
… no es efectivamente sino la reflexión a partir del ser del mundo sensible y percibido, y esencialmente un retorno a partir del ser-otro, o a partir de lo que es otro. La autoconciencia, en cuanto autoconciencia, es movimiento; pero como no hace sino distinguirse a sí misma en cuanto a sí misma de sí misma, resulta que esa diferencia le queda inmediatamente suprimida y superada en cuanto ser otro; la diferencia no es, y la autoconciencia es solamente la tautología del “yo soy yo”, que se diría quieta y sin movimiento; ahora bien, si para la autoconciencia la diferencia no tuviese también la figura o forma del ser [la figura o forma de algo que está ahí], no es o no sería autoconciencia… (Ph. 134; F.  277)
En aras de la brevedad, y para no recargar demasiado nuestra reflexión, evitaremos entrar en una serie de detalles que, si bien son de gran importancia para la comprensión de la propuesta filosófica de Hegel, nos llevarían lejos de nuestro propósito. Digamos que con lo señalado hasta aquí cabe entender, al menos de manera inicial, que la tesis según la cual la realidad debe ser pensada a la luz de la autoconciencia comienza a tener algún sentido. Sin la autoconciencia no resulta posible que la realidad adquiera significado alguno. Más aún, la solidez que los objetos de nuestro conocimiento parecen tener la reciben de la identidad que caracteriza a la autoconciencia. Pero Hegel pretende algo más, a saber, que esa realidad tiene en sí misma la estructura del yo, la estructura de la autoconciencia. 
Y para entenderlo hay que introducir el concepto de ‘vida’ como resultado de las consideraciones que acabamos de hacer, concepto que exige tener en cuenta cómo la realidad, que sólo es comprensible mediante la autoconciencia en su carácter de lo otro de ella, tiene en sí misma una cierta consistencia: “El objeto –dice Hegel– que para la autoconciencia es lo negativo, para nosotros o en sí ha retornado en sí, al igual que por otro lado lo ha hecho la conciencia. Y mediante esta reflexión en sí el objeto se ha convertido en vida” (Ph. 135; F. 278).
Digámoslo con otras palabras, la realidad pasajera es vida en la medida que en ella misma hay una cierta permanencia. Pero ¿de qué permanencia se trata? Precisamente de la permanencia de la vida: la realidad es pensada entonces como una realidad orgánica, viviente. Ahora bien ¿cómo define Hegel la vida? Tenemos aquí unas formulaciones típicamente hegelianas, que suelen repetirse hasta el cansancio, pero a las que pocos parecen prestarle verdadera atención. Oigámoslas:
A esta infinitud simple [o esta simple infinitud], o concepto absoluto, hay que llamarla la esencia simple o la simple esencia de la vida [el ser simple o simple ser de la vida, o que es la vida], el alma del mundo, la sangre universal que, presente en todas partes, no se ve enturbiada ni empañada por ninguna diferencia, ni tampoco interrumpida por ninguna diferencia, sino que es ella misma todas las diferencias, así como el quedar suprimidas y superadas esas diferencias, es decir, una vida que es ella misma pulso y pulsación, pero sin moverse, que es en sí temblor, pero sin perturbación ni alboroto. (Ph. 125; F. 266)
Y pocas páginas más adelante, cuando avanza en el análisis de lo que significa la autoconciencia, nos dice:
La determinación [o definición] de la vida, tal como esa determinación se sigue o se desprende o se obtiene del concepto o del resultado universal con el que hemos entrado en esta esfera, es suficiente para caracterizarla (…); el círculo de esa naturaleza comprende en sí los momentos siguientes: la esencia [es decir, aquello en lo que consiste el ser o la esencia de la vida] es la infinitud en cuando un quedar suprimidas superadas todas las diferencias, es decir, es ese puro movimiento con que gira el eje mismo, esto es: el estar en sí quieto ese movimiento o infinitud en cuanto infinitud absolutamente inquiescente [o inquieta]; es la autonomía misma, es decir, es el reposar por entero en sí ese movimiento, en la cual autonomía o en el cual reposar se han disuelto las diferencias de ese movimiento; es la esencia simple del tiempo que, en esta igualdad consigo misma, cobra la figura pura, simple y sólida del espacio. (Ph. 135-136; F. 279)
Estas formulaciones merecerían una consideración más reposada, pero la premura del tiempo y el objetivo de nuestra exposición nos obligan a seguir adelante. Veamos sólo el comentario que nos ofrece Marcuse en su libro La ontología de Hegel y la teoría de la historicidad, refiriéndose precisamente el concepto hegeliano de vida, cuya movilidad es infinita “porque nunca se acaba, nunca se agota, sino que se mantiene y es asumida en la unidad de lo viviente” (260):
… no es un ente cualquiera entre otros –es más bien un medium, un medio para todo ente, en el cual todo ente es mediado, de tal manera que sólo acontece en esa mediación, –una ‘fluidez’ que acarrea a todo ente, lo empapa y lo penetra todo, y como tal fluidez constituye precisamente la ‘sustancia de lo entitativo’: aquello por lo cual lo ente viene a tener ‘consistencia’. Y como tal fluidez universal la vida no se agota, sino que permanece infinitamente igual a sí misma como auto-consistencia infinita. (261-261)
Creo que una vez establecido este concepto de vida como el movimiento que permanece siempre igual a sí mismo mediante la diferencia de sus momentos, podemos ahora dar un salto hasta el final de la Fenomenología para entender la forma como el texto nos introduce en el saber absoluto. Y para ello conviene recordar los tres grandes momentos que desarrolla ese mismo el capítulo final bajo el título de ‘saber absoluto’.

En primer lugar se analiza ‘el contenido simple del sí mismo que se presenta como el ser’; en otras palabras, se busca mostrar cómo el verdadero concepto de ser, de aquello que es en cuanto que es, tiene el carácter del sí mismo, de la autoconciencia. Luego se explica cómo la Ciencia, es decir, la filosofía, no es otra cosa que el auto-comprenderse del sí mismo: el ‘conócete a ti mismo’ es visto entonces como el verdadero conocimiento de lo que es. Y finalmente se presenta ese saber absoluto como el retorno al saber inmediato, al saber simple, es decir, que tal saber absoluto no es otro que el modo de entenderse el sentido común, pero una vez que ha comprendido a fondo su verdadero carácter de fundamento.
Para nuestro propósito, sólo examinaremos la primera parte, aquella en la cual se nos muestra cómo el verdadero ser debe comprenderse como autoconciencia, que viene a ser precisamente la tesis que señalamos al comenzar este escrito, y que no podía sino causarnos extrañeza.
Para ello el texto comienza señalando algo que ya conocemos: que el carácter de objeto se muestra como desapareciente. Para mostrarlo se recorren de nuevo los tres pasos que hemos visto, pero interpretados ahora en el sentido de que el carácter de objeto no es otro que el resultado de la exteriorización, del proyectarse fuera de sí de la conciencia. Una formulación muy hegeliana de aquello que había dicho Hume: que la sustancia no es más que una proyección del sujeto fuera de sí. Esto, como decíamos, parece contradecir al sentido común, pero tiene sentido si caemos en cuenta de que los objetos no pueden ser objetos sino en la medida en que la conciencia los determina como tales. Ahora bien, determinarlos como objetos no significa únicamente recortarlos del conjunto de lo dado, delimitarlos frente a la totalidad de lo que está ahí. Esa determinación implica igualmente fijarlos con respecto a la absoluta fluidez de lo real en cuanto tal. Si la realidad es un absoluto devenir temporal, radicalmente pasajero, la configuración de un objeto implica, por parte de la conciencia, que ella logre rescatarlo de ese incontenible fluir, lo que no puede hacer sino en la medida en que ella misma no sucumba a dicho devenir. La conciencia no escapa al devenir, pero, al diferenciarse a sí misma de sí misma, mantiene a la vez su identidad a través de él.
Configurar un objeto significa entonces que la conciencia, saliendo de sí misma, proyectándose fuera de sí, se despliegue como el campo a la vez sincrónico y diacrónico que hace posible tal configuración. En este sentido la objetualidad del objeto, su carácter mismo de objeto, de ob-jectum, de puesto ahí, viene a ser el resultado de esa enajenación de la conciencia.
Oigamos de nuevo a Hegel:
Para la autoconciencia lo negativo del objeto [el ser el objeto lo distinto de ella], o el suprimirse y superarse eso negativo a sí mismo, tiene significado positivo, o la autoconciencia sabe esta nihilidad del objeto [o es sabedora de esa nihilidad del objeto], porque [resulta que] es ella misma la que se enajena [o se enajenó], pues es este enajenarse de la autoconciencia donde (o como) ella se pone a sí como objeto [conciencia], o, en virtud de la inseparable unidad del ser-para-sí [la inseparable unidad que el ser-para-sí implica], pone al objeto como sí misma. (Ph. 549; F. 890)



Tumba de Hegel en Berlín

Aquella certeza que Descartes había logrado por el camino abstracto de comenzar separando el acto de pensar de todos sus contenidos y sus formas para quedarse con el mero acto que, al saber de sí mismo, no puede dudar de su propia existencia, Hegel lo alcanza mediante el arduo trabajo de reflexión por el cual la conciencia examina en forma ordenada y sistemática sus propias experiencias. Ahora bien, a la diversidad del método corresponde una profunda diversidad en el resultado. Porque, mientras que el cogito cartesiano se muestra como una certeza abstracta, ajena a toda realidad, situándose en un solipsismo del cual no podrá salirse sin caer en un círculo vicioso –el ya señalado círculo de Arnauld–, el saber absoluto de Hegel se muestra enriquecido por todas las anteriores experiencias que han permitido llegar hasta él.
Se trata de comprender cómo el saber especulativo, en el cual sujeto y objeto se identifican en su misma diferencia ya que se han mostrado como momentos inseparables del verdadero pensamiento, abre el camino a una filosofía de verdad sistemática que comienza por comprender que el verdadero ser tiene la configuración del yo. O, como dice el subtítulo que le fue atribuido a la primera parte del capítulo sobre el saber absoluto por el editor, se trata de comprender “el contenido simple del sí mismo que se muestra como el ser” (Ph. 574).
Como lo señala muy bien Johannes Hoffmeister, en la Introducción del editor que antecede a la conocida edición de la Fenomenología de la editorial Felix Meiner, Hegel retoma la tesis de Fichte acerca del ser concebido bajo la figura del yo, pero con dos importantes diferencias. En primer lugar, ya no se trata de una historia de la conciencia exclusivamente subjetiva, de talante cartesiano, en la cual “el saber se conquista a sí mismo y  conquista sus parámetros sólo a partir de sí mismo, de sus propias actividades, y no a partir de sus relaciones con la Naturaleza y la Historia (porque, según Fichte, esa relación es sólo una auto-posición del yo)” (Ph. XXIII). Y, en segundo lugar, no se lleva a cabo una mera construcción deductiva a partir de “conceptos estáticos”, sino de “una reflexión viviente que se despliega por sí misma en un universo espiritual infinitamente configurado”, como dice Hoffmeister citando al poeta Novalis.
Por su parte Jean Hyppolite, el conocido traductor y comentarista de la Fenomenología al francés, nos dice en su libro Lógica y existencia:
La cosa, el ser, no está más allá del pensamiento, y el pensamiento no es una reflexión subjetiva que sería extraña al ser. Esta lógica especulativa [la de Hegel] prolonga la lógica trascendental de Kant, exorcizando de ésta el fantasma de la cosa en sí que se le aparecería a nuestra reflexión y limitaría el saber en beneficio de una fe y de un no-saber. El saber absoluto significa la eliminación del principio de ese no-saber. (3)
Por razones de tiempo no me detendré a examinar la referencia que hace Hyppolite a la filosofía crítica kantiana, ni seguiré paso a paso el recuento de las figuras de la conciencia que lleva a cabo el texto de Hegel para recordarnos cómo el objeto de la conciencia fue convirtiéndose en un verdadero sí mismo. Creo que ya hemos indicado lo fundamental. Lo que me parece importante recalcar es cómo esta reconciliación entre la conciencia del objeto y la autoconciencia se lleva a cabo tanto bajo la forma de lo en-sí como bajo la forma del para-sí, es decir, tanto bajo la forma de lo dado, de lo que está ahí, como bajo la forma de lo puesto, de lo establecido por la autoconciencia como su otro.
Tratemos de entender lo que esto quiere decir. Hegel hace notar que la conciliación del ser con la conciencia, o del objeto de la conciencia con la autoconciencia, se lleva a cabo, por una parte, en la Religión manifiesta, es decir en el Cristianismo, y, por otra parte, en el Espíritu, es decir en el proceso de culturización de Europa. En la Religión esa reconciliación toma la forma del en-sí, es decir, se ofrece bajo la figura de un Dios que se ha hecho hombre, mientras que en el Espíritu dicha reconciliación se lleva a cabo bajo la forma del ser-para-sí, es decir, bajo la figura de la conciencia moral kantiana, de la cual nos dice Hegel: “Ésta  sabe su saber como esencialidad absoluta, o, lo que es lo mismo: el ser sin más [el ser absoluto] ella lo sabe como la pura libertad o el puro saber” (Ph. 551-552; Ph. 893).
Traduzcamos este análisis altamente conceptual a su efectuación en la historia de la conciencia. Lo que se busca mostrar es cómo la religión cristiana en su pleno desarrollo conceptual, una vez que sus doctrinas fundamentales han podido ser comprendidas como conceptos acerca del sentido último de lo real, nos muestra que el ser humano, en la figura de Jesús, viene a ser la realidad objetivada de lo absoluto como sujeto; pero la Religión realiza esa objetivación bajo la figura de una realidad exterior a la conciencia. Mientras que la moralidad kantiana, por su parte, muestra cómo el sentido último del mundo se halla al interior mismo de dicha conciencia como puro deber.
Conviene tener en cuenta que cuando Hegel analiza la religión cristiana,  no utiliza el término tradicional de religión ‘revelada’ (geoffenbarte Religion), sino que la llama ‘religión manifiesta’ (offenbare), con lo cual pareciera estar refiriéndose, ya no al cristianismo tradicional, sino a su versión luterana y liberal, elaborada por el pensamiento ilustrado.
Ahora bien, aunque ambos lados, como los llama Hegel, es decir, la religión manifiesta y la moral kantiana, están lejos de reconciliarse; sin embargo
… es esa unión la que pone el cierre a esta serie de configuraciones del espíritu, pues en esa unión el espíritu llega a saberse a sí mismo, no sólo como él es en-sí o conforme a su contenido absoluto  [no solamente como él es en sí habiéndose convertido ello en contenido de su conciencia: la religión manifiesta], y tampoco sólo como él es para-sí conforme a su forma abstrayendo del contenido [es decir, conforme a su lado de autoconciencia: la moralidad kantiana], sino que en esa unión el espíritu llega a saberse como el espíritu es en y para sí. (Ph. 553; F. 896)
Una vez más, tratemos de traducir estas formulaciones estrictamente conceptuales a un lenguaje más cercano a nuestra experiencia. Los dos extremos que Hegel busca reconciliar en el saber absoluto corresponden a los resultados alcanzados, por un lado, en el desarrollo de la conciencia intersubjetiva o de la cultura mediante la moralidad kantiana y, por el otro, en la religión manifiesta o el cristianismo luterano. Al primero se llega mediante la reconciliación de dos figuras contrapuestas: el hombre de acción, por una parte, que desde la precariedad de su conocimiento decide actuar aceptando la inevitable unilateralidad de su obrar, y, por otra, la llamada por Hegel “alma bella”, figura del crítico que señala en toda acción humana esa misma unilateralidad excluyente, y que, refugiado en su crítica, se abstiene de comprometerse con la acción. La reconciliación de estas dos figuras, la del hombre de acción y la del crítico, al reconocerse mutuamente como contrapuestas y a la vez necesarias, se lleva a cabo en el seno del Estado de derecho, y constituye la forma subjetiva del ciudadano que comprende cómo el sentido último de su existencia se viene a realizar en la configuración histórica de su sociedad.
Por su parte el desarrollo conceptual de la religión cristiana, o religión manifiesta, presenta en sus doctrinas de manera objetiva cómo la comunidad creyente viene a configurar la plena realización de esa misma sociedad en su devenir histórico. De ahí que reconciliar ambos resultados venga a significar la superación del cristianismo, en el fuerte sentido que el término “superar” (Aufheben) tiene para Hegel. Se trata de suprimir la conciencia imperfecta que ve en una figura histórica del pasado, en Jesús, y en su vida, pasión y muerte, una figura externa a la conciencia, y no la manifestación objetivada de que el sentido último de la realidad, el verdadero Dios, lo constituye la humanidad como comunidad que a lo largo de su historia busca la realización de un verdadero Estado de derecho. Pero esa superación es también una elevación, ya que la nueva figura religiosa, configurada ahora por la comunidad creyente, le quita a la doctrina religiosa su carácter de exterioridad y facticidad para convertirla en la tarea que deberá orientar nuestro quehacer. Y, a su vez, esa elevación significa también una conservación de la religión cristiana y de la realidad moral reconciliada con ella, ya que una y otra cumplen, cada una a su manera, la tarea de llevar al ciudadano común a la comprensión práctica de sus funciones.
Con ello hemos señalado el segundo aspecto del saber absoluto, su relación con la religión, que viene a completar el primer aspecto señalado: con el saber especulativo estamos en condiciones de ingresar a la consideración del sistema mismo que constituye la filosofía, y que debía venir a continuación de la Fenomenología, porque estamos en poder de un saber que se fundamenta a sí mismo, semejante a aquel alcanzado por Descartes con el cogito, pero sin las graves insuficiencias del mismo. Pero a la vez estamos en condiciones de comprender que ese acceso a la filosofía como sistema habrá de significar, en último término, la comprensión del sentido especulativo que la Religión cristiana lleva en su doctrina, y por lo tanto la verdadera superación de la misma.




Bibliografía

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Descartes, René. Meditaciones acerca de la filosofía primera. Seguidas de las objeciones y respuestas. Trad. Jorge A. Díaz. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009. (Citado AT con la paginación de Adam-Tannery).
Gama, Luis Eduardo. “El camino de la experiencia: la Fenomenología del espíritu”. En: Acosta, María del Rosario y Díaz, Jorge Aurelio (eds.). La nostalgia de lo absoluto: pensar a Hegel hoy. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008, pgs. 143-166.
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Hyppolite, Jean. Logique et existence. Essai sur la logique de Hegel. Paris: Presses Universitaires de France, 1952.
Kant, Immanuel. “Deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento”. (Crítica de la razón pura, Primera edición, A 95 – A 130). Presentación y traducción  de Pedro Stepanenko. Ideas y Valores. Revista colombiana de filosofía. No. 127, abril 2005, 99 – 126.
Valls Plana, Ramón. Del yo al nosotros. Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias, 1994.
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(*) Utilizaré con cierta libertad la traducción de la Fenomenología de Manuel Jiménez Redondo, haciendo los ajustes que considere convenientes. En las citas, los números precedidos de Ph se refieren al texto en alemán, los precedidos de Fen se refieren al texto en español. Lo que vaya entre [ ] son adiciones del traductor Jiménez.


(**) Hemos seguido la traducción de la Deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento versión A, elaborada por Pedro Stepanenko (Ideas y Valores, Bogotá, No. 127, abril 2005, 99-126. www.ideasyvalores.unal.edu.co)

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