jueves, 1 de marzo de 2012



Tiranía y política en Aristóteles (III)

David De los Reyes




(Observación: esta es la tercera entrega de cuatro partes sobre la Tiranía y la Política en Aristóteles)

De Tiranías
“…los cuerpos enfermos y los barcos mal construidos 
deben preservarse del peligro con más  ansiedad que los otros.”
Gomperz.

Hay una frase en la Política que pareciera  ser una puerta para abrirle el paso a la tiranía. Es la que pregunta que se hace su autor: ¿Cuándo la ley no puede  decidir en absoluto, o no decidir bien ¿debe mandar el hombre superior a todos los ciudadanos  por encima de la ley?  (1286ª/25). Claro que podemos advertir que el hombre superior no es el que usa la violencia sino la virtud para el mando. Sin embargo se nos refiere que el banquete en que muchos han contribuido es mejor en el  que se es convidado por uno sólo  lo cual, por analogía se llegaría a la conclusión que  el pueblo puede juzgar mucho mejor que uno sólo. Pero la entrada al tirano está ahí, se considerarse superior, está por encima de la ley, no las espera y se impone. La tiranía  será la peor de las desviaciones constitucionales, la que más se aleja de un gobierno constitucional.

1.- Relación entre Monarquía y Tiranía
Relaciona la monarquía y las tiranías; y encontramos que pudiéramos advertir como lo advierte Russell (1973:173) que la diferencia entre monarquía y la tiranía es sobre todo únicamente  ética. Aristóteles reconoce que no ha  habido muchas monarquías excelentes, porque es raro encontrar hombres que descollaran  mucho por su virtud, y tanto más cuando que las ciudades no estaban entonces densamente pobladas (1286b/5s). Al crecer la población se dio la pauta para establecer una república. Los gobiernos monárquicos se desviaron la más de las veces en tiranías. Sea un monarca por ley o fuera de la ley lo que si distingue a esta situación es cómo y para qué fines se constituye la fuerza militar que estará en torno al gobierno. Si en tener junto a sí  una fuerza armada  cuyo fin es sólo asegurar la supervivencia del tirano-monarca o, en otro sentido, un cuerpo de orden público que se distinguiría por la observancia y desempeño de las leyes democráticas e isonómicas. Con arreglo a este principio, los antiguos asignaban sus guardias cuando constituían al que llamaban dictador o tirano; y así cuando Dionisio pidió su guardia, alguien aconsejó a  lo siracusanos que se le diera en la proporción indicada (ibid:1286b/35s)[1]. La tiranía puede ser una monarquía desviada, que se ejerce despóticamente sobre la comunidad política, (ibid:1279ª/15); no es conforme a la naturaleza de Aristóteles, al igual que las otras formas degradadas de gobiernos (ibid:1287b/35). Es por ello que se nos dice que:

“…las dos variedades  de la monarquía, el reino y la tiranía, corresponde la primera a la aristocracia, mientras que la segunda es en cierta manera un compuesto de la extrema oligarquía y de la democracia…la realeza habría sido instituida para proteger a las clases superiores contra la masa, en tanto que la tiranía –y aquí pisamos un sólido terreno histórico- se creó a veces para proteger a la multitud contra los grandes, (Gomperz, 2000:397/98).

Al referirse al sistema monárquico no deja de advertir que hay algunas que son una especie de hibrido. Monarquías de generalato, como Esparta, en la que el rey es el jefe militar ante una guerra extranjera; es un generalato absoluto y perpetuo, pero sin poder dar muerte a sus súbditos, a no ser por un motivo excepcional: expediciones militares bajo ley marcial para aquellos que quisiesen huir o no aceptar la orden. Pero Aristóteles comprende que uno de los  defectos del gobierno espartano, modelo para muchos de los intelectuales de la época,   es que dicha constitución fue tallada para una sola rama de la virtud, la militar.  Por esta razón  prosperaron  y mantuvieron un orden gubernamental mientras estuvieron en guerra, pero bien pronto se deslizaron de la altura que habían alcanzado a causa de que no habían aprendido a vivir en el ocio, es decir, su ética espartana no les permitía la tranquilidad ciudadana de llevar una vida buena.

Otro tipo de monarquía tiránica es la presente en ciertos gobiernos bárbaros, pero que se distinguen de la tiranía radical porque gobiernan en función de la ley heredada, pero como los bárbaros son de carácter más servil que los griegos, y los asiáticos  más que los europeos, soportan sin la menor queja el gobierno despótico (1285ª/15). Debido a eso es que son monarquías tiránicas, por la condición manumisa de sus súbditos. También se diferencian de la guardia; si proviene de los ciudadanos son los mismos habitantes que guardan al rey por la consideración que le tienen; en cambio los tiranos, que desconfían permanente de todos sus allegados, contratan a mercenarios; los monarcas que gobiernan  de acuerdo a la ley y con la voluntad de sus súbditos  reclutan a sus guardias entre sus ciudadanos; aquellos que lo hacen en contra de la voluntad del pueblo  están llevados a pagar por la preservación de su vida a elementos extranjeros a la ciudad.
También nos refiere de las monarquías que se conocen como  dictaduras, las cuales son tiranías electivas, se atiene a las leyes hereditarias  pero no son hereditarias, que es una condición de las monarquías comunes. Estas tiranías electivas fueron llamadas por los griegos como esimenetas, que se caracterizaron por ser dictaduras electivas y no de carácter hereditario, esgrimiento el poder  algunas veces de forma vitalicia y otras por un corto tiempo. El caso de Pitaco nos un ejemplo en el cual la ciudad de Mitilene lo eligió para rechazar a los desterrados que mandaban Antiménides y Alcea el poeta. Este último en sus cantos Escolios refiere  cómo Mitilene  eleva a Pitaco a la tiranía, convirtiéndolo en enemigo de su país, en una ciudad que es indiferente a las malas acciones cometidas o al peso de tal deshonra, terminando alabando en todo momento a su asesino. Sus versos son:

Hayan constituido al plebeyo Pitaco/
tirano de una ciudad abatida y desventurada, y que/
todos  le hayan tributado grandes alabanzas (1285ª).

 Estos dictadores tendrán semejanza con los  dictadores romanos (pudiéramos sumar a los africanos y latinoamericanos), que serán aceptados en circunstancias excepcionales, otorgándoles poderes  en que puedan gobernar por decisiones personales, por decretos y sin consulta de ningún tipo. Pero a diferencia de los dictadores latinoamericanos o africanos encontramos que en los romanos había una cláusula que impedía  ejercer poderes ilimitados ocasionando dismunición de los del Estado, no podían modificar el sistema político (pasar, por ejemplo, de democracia a socialismo), o cercenar las facultades del Senado.
Hay  dictaduras  son siempre tiránicas por ser despóticas pero tienen un elemento que las hace diferentes: que al no ser hereditarias o por usurpación del poder, son electivas por asentimiento popular, por los que se les acerca a una especie de monarquía.

La distinción entre un buen gobernante y un tirano la encontramos a la relación que establece  y constituye su personalidad al definirse respecto a la virtud y la virtud primordial y determinante del gobernante es la práctica de la prudencia, que estará respecto por encima de las demás virtudes; el resto de ellas deben ser asumidas tanto por los gobernantes como para los gobernados (la virtud del gobernado no es la prudencia sino aquella que lo lleve a  manifestar siempre la opinión verdadera, la honestidad). El tirano hará trizas cualquier indicio de prudencia  o no la tendrá en cuenta en su ejercicio personal del poder.
El hombre prudente, como hemos dicho,  estaría  más cercano a aparecer en una monarquía, que es el mejor de los gobiernos si realmente existiera ese dios entre los hombres, cosa imposible. Pero lo que sí es más probable, y recurrente, es que pueda surgir el peor de los gobiernos, basado en el ejercicio único del individuo que realmente no poseerá mayores virtudes,  que en la antigüedad griega se cristalizó en la figura del tirano.  La tiranía como gobierno  es el peor por ser una perversión del mejor (a este le sigue la oligarquía y luego la democracia en tanto gobiernos pervertidos en sus fines).
Recapitulando encontramos que en Aristóteles de la monarquía pueden aparecer tiranías. Hay varios tipos de tiranías que derivan de la monarquía. La primera,  a causa de su naturaleza, coincide en cierta forma con la monarquía antigua, por  el comportamiento  que tienen ante la ley, una especie de monarquía absoluta, propia de los pueblos llamados por los griegos bárbaros, que para la época serían todos aquellos que no hablaban griego y que pertenecían al entorno de Egipto y de las tribus del medio oriente. Sin embargo en la antigüedad griega hubo también ese tipo de gobiernos y fueron llamados sus líderes dictadores. La distinción que hace entre  el régimen monárquico y la tiranía, como ya dijimos,  está  en que si bien ambos son un ejercicio de poder singular, en la monarquía se sustentaba en una base legal y con el consentimiento de los súbditos; en cambio la tiranía era un gobierno despótico y al arbitrio de quienes lo detentaban.  Una tercera que fue el arquetipo de la tiranía más extensiva en el tiempo (habrá que llegar Occdidente a la modernidad para diluirla en los gobiernos constitucionales)  la cual corresponde a lo conocido como monarquía absoluta, que fue el ejercicio del poder singular, llevando una manera irresponsable a gobernar a sus iguales o superiores,  con la mira de su propio interés y no de los gobernados. 




2.- Relación entre democracia y tiranía
Aclaremos algo respecto a la relación democracia y tiranía. El régimen democrático, en su sentido vicioso, se desvía de un gobierno de  hombres libres y virtuosos,  y vendrá a ser el gobernante demagogo, que tendrá mucha similitud –y pre-avisa- al tirano de turno.  Es la democracia popular o demagógica el gobierno que destruye  al retirar las leyes y gobernar por medio de decretos. En ella el servicio en la asamblea es pagado: se compran votos y consciencias; es propio de un pueblo dominado por demagogos, los cuales harán que los ricos sean perseguidos, la autoridad de los jueces sea corrupta y vendida al mejor postor y la clase baja vendrán a ser los amos descontrolados y brutalmente dirigidos. Se establece una diferencia esta democracia con la tiranía por tener en ella establecida todavía una especie de constitución. La democracia puede ir, de esta manera, de  ser una forma moderada de gobierno a una extrema de injusticia y arbitrariedad.
Los demagogos nacen ahí donde las leyes han perdido su poder y el gobierno se constituye en una especie de monarca compuesto de muchos miembros (1291b/10s); es un pueblo, que como monarca   no se sujeta  a ninguna ley, convirtiéndose en un déspota, y los aduladores de la masa obtienen los cargos importantes de la ciudad. Así:

“Un régimen de esta naturaleza es a la democracia lo que la tiranía es a los regímenes monárquicos. Su espíritu es el mismo, y uno y otro régimen oprimen despóticamente  a los mejores ciudadanos. Los decretos del pueblo son como los mandatos del tirano; el demagogo  en una parte es como el adulador  en la otra, y unos y otros tienen la mayor influencia respectivamente: los aduladores con los tiranos y los demagogos con los pueblos de esta especie”, (1292a/10-30).

Como vemos, se pasa a un gobierno popular en que los decretos prevalecen por encima de las leyes. Y si algún magistrado no se pliega al dictamen popular y se eleva alguna queja  contra ellos, se  alega que quien debe juzgar es el pueblo, aceptando éste de buen grado tal petición, disolviendo el poder judicial de las magistraturas. Aristóteles concluye con que no hay república (politeia) donde las leyes no prevalecen o gobiernan. En una república  la ley debe tener calidad de suprema y los magistrados, independientemente de influencias terceras, juzgar los casos particulares; la ley es, por tanto, reducida a ser razón sin apetito (ibid:1287ª/30), y por tanto imparcial. Los gobernantes que buscan lo justo deben tender a lo imparcial; ahora bien, la ley es lo imparcial.
De esta forma las leyes vienen a ser un instrumento que mide la condición de las formas de gobierno en su aplicación,  en su rectitud o en su desviación. Las leyes deben establecerse en vista de las constituciones y  no las constituciones en vista de las leyes. La constitución es la organización de los poderes  en las ciudades, las que determinan de qué manera se organizan y distribuyen las actividades dentro del espacio público, y cuál debe ser en las ciudades el poder soberano; las leyes, la norma imparcial por encima de las irregulares pasiones de los hombres, regulan el modo como los gobernantes deben gobernar y guardar el orden legal contra los transgresores (ibid:1289b/5). A ello debemos agregar un factor importante en toda democracia, el que:

“…una constitución  alcanza una existencia  duradera menos por sus cualidades propias que por la habilidad demostrada por los jefes de Estado en el manejo  de los carentes  derechos  y de privilegios. Tratan a los primeros  con suma deferencia ahorrándose en lo posible toda mortificación y perjuicio evitables; antes bien, llaman a los más capaces a participar en el gobierno. En cuanto a sus relaciones con los segundos, la establecen sobre la base de la igualdad democrática”, (Gomperz, 2000:395).

Como notamos un gobierno constitucional es la república, pero en su desviación puede caerse en una tiranía de la mayoría, acarreando una deficiencia en el orden y  es, como se ha dicho, la menos constitucional de todos los gobiernos y, por ende, el peor (ibid:1293b/25).


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3.- Tiranía y ostracismo
Lo contrario al gobierno del tirano es la del monarca virtuoso, que también es un gobierno dirigido por uno sólo pero  tiene  la condición que lo distingue de forma determinante del primero. Hombre sobresaliente por su extremada virtud (1284ª), y en su mando demuestra que no hará falta ni grupos ni la mayoría para llevar a buen gobierno a la ciudad. Pero tal hombre sería un verdadero dios entre los hombres. Ante ellos no se puede imponerle ley alguna, no puede  haber  ley con respecto a tales hombres, pues ellos mismos son la ley (idem, 10). Tales hombres sobresalientes las democracias los castiga o se salen de ellos eliminándolos o exilándolos. El mecanismo más utilizado en la antigüedad fue el ostraicismo voluntario o impuesto; ante la igualdad corrupta del conjunto, la diferencia de virtudes y capacidades escuece; pero también será aplicado  a los que posean demasiada riqueza, o por tener numerosos relaciones o por cualquier otra influencia política que vaya contra la mayoría demagógica; el ostracismo es destierro de su ciudad por un determinado tiempo. Aristóteles retoma el caso expresado por Herodoto (V,  92), respeto a  Periandro y Trasíbulo (s. VII), el primero tirano de Corintio  y el segundo de Mileto. El consejo de Periandro a Trasíbulo nos muestra que el primer gobernante no respondió nada al mensajero  que le envió Trasíbulo  en demanda de consejo; Periandro quedó callado pero mando igualar el campo  podando las espigas  que descollaban; el mensajero no entendió su acción pero al contársela este a  Trasíbulo  inmediatamente comprendió lo que había que hacer, deshacerse de los ciudadanos sobresalientes. Política que no sólo ha sido beneficiosa para los tiranos que la practican sino también para las oligarquías y las democracias populares. El ostracismo tiene el efecto de rebajar  a los ciudadanos eminentes y desterrarlos (ibid:1284ª/35). Situación que puede aparecer en los regímenes rectos como en los desviados, ambas hacen eso en vistas de su propio interés. Aristóteles  afirma que hay cierto sentido de justicio política en el argumento a favor del ostracismo cuando es aplicado a inminencias indiscutibles (las cuales no se ven eliminadas físicamente).
Gomperz  (2000:367) señala que el ostracismo es el instrumento que recurren respecto a personalidades de cierta excepción:

“…la dificultad provocada por las naturalezas excepcionales, nos dice Aristóteles, llevó a las democracias a introducir el ostracismo. Sin duda el concepto del hombre excepcional o superhombre se modifica aquí un poco por el hecho de que a las extraordinarias cualidades personales se añade la simple preponderancia que resulta de las riquezas, del gran número de partidarios o de la importancia política alcanzada por otros medios”.

El ostracismo vino a ser un instrumento indispensable contra los individuos que tenían una influencia excesiva en los asuntos del Estado. La tendencia niveladora en las democracias se hace presente al instaurar tal recurso político.
Al contrario del individuo condenado al exilio el ciudadano reconocido públicamente no era debido a su fuerza corporal, su riqueza o por el número de partidarios seguidores, sino  por causa de su virtud. A tal individuo nadie pensará expulsarlo o alejarlo temporalmente de su participación pública; tampoco puede ser sometido a la autoridad. A tales naturalezas sólo queda obedecerlas con alegría (ídem).




4.- Revoluciones y Tiranía
En el libro V de Política, Aristóteles aspira a comentar el por qué de las causas de las revoluciones y el fallo de la vida constitucional debido a su corrupción y desviación, a su poca  presencia  en la vida política de la ciudad y a su condición para que sea propiciadora de mudanzas políticas. En principio toda constitución define un sentido de justicia que debe contemplar la organización de los poderes  en ella contenida. No puede definirse en función de un patrón absoluto o ideal sino contemplando la dinámica de los principios que mueven a una sociedad. Cuando no viene a satisfacer la aspiraciones de algunos de los estamentos o clases sociales, por causa de unos y otros, cuando no obtienen de la república la parte que estiman corresponder a las ideas (intereses, agrega el autor), promueven las revoluciones.  Advierte que los hombres que tienen más razón  de sublevarse ante un reino de injusticia son aquellos que tienen un grado alto de virtud (a quienes considera nuestro filósofo como los únicos que pueden reclamar con razón la desigualdad absoluta por su condición, como es el caso del monarca virtuoso, visto antes), pero  son los que por lo general menos  llevan a cabo empresas políticas tan temerarias. Otros se sublevan por su linaje o por su riqueza, o a causa de su desigualdad ensoberbecida no aceptan la igualdad de derechos. Podemos resumir que entre las causas ocasionales de sedición contra el poder establecido encontramos las siguientes:  temor al castigo,  rivalidad personal, desprecio provocado por la mala administración, intrigas electorales, violencias sufridas y también penas de amor, disputas entre  herederos, peticiones matrimoniales rechazadas, querellas familiares de toda suerte.  Toda una variedad que motiva el levantamiento por parte de los afectados que sienten una injusticia o una situación inaguantable vivida por el ejercicio político. Russell (1973:172),  encuentra una diferencia entre las revoluciones antiguas y las modernas esto: “…todas las revoluciones giran en torno a la regulación de propiedad. Él rechaza este argumento, manteniendo que los mayores crímenes son debido al exceso más que a la indigencia; ningún  hombre se vuelve tirano para evitar sentir frío”.

La caída de una tiranía  puede ser también provocada desde afuera, tan pronto se le opone una forma política y hostil y de mayor poder; son sus enemigos la democracia, la aristocracia y la realeza. Desde dentro surge su ruina a partir del momento en que los miembros de la casa principesca comienzan a enfrentarse entre sí. De las dos principales causas de la hostilidad, el odio y el desprecio, la primera es inevitable,  pero en la mayoría de los casos  la ruina sólo se provoca al agregarse la segunda. Es por ella que quienes fundaron la tiranía pudieron generalmente mantenerla; sus sucesores, en cambio, a quienes la vida disoluta tornó despreciables, casi siempre perdieron su poder. Nuestro filósofo se pregunta cuál es el factor más eficaz en casos semejantes: ¿el odio o la cólera? Y responde: cierto es que la cólera impulsa vigorosamente a la acción  de modo más inmediato, pero su característica falta de reflexión la hace al fin de cuentas menos peligrosa, por su ceguedad en el control de su acción.  
A esto reduce los motivos y principios por lo cual vendrán a ser la fuente de las revoluciones, de donde surgen las discordias civiles. Sin embargo, las revoluciones pueden no ir en contra de la constitución vigente, sino que sus promotores vendrán a ser partidarios de la misma, estableciendo a bien una monarquía o una oligarquía pero a condición de ser ellos los que detenten la administración de los poderes establecidos. En criollo sería la mudanza política del quítate tú para ponerme yo, como dice el estribillo de la canción caribeña conocida Las mudanzas o cambios de régimen político, las llamadas revoluciones, tienen su causa en la desigualdad; situación en que los desiguales no reciben lo que corresponde a su desigualdad (1301b). En el fondo se trata de la disposición, motivación y principios de los participantes en el conflicto civil lo que vendrá a determinar la dirección de la lucha revolucionaria. Bien por ser aspirantes a establecer una igualdad (que la  igualdad puede ser o bien por número o  bien por mérito), o una desigualdad, o una supremacía (por monarquía o dinastías tienen el poder absoluto), ante la ley, la cual siempre tenemos  que está condicionada por un estamento social a no recibir lo que ellos dicen corresponderles socialmente.
Entre los motivos que  impulsan a una disposición perturbadora del ánimo  para comenzar una revolución están  el lucro, el honor, la soberbia, el miedo, el afán de superioridad, el desprecio, el incremento desproporcionado de poder o sublevarse por un sentido de sobrevivencia y justicia:   el escape a la deshonra o al castigo. Pero también podemos encontrar la rivalidad electoral, la negligencia, la mediocridad y la disparidad o desigualdad (ibid:1302ª). El poder ensoberbece, lo cual puede llevar a que una facción de ciudadanos se subleven ante el corrupto abuso desmesurado y contra la constitución que otorga privilegios  a aquellos, en la misma medida que alimentan su codicia por el erario público, los impuestos o los bienes de los particulares o de la comunidad.  Sin embargo, Aristóteles observa, que también pueden darse pie a revueltas sociales por pequeñeces,  debido a cómo son afectados los que están en el poder  por asuntos de amor, como fue el caso de los siracusanos y los cambios que se hicieron a su constitución. Las amadas (y  amados), también pueden ser causa de disturbios  bien directa o indirectamente (ibid:1303b).
Las revoluciones pueden surgir por fuerza o engaño. Por fuerza, cuando los revolucionarios ejercen presión desde el principio mismo de la rebelión. Por engaño, bien porque los ciudadanos son engañados en un principio para dar inicio a la sedición y obtener el cambio de gobierno, siendo sometidos posteriormente por la fuerza contra su voluntad por los líderes de la misma. La conclusión es que toda revolución, sea quien gane o pierda en su desarrollo, siempre  afecta, en general, a todas las formas de gobierno.
Tenemos también el caso de  Clístenes.  Que también será una revolución pero contra  el gobierno tirano. En él se presenta la situación en que se adquirió cualquier individuo que viviese en Atenas, la ciudadanía después de haber tenido lugar su revolución. En Atenas Clístenes después de la expulsión de los tiranos,  legisla una  nueva división de las familias o tribus  que conformaban la ciudad, incluyendo a extranjeros y metecos de extracción servil para con ellos defender la democracia. Aristóteles duda de que si la adquisición de esa ciudadanía ha sido justa o injusta; se pregunta si podrá ser ciudadano quien se haya hecho de forma injusta, es decir, impuesta por un gobernante aunque se defina demócrata; sin embargo, luego de entrar en una república que ha salido de una tiranía o una oligarquía, sean justos o injustos los aceptados en la ciudad deberán ser llamados ciudadanos, (ibib1276ª/5), con lo que se vieron llevados a defender sus derechos por la adhesión democrática a la ciudad.  Tres serán los requisitos indispensables para frenar el avance de las revoluciones tiránicas:

Los tres requisitos para impedir la revolución son la propaganda gubernamental en la educación, el respeto por la ley, incluso en las cosas pequeñas, y la justicia en la ley y en la administración, esto es, la igualdad según la proporción, y para cada hombre el gozar de lo suyo (1370 a/b, 1310 a). Aristóteles no parece haberse percatado nunca de la dificultad de la igualdad según la proporción. Si esta ha de ser la verdadera justicia, la proporción debe referirse a la virtud. Ahora bien, la virtud es difícil de medir, y es un tema de controversias de partido. En la práctica política, por tanto, la virtud propende a ser medida por las rentas; la distinción entre aristocracia y oligarquía, que Aristóteles intenta fijar, es posible donde solo haya una nobleza hereditaria muy bien establecida. Incluso entonces, tan pronto como exista una extensa clase de hombres ricos que no sean nobles, han de ser admitidos estos por el poder por el temor de que hagan una revolución (Russell, 1973:173/174).

Aristóteles recrimina a la mayoría  su carácter caprichoso y la miopía política  que con tanta frecuencia hace sacrificar  el bienestar futuro a los intereses del momento, (Gomperz, 2000:384). Es por ello que presenta su posición constitucional  un elemento a favor de la conservación de la constitución   más que su contrario, el de cambiarla o transformarla en sus leyes y espíritu, bien sea por una revolución o un cambio de gobierno[2]. Y podemos agregar que respecto a los cambios políticos y las revoluciones en la antigua Grecia: “El Estagirita demuestra poseer unos conocimientos históricos extraordinarios, así como una comprensión penetrante y una gran sagacidad al considerar los hechos y los acontecimientos políticos verdaderamente notables (Reale 1985:119).
No podemos dejar de pasar la opinión de Russell (1973:173), al respecto de este tema, el cual hace referencia a la distinción entre las tiranías antiguas y las latinoamericanas:

“Hay una larga discusión sobre las causas de la revolución. En Grecia, las revoluciones eran tan frecuentes como antaño en Latinoamérica, y, por tanto, Aristóteles tenía una copiosa experiencia de la que sacar inferencia. La causa principal era el conflicto entre oligarcas y demócratas. La democracia, dice Aristóteles,  surge de la creencia de que los hombres son igualmente libres deben ser iguales en todos los respectos; la oligarquía, del hecho de que los hombres son superiores en algunos aspectos reclaman demasiado. Ambas tienen una especie de justicia pero no la mejor.  En consecuencia, ambos  partidos, siempre que su participación en el gobierno no concuerda con sus ideas preconcebidas, promueven la revolución (1301 a). Los gobiernos democráticos están menos expuestos a las revoluciones que las oligarquías, porque los oligarcas pueden reñir unos con otros. Los oligarcas parecen haber sido individuos enérgicos. En algunas ciudades, se nos cuenta, hacían un juramento: Seré enemigo del pueblo, e idearé todo el daño que pueda contra él. Hoy en día los reaccionarios no son tan francos.





5.- Demagogia y tiranía
La figura del demagogo siempre estuve muy vigente en los círculos de los gobiernos democráticos de la antigüedad (no menos en el presente, podemos agregar). Los demagogos siempre han utilizado al pueblo para sus intereses de poder.  Las democracias son subvertidas por éstos en unión de otra clase que detenta cierta influencia (económica, política, religiosa, etc), en la ciudad-estado. Bien porque se unen a la oligarquía, o con los notables, o con los militares, o pagan al pueblo  para llevar a cabo el establecimiento de sus propios intereses. Aristóteles expone varios casos, todos interesantes, pero podemos nombrar algunos.  Como el de la democracia en Megara, donde lo demagogos, para poder distribuir entre el pueblo el dinero de las confiscaciones, expulsaron de la ciudad a muchos de las clases altas, hasta que siendo muy numerosos los desterrados, regresaron a la ciudad y vencieron a los demagogos y al pueblo en una batalla y establecieron la oligarquía.
El caso es que los demagogos, con la mira de alagar al pueblo, al impulsar la revolución  agravian a las clases superiores, con lo que promueven su unión, bien sea repartiendo o invadiendo sus propiedades o reduciendo sus ingresos por la imposición de servicios e impuestos públicos; también por causa de difamación ante los tribunales para con ello confiscar sus bienes. Cuando el demagogo, en la antigüedad, era militar se transformaba en tirano,  en la mayoría de los casos las tiranías surgieron a causa de los demagogos.  Aristóteles nos dice que provenían del estamento militar, por no haberse desarrollado aún en ese  momento la capacidad de la oratoria para seducir y convencer por la palabra –y no por la fuerza física- a las mayorías. Con el auge de la  retórica, los que dirigen al pueblo, más que por capacidades, inteligencia y formación para dar soluciones reales a lo público, sustentan su cargo por el saber hablar únicamente, pero la inexperiencia que tenía de lo militar, el movilizar grupos humanos y la logística requerida para obtener ciertos objetivos políticos, les impedía de hacerse del poder total. Aristóteles señala que en los tiempos antiguos (siglo VII y VI a.C), las tiranías eran más frecuentes que en su momento (siglo IV a.C),  en razón de que ocupaban cargos importantes (ibid:1305ª).  Nos expone el caso sufrido  en Mileto  por a pritanía, (Magistrado supremo el cual tiene la autoridad total en asuntos  de gran importancia para la ciudad. El Pritaneo era el altar de la ciudad y su más alta expresión simbólica) en relación al gobierno de Trasíbulo.
En un pueblo de campesinos los demagogos con aptitudes militares vendrían a tener la aspiración de tiranos; para ello se ganaban la confianza del pueblo, siendo la base de esta actitud la enemistad y la pugnacidad, la humillación  y el maldecir contra los ricos.  Este es el caso de Pisistrato en Atenas al sublevarse contra los habitantes de la llanura. También de Teágenes de Megara, degollando  el ganado de los ricos que atacó al pastar junto al río. Igual Dionisio catalogado de tirano por  sus acusaciones contra Dafneo y los ricos, y por su perpetuo odio contra aquellos, fue tomado como amigo del pueblo. Pero el pueblo se convierte en demagogo dentro de una democracia al asumir, como hemos visto antes, el arbitrio de las leyes; la solución para tal situación en Aristóteles está en que las tribus (los grupos de fuerza y poder económico y político, diríamos hoy), vendrían a nombrar  a los magistrados y cargos públicos, separando a pueblo de tales atributos.
En el caso de las oligarquías, a razón de su vida disoluta y disipación de su propia fortuna aspiran ellas mismas a la tiranía o instalando  a otro en ella que defienda sus intereses y parasitismo público (caso de Hipariano con Dionisio de Siracusa). Las mudanzas políticas por  los oligarcas  pueden ocurrir en tiempo de guerra o de paz, pues al desconfiar del pueblo emplean tropas mercenarias o militares comprados por el mejor postor (es el caso en cómo se convierte en tirano  Tomófanes de Corinto). También pueden llegar a negociar una parte del gobierno con la masa popular, previendo el que el tirano establecidos por ellos se vuelva en contra de ellos. Pero en paz o en guerra ponen su confianza en el uso del ejército para sus intereses de grupo, teniendo también los magistrados neutrales y en pro de sus casos (caso  de la ciudad de Larisa con Simón en tiempos de los Aleuadas y en la ciudad de Abidos en la época de la división política de los partidos en la que en uno participaba el tirano Ifíadas (ibid:1306ª).
Las tiranías  originadas por  la inconformidad oligárquica o democrática buscan  mantenerse por muchos años en el poder; no creen en la alteridad democrática para nada. Los tiranos por lo general en la antigüedad eran personalidades importantes y de prestigio por su actitud demagógica ante las masas. Nos reseña que había ciudades  que sus gobernantes al asumir sus cargos juraban así: seré enemigo del pueblo  y aconsejaré contra el todo el mal que pueda, cuando debió haber sido todo lo contrario: no haré agravio al pueblo (ibid:1310ª).
Además de una educación adecuada a la respectiva forma de gobierno, la  norma  contra el establecimiento de las tiranías está en desarrollar una actitud en la mayoría de defender la constitución. Sea la forma de gobierno que exista si se quiere llevar a buen puerto debe sustentarse el mandato en el principio importantísimo de velar porque la porción de los ciudadanos adicta a la constitución sea más fuerte que la hostil (1309b).
Para Aristóteles el perpetuar la democracia republicana no es bajo el espíritu de entender la libertad en la que uno hace lo que cada uno le plazca, no se trata de vivir cada cual a sus anchas y en la medida de sus deseos (Eurípides), sino se trata de vivir de acuerdo a la constitución, lo cual no debe entenderse en ser esclavo de la ley sino salvaguardarla.
La tiranía podía ser establecida por un compuesto de oligarquía (militarismo, agregamos nosotros) y democracia (pueblo demagógico) en sus formas extremas y es la forma más perniciosa para los ciudadanos o súbditos. Ello por ser una mezcla de los dos males, teniendo por consecuencias agravios y errores de ambas formas de gobierno radical. Por lo general el tirano es elegido por una multitud popular para oponerlos a los hombres notables, en principio, o a otros déspotas, con el fin de que el pueblo no resienta  ninguna injusticia por parte de aquellos. Como se ha dicho, la mayoría de los tiranos surgen de los demagogos que previamente han capturado la confianza del pueblo mediante calumnias a las otras clases sociales (media o ricos).  Las tiranías surgieron por un crecimiento de la demografía pobre en las ciudades o de la ambición de monarcas en querer  tener un mando despótico, separado de las leyes y de la constitución, rebasando los límites de la costumbre tradicional del mando de gobierno.
Ello nos muestra que  siempre, y en cualquier época, pueden estar dadas las condiciones para la aparición del tirano, el cual es engendrado por una mayoría desilustrada, ignorante, pobre o de una ambiciosa oligarquía venida a menos en sus intereses. En la antigüedad griega tiranos surgieron por herencia, al pasar de reyes a esa condición, como Fidón de Argos; otros por ocupar cargos de magistraturas importantes, como las nombradas del pritaneo, cuyos casos encontramos en los tiranos de Jonia y Falaris. Demagogos muchos en la antigüedad: Panecio en Leontino, Cipselo en Corinto[3], Pisistrato en Atenas, Dionisio en Siracusa surgieron de esa condición. La tiranía tiene como fin no mirar a los intereses públicos (así en una primera instancia pretenda hacerlo para ganarse el voto popular!), ellos sólo vendrá a servir a sus propios intereses y de sus allegados inmediatos: su entorno de gobierno. Aristóteles nos advierte que es por ello que el fin del tirano es su propio placer, en tanto que el buen gobernante es el bien general o colectivo. El tirano quiere riquezas; el monarca el honor. La guardia del tirano está formada por extranjeros y mercenarios; la del rey  la forman ciudadanos.

“La tiranía  tiene con todo evidencia de los vicios  que son propios tanto de las democracias como de la oligarquía. La oligarquía, el tener como fin la riqueza (ya que a este medio único debe necesariamente recurrir el tirano para mantener a su guardia y a su lujo). En seguida, la desconfianza absoluta en el pueblo (motivo por el cual lo privan de sus armas. Y asimismo es vicio común de ambas, oligarquía y tiranía, el maltratar al pueblo, expulsarlo de la ciudad y dispersarlo). De la democracia tiene la tiranía el hacer la guerra a las clases superiores para acabar con ellas por medios clandestinos y ostensibles, y desterrarlas como rivales que se le oponen en el ejercicio del poder, ya que es en ellas donde suelen incubarse las conspiraciones, al querer unos mandar y los otros no resignarse a la esclavitud”,  (ibid:1311ª).

Es la conclusión aristotélica respecto a la política del tirano impuesto por una facción oligárquica o democrática.  Respecto a esta última lo ilustra con el caso de la solicitud de consejo del novato tirano Periandro al resabido tirano Trasíbulo, que al cortar las espigas que sobresalían en el campo de trigo que estaba ante los ojos del mensajero del primero, representaba  suprimir a los más eminentes de la ciudad. La historia nos dice que Trasíbulo no le dijo nada a dicho mensajero, y eso le dijo a Periandro al regresar, pero este le preguntó qué hacía cuando se lo preguntaba, y entonces dijo que mandó a cortar el trigo que sobresalía del resto, y así fue cómo entendió el novel tirano la acción aconsejada por el otro sin nombrar para nada por la palabra qué hacer.
Las conspiraciones  pueden surgir en cualquier régimen de gobierno constitucional sea democrático, tiránico, oligárquico y monárquico, pues siempre habrá elementos que ambicionan riqueza y honor en abundancia, cosas que muchos envidian y codician (|1311ª).
Los ejemplos históricos de conspiración contra tiranos en Aristóteles son varias. Está el de los Pisitratidas, el cual se originó por el ultraje de la  hermana de Harmodio y la vejación sufrida por éste que hizo que su otro hermano, Aristogiton,  actuara en defensa de Harmonio. En el caso de Filipo al ser atacado por Pausanias,   al permitir que este fuera insultado por Atalo y sus  amigos; Amintos el Pequeño  al ser insultado por Derdas, por jactarse de haber abusado y gozado de su juventud. Evágoras de Chipre fue asesinado por  un eunuco que se sentía ofendido por su hijo Nicocles al quitarle su mujer. Como muestra el estagirita, muchas conspiraciones en la antigüedad también surgieron por haberse mancillado la honra corporal de sus súbditos. 
Si bien una tiranía puede ser destruida  desde afuera por otra república más poderosa y de constitución opuesta también puede ser atacada desde su propio interior y destruirse a sí misma cuando viene la discordia entre quienes participan  de ella. El caso antiguo es el de Gelón, porque Trasíbulo, hermano de Hieron, adulaba al hijo de Gelón y le inducía a los placeres con el fin de mandar sobre él. Sucedió que los familiares de Gelón  se unieron para salvar su parte en la tiranía, sacrificando sólo a Trasíbulo, pero los otros conspiradores conjurados con el pueblo aprovecharon la ocasión  y los echaron a todos (1312b).
Encontramos que pueblos enteros se opondrán a la tiranía que los dirige. Son los casos como el de Calcis, el pueblo, aliado con los notables, mató al tirano Foxos, y enseguida se apoderó del gobierno. En Ambracia a su vez el pueblo, en unión a los adversarios del régimen, expulsó al tirano Periandro, e hizo pasar a sus propias manos el gobierno de la ciudad.
Los dos motivos más resaltantes de atacar a las tiranías, como hemos dicho antes, son el odio y el desprecio. Bien sabemos que todas las tiranías son  motivo de odio pero también han sido destruidas por el desprecio o la cólera que inspiran. Observa el piripatético que aquellos tiranos que conquistaron el poder lo mantuvieron y los que lo heredaron y se convirtieron en tiranos lo perdieron al entregarse una vida al goce y a la vida disoluta, inspirando desprecio al pueblo y despertando derribarlo por ello.
Finalmente podemos agregar la observación de Jaeger (1983:312 cuando apunta que  respecto al tratamiento de las desviaciones del estado por el estagirita esto:

“La teoría de las enfermedades de los estados y de los métodos para curarlas está modelada  sobre la patología y la terapéutica del médico. Apenas es posible imaginar cosa más opuesta a la doctrina de una norma ideal, que había constituido la teoría  política de Platón y la de Aristóteles en sus  primeros días, que esta idea según la cual no hay estado tan desesperadamente desorganizado que no se pueda  por lo menos correr el riesgo de ensayar una curación. Los métodos radicales lo destruirían  con seguridad breve; la medida  de las capacidades de recuperación  que pueda poner en ejercicio debe determinarse exclusivamente examinándola a él mismo y la condición en que se encuentre”.




Notas:

[1] Los guardias de corps  del rey o del tirano eran llamados doryphóroi.

[2] Recordemos lo planteado por Edmund Burke que refiere a los cambios de leyes:   “El poder de la ley para hacerse obedecer descansa por entero sobre la fuerza de la costumbre y ésta sólo se forma por el correr del tiempo. Así, el pasar con facilidad de las leyes existentes a otras leyes nuevas es un debilitamiento de la esencia íntima de la ley”, (cit. en Gomperz, 2000:409).

[3] Herodoto  es la referencia de Cipselo de Corinto, al que refiere una particular condición: "Y, una vez erigido en tirano, he aquí la clase de hombre que fue Cipselo: desterró a muchos corintios, a otros muchos los privó de sus bienes, y a un número sensiblemente superior de la vida. Cipselo ejerció el poder por espacio de treinta años y su vida fue afortunada hasta el final, sucediéndole en la tiranía su hijo Periandro". Heródoto V, 92.



Bibliografía
AA/VV, 1972: La Filosofía Griega, coord. Brice Parain. Ed. Siglo XXI, México.
Ansieta Nuñez, Alfonso: 1987: El concepto de tirano en Aristóteles y Maquiavelo. Ver en: http://www.rdpucv.cl/index.php/rderecho/article/viewArticle/197. Visto el 24 de septiembre de 2011.Arendt, H. 1972: La crise de la cultura.  Ed. Gallimard, France.
Aristóteles, 1963: Política. UNAM. México. 
                   1973: Obras Completas. Aguilar. Madrid.
Hadot, P., 1998: ¿Qué es la filosofía antigua? F.C.E. México
Herodoto: 1989: Los nueve libro de la historia. Edaf. Madrid.
Fraile, G., 1956: Historia de la Filosofía. Ed. Autores cristianos, Madrid.
Guthrie, W., 1953: Los Filósofos Griegos. F.C.E. México.
Jaeger, W.: 1983: Aristóteles. F.C.E., México.
Reale, G. 1985: Introducción a Aristóteles. Ed. Herder. Barcelona.
Ross, W., 1957: Aristóteles. Ed. Sudamericana. Buenos Aires.
Russell, B.: 1973: Historia de la Filosofía. Ed. Aguilar. Madrid.






Mesa y Libertad
Alberto Soria

(profesor.albertosoria@gmail.com)  
Jalf Sparnaa




RESUMEN

Democracy increased the number of those of us, sitting at the table. We could have better products and more cooks. Taste did not need to ask for permission to travel. Fragrances were not detained at checkpoints or customs.

You eat better in freedom. There is more and more, virtually endless, possibility of choosing. Democracy, and also lack of democracy and restrictions, can be viewed, not only in the streets and the press, but also at the day-to-day table.

Freedom can be smelled; it is drinkable, chewable. Democracy at the table also has its price. The evil ones, deceit and speculation form part of the process. Knowing to choose also means knowing to live.

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La democracia hizo que los sentados a la mesa fuéramos más. Que pudiéramos tener mejores productos y más cocineros. Que el sabor no tuviese que pedir permiso para poder viajar. Que los aromas no fuesen detenidos por alcabalas ni en aduanas.

Con la libertad se come mejor. La posibilidad de escoger se agranda hasta volverse casi infinita. La presencia de la democracia, y también su ausencia y restricciones, se observan no sólo en la calle y en la prensa sino también y mejor en la mesa cotidiana.

La libertad se olfatea, se bebe y se mastica. La democracia en la mesa tiene también su precio. Los malos, el engaño y la especulación forman parte del proceso. Saber escoger implica saber vivir.

I

En lo social, la democracia impacta sobre la cocina, la mesa y los comensales. Sobre las costumbres, los sabores y las tendencias urbanas.

No es usual analizar el valor de la democracia desde esta perspectiva. Pero el estudio de la cultura cotidiana en territorios donde reina la libertad como expresión y consecuencia de la democracia, permite por contraposición visualizar su efecto en esos escenarios cuando no existe, o se la restringe.

Cuando cayó el muro de Berlín, el testimonio de que se había derrumbado un sistema opresor no era el de ciudadanos llevando en sus manos pequeños trozos del muro, sino cambures. Las bananas o plátanos como fruta exótica y deseada por los berlineses del Este, era la constatación de que de allí en adelante disfrutarían de la libertad en la mesa y la comida que sabían tenían los alemanes que vivían en democracia a pocas cuadras, al otro lado del muro.

En lo social los problemas de la democracia donde primero se observan es en la fuente de aprovisionamiento del ciudadano. La presencia, escasez o ausencia de productos para la cocina y mesa, y sus precios, suelen ser el termómetro de cómo le va al sistema.

Uno le puede tomar el pulso a la felicidad con que los ciudadanos viven en una u otra democracia visitando los mercados populares, los supermercados, las tiendas especializadas y los restaurantes. Eso lo enseñaba en su cátedra a los corresponsales extranjeros el maestro Jean Huteau (1990) en la Agence France Presse en París. La mesa de redacción de la agencia noticiosa está ubicada frente a la Bolsa de Valores de la capital francesa. “Para saber lo que pasa –decía Huteau- no vayan a preguntar enfrente. Recorran los sitios donde la gente compra alimentos y donde los come”. Así lo aprendimos temprano, en la década de los años setenta.

Cuando la democracia se resquebraja y el autoritarismo llega, se percibe en la mesa. Los economistas y los analistas políticos pueden explicar muy bien cómo se comportan los mercados y cómo funciona el aparato productivo y la distribución. No es ése el territorio de estas reflexiones. En estos apuntes, queremos observar la democracia desde el plato, si esto fuera posible.

La historia nos dice que sí. Los procesos que culminaron en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) tuvieron efectos mágicos, revolucionarios en la cocina, el acceso a los alimentos, la mesa, los comensales y sus costumbres.

Antes de que eso ocurriera -y sus efectos no fueron instantáneos sino que necesitaron siglos para extenderse y decantarse- una minoría comía mucho y medianamente bien, y la mayoría comía poco y mal.

“Seguramente sea correcto afirmar que las clases más modestas vivían en todas partes tan al borde de la miseria y de morir de hambre a principios del siglo XIX como mil años antes”, afirma Norman J. G. Pounds (1992) en su estudio sobre el nacimiento de una sociedad de consumo. Sobre el mismo tema, Arthur Young a su vez sostuvo con convicción que “un consumo elevado por parte de los pobres tiene más importancia que entre los ricos”. Eso fue lo que comenzó a cambiar con la Revolución Francesa (que complementó después la Revolución Industrial).




Jalf Sparnaay, óleo



II

La Revolución Francesa estalla por hambruna, por multitudes que la pasan mal. Y cuando finaliza y una nueva sociedad asoma, se observa la consolidación de creaciones y costumbres que será después copiada y replicadas en otras sociedades.

La cocina profesional abandona los palacios y comienza a transmitir su conocimiento, a perfeccionar y confrontar su estilo, y a servir a comensales cuyos nombres no conoce.

La habilidad del oficio tiene gran demanda mientras avanza y se consolida el negocio de servir comidas, el de atender a viajeros, el de hacer que la gente viaje para disfrutar un plato y una velada. Los grandes de la profesión dejan de ser cocineros de reyes, príncipes y aristócratas, para convertirse en maestros cuyo arte se disputan ciudades, hoteles y el turismo. La de chef de cuisine como profesión es oficio que se propaga y consolida gracias al avance de las democracias en las sociedades libres.

Los cocineros que dejaron de trabajar en los palacios y en las cortes, llevan sus estilos a la mesa para los ciudadanos. Así nacieron los restaurantes y el buffet. “Aquello que radicalmente distingue al restaurante de sus antepasados (la tasca, la taberna y el albergue) es además de su estilo de comida, la limpieza, y a veces el lujo en la decoración, una cosa aún más importante: acercan la gran cocina al dominio público”, sostiene Jean-François Revel (1980).

La Asamblea Nacional surgida de la Revolución Francesa suprimió a finales del siglo XVIII los privilegios que antes se habían acordado a las corporaciones (de mesoneros, charcuteros, asadores y pasteleros) y los restauradores (los dueños de restaurantes) pudieron de allí en adelante servir sus comidas con libertad, según su gusto y criterio. Restaurantes y cocineros independientes se propagaron como expresiones de una nueva sociedad durante un siglo, y en la segunda mitad del XX sirvieron de referencia urbana a las sociedades libres. Allí donde había libertad había restaurantes de todos los estilos y tamaños, y donde la democracia no existía, eran escasos y tristes. Hoy, eso no ha cambiado.

Con los restaurantes y buenos cocineros a su frente, nació el menú, se popularizaron nociones del servicio en la mesa, y se perfeccionaron los platos y bebidas especiales para conmemorar fechas de etapas fundamentales en la vida de las personas. Allí irrumpe el buffet, que es el estilo de servir banquetes en palacio democratizado a piezas enteras que se exhiben como en el pasado, pero que ahora se servirán en trozos similares, cortados para comensales que no se conocen, que serán degustados en mesa para muchos.



 



III

El menú como detalle y orden de los platos disponibles en una comida, surgió cuando se democratizó la mesa. Los cocineros que dejaron de servir en palacios y a aristócratas, crearon sus primeros restaurantes en los locales disponibles en el Palais Royal en París. Allí cocinando por primera vez para el público, colgaban en las puertas de sus locales carteles a veces decorados por artistas famosos, donde anunciaban sus mejores platos. En el interior del local, una reproducción más detallada de los platos que elaboraba esa cocina se ofrecían a los comensales a su llegada.

La idea generó polémica. Alexandre Grimod de La Reyniére (afamado abogado, periodista y escritor culinario) al principio la atacó porque en su criterio hizo perder las nociones elementales de las maneras de la mesa que se guardaban en la cocina imperial. Sin embargo, después en su Manuel des amphytryons (1808) propuso a sus lectores unos veinte menús compuestos por sopas, entrantes, platos intermedios y piezas grandes de asados y pescados y finalmente postres. Antonin Carême, el genio creador de la cocina moderna sostuvo más adelante que había que reducir el número de platos, y servirlos uno tras otro. Así se hizo y el menú de palacio, democratizado, se mantiene hasta nuestros días.

Los cocineros modernos introdujeron dos grandes variantes en el menú democratizado. Primero lo hicieron más saludable, y combatieron el desequilibrio dietético incluyendo más verduras, hortalizas crudas y menos salazones y cuerpos grasos. Finalmente, crearon el “menú degustación” con la finalidad de servir varios platos de bocados o pequeñas proporciones, que permite apreciar las mejores especialidades que caracterizan su cocina.

Hoy, los comensales tienen acceso, así sea en lecturas, a tres estilos de menú en los restaurantes: de cocina imperial, de banquete de palacio; de cocina antigua que marca la transición de la sociedad hacia lo moderno, y de cocina moderna en la que los gustos y tendencias de los comensales cuentan, y por tanto los platos son nutricionalmente correctos, equilibrados, y más vistosos.






IV

La democratización del menú impuso por su libertad al comensal, una necesidad de decodificar y dominar maneras en la mesa.

La diferencia e importancia de esto entre una sociedad regimentada y una democracia, quedó patentizada en este relato del diplomático ruso Anatoly Dobrynin (1998). A los 24 años, Dobrynin fue reclutado en 1944 de la fábrica de aeroplanos en la que trabajaba para ser destinado a la Escuela Superior de Diplomacia, que funcionaba en las inmediaciones de la Puerta Roja de Moscú.



“Durante nuestro primer año de escuela también se nos dio una clase de etiqueta, es decir de modales y reglas de conducta en la sociedad en la que pronto ingresaríamos como diplomáticos, y acerca de la cual sólo sabíamos por nuestras lecturas. Las lecciones parecían una función teatral: debíamos imaginar que estábamos en recepciones diplomáticas, almuerzos y banquetes, de lo cual ninguno de nosotros tenía la menor experiencia. Las lecciones estaban a cargo de una dama aristocrática, de edad avanzada, de la célebre familia de los príncipes Volkonsky.

Nos sentábamos ante una mesa grande y bien provista, con los tenedores, cucharas, cuchillos y vasos de vino necesarios. Todo era auténtico, salvo por una cosa: no se servían alimentos ni vino pues estábamos en plena guerra y había una enorme escasez de comida. Camareros imaginarios servían imaginarios manjares para los cuales teníamos auténticos platos de porcelana que, por desgracia, se hallaban vacíos.

Nuestra anfitriona anunciaba: Empecemos por la sopa. Imaginen que les han servido vichyssoise: Venía entonces una descripción de esta sopa y de otras varias. Luego, el pescado y varios platillos de carne, con los nombres más estrambóticos. También se nos instruía sobre cómo emplear éste o aquél tenedor o cuchillo, y cómo hablar a nuestros vecinos de mesa. Se insistía mucho en los vinos –Borgoña, Burdeos o del Rin, así como los soviéticos- que, supuestamente, escanciaba alguien en nuestras copas de acuerdo con un ritual, que convinieran al pescado, carne, postre u otros manjar, todo lo cual sólo intensificaba nuestros jóvenes apetitos, ya despiertos por nuestras míseras raciones alimenticias”.



Dobrynin fue de 1961 a 1986, el embajador de Moscú ante los seis presidentes norteamericanos de la Guerra Fría.

La diversidad y el gusto en el plato, son cosas que se cultivan en democracia, es decir en libertad de escoger, para salir de la dieta monotemática que las sociedades regimentadas, por escasez de disponibilidad de productos, hábitos y opciones en la cocina, imponen.

Viacheslav Skriabin (más conocido como Molotov, su seudónimo) quien fuera por 11 años tercer presidente del Sóviet de Comisarios del Pueblo y por diez canciller de la URSS, viajó una vez en Queen Mary de regreso de Nueva York a Europa. Lo acompañaba Dobrynin, y éste es su relato de cómo eran sus comidas.

“Para desayunar no tomaba más que los cereales que su cocinero había llevado de Moscú y le preparaba. El chef del trasatlántico, cuyo orgullo profesional estaba un tanto herido, se ofreció a hacer “cualquier tipo de potaje que desee el señor Molotov”. Sin embargo, nuestro jefe rechazó, tercamente, todas las ofertas. Cada mañana por los pasillos del Queen Mary podía verse una extraña procesión formada por tres hombres: yo era el primero, venía después nuestro cocinero, con la olla, y cerraba la marcha el coronel Alexandrov, jefe de la guardia personal de Molotov. Nuestro cocinero entraba en la gran cocina de la nave y los demás chefs lo miraban y criticaban su olla que contenía un potaje especial de Molotov. Luego, el cocinero la envolvía en una toalla caliente, y con toda solemnidad regresábamos al camarote del ministro. Así un día sí, y el otro también, mientras duró la travesía”

La democracia también puede expresarse en la libertad de un mordisco. El día que el muro de Berlín fue abierto el 9 de noviembre de 1989 por una multitud que se empujaba por cruzarlo, los alemanes encerrados en la RDA no corrieron a buscar fragmentos de cemento armado astillado a pico y mandarria para convencerse. Cuando amaneció, enfilaron hacia las tiendas y supermercados de la entonces Alemania Federal. Allí, compraron todas las existencias de bananas. Dentro de la sociedad oprimida, la banana -no un trozo del muro- fue el símbolo de que la libertad había llegado.

Cuentan mis amigos alemanes que la noche del 12 de agosto de 1961 fue muy triste, oscura, cargada de miedos y rumores. Y que la del 9 de noviembre de 1989 fue luminosa, con risas, gritos y música que el viento empujaba a lo largo de la ciudad. Berlín había estado dividida 28 años.

En la Alemania tras el muro que conocí como periodista de la AFP, todo era gris. El paisaje urbano, si algo tenía, era tristeza. No había colores cálidos, ni fríos. Todo era gris cemento, marrón opaco, sin letreros luminosos. No había pintura para las paredes, puertas y ventanas. Nadie reía en las calles cercanas a la Puerta de Brandemburgo. No había enamorados cogidos de la mano en los bancos de la austera plaza Marx-Engels.

Cuando visité esa Alemania, hasta los mesoneros parecían aburridos. En la cocina, unos usaban uniformes y otros no. Ninguno estaba impecable. Nadie usaba gorro de cocinero. El personaje más importante no era el chef, sino el camarada comisario en el hotel más importante de la ciudad. Un tipo de mirada dura vestido de civil, ubicado frente a un escritorio de metal, al fondo de la cocina. El lobby del Gran Hotel Berlín tenía la atmósfera de una sala de espera del seguro social. Lo único con cierto dinamismo era el bar. Whisky no había. El vodka era un lujo. Los tragos más populares eran tres cocteles: el Sputnik, Habanapunsch y la sultaneta Cubana.

En 1999, un año después del derrumbe del sistema, chefs alemanes me contaban en una tertulia cómo había sido la re-unificación alemana en la cocina. “Los (cocineros de la ex-RDA) vienen de una cocina antigua, limitada, con otro ritmo. Lo mejor de sus granjas -afirmaban- se iba por tren a Moscú. Lo mismo ocurría en Polonia, Hungría y con los checos. Pasaron casi 30 años trabajando de esa forma. Por eso sus cocinas se atrasaron. No van a cambiar de un día para el otro” relataban los amigos jefes de cocina del chef Frank Müller, quien trabajó por décadas en los grandes hoteles de Caracas. Los panaderos, en cambio, se reinsertaron con facilidad. En Alemania, el paraíso del pan, nunca queda desempleado un buen operario.

En las semanas siguientes a la caída del régimen que pregonaba que sería para toda la vida, la evidencia de libertad eran mordiscos a frutas escasas, costosas, prohibitivas. Las bananas en primer lugar. Las naranjas, después.

Observada desde la mesa, la caída del Telón de Acero tiene más de humano que de epopeya heroica. No hubo multitudes dedicadas sistemáticamente durante semanas a tumbar a golpes los 115 kilómetros de muro. Lo que hubo fueron millones de personas que una semana después, comenzaron desayunar distinto.

Se notaba en cosas pequeñas. Como en la calidad de la mantequilla que ahora se podía untar con generosidad sobre el pan. Y en la variedad y abundancia de los embutidos. Alemania y la república Checa están a la cabeza del consumo mundial de bananas: unos 14 kilos por persona. (Soria, A. 2009)




Jalf Sparnaay



V

Cuando desde el plato uno observa tendencias de las sociedades a la mesa en los tiempos modernos, democráticos, no puede sino sentir cierto desconcierto.

En las sociedades abiertas la publicidad orienta el gusto de multitudes, y se fija en la mente de los escolares y del ciudadano. Es la televisión quien dicta las pautas del gusto en el consumo masivo. Prohibida o sujetada en las no-democráticas, la comida rápida creada en Norteamérica invade y penetra todos los espacios que puede.

La comida rápida se sirve hoy en restaurantes y cines, estadios, aeropuertos, escuelas primarias, bachilleratos y universidades, en aviones, trenes y cruceros, en grandes y en modestas cadenas hoteleras, en cadenas de tiendas, grandes almacenes, en estaciones de servicio e incluso en las cafeterías de los hospitales.

Sólo los norteamericanos (hay más de 28.000 establecimientos McDonald´s en el mundo) gastaron en el año 2000 unos 110.000 millones de dólares. Treinta años antes, habían gastado 6.000 millones de dólares. En la actualidad, los estadounidenses pagan más dinero por comida rápida que lo que invierten en enseñanza superior, computadores personales, programas informáticos o carros nuevos. Y también gastan más en comida rápida que en cine, libros, revistas, periódicos, videos y música grabada, todo junto. (Scholosser, E., 2002)

Sólo la cadena McDonald´s gasta más dinero en publicidad y marketing que cualquier otra marca. Como resultado, ha reemplazada a Coca-Cola como la marca más famosa del mundo. (Hogan, D.G., 1997). Así, el estilo americano busca posicionarse como el estilo universal. Sólo algunas iniciativas aisladas en contados países europeos pretenden en la actualidad frenar esta influencia en las cantinas escolares a finales de la primera década del XXI.




Jalf Sparnaay, óleo







Economía y religión
Carlos Blank





Introducción
En estos tiempos modernos pudiera parecer un “anacronismo” asociar la religión con la economía, en particular, con la economía capitalista. La figura del capitalista suele estar asociado en el imaginario social o colectivo al de una persona completamente carente de escrúpulos morales y a la que solo la mueve la codicia, la avaricia, el afán de lucro, sin reparar en los medios para lograrlo. Ya sea la imagen del insensible usurero y del avaro , magistralmente descritas por Shakespeare en El mercader de Venecia y por Dickens en Scrooged respectivamente, o la imagen del obrero convertido en un apéndice de la especializada maquinaria que hay en las líneas de ensamblaje de la industria moderna, descrita insuperablemente por el genio humorístico de Chaplin en su Tiempos Modernos, o la explotación inhumana a que son sometidos los obreros en las minas de carbón que alimentaban la incipiente revolución industrial, quienes se ven obligados a una paga miserable por una jornada de trabajo extenuante en condiciones infrahumanas y en la que se contratan niños y mujeres para pagarles menos y para poder hacer más pisos en la mina o se les lima los dientes para  que coman menos, como lo denuncia con razón Marx o lo describe con crudeza Zola en su obra Germinal y puede apreciarse también en la película del mismo nombre; todas estas imágenes asoman una cara inocultable e ignominiosa del capitalismo, su lado oscuro, por decirlo así. Todo ello no es sino demasiado cierto y persiste aún en nuestros días en enclaves o maquilas que permiten a determinadas firmas trasnacionales trasladar su unidades de producción a aquellos países en los cuales la fuerza de trabajo es menos costosa y las condiciones laborales son menos onerosas para la empresa. Ya Marx había advertido la escala global en que se desarrolla el capitalismo gracias a la colonización de América y de África.
También debemos a Marx, entre otros,  la creencia de que la explotación del trabajo asalariado es inherente al modo de producción capitalista y de que la ganancia o plusvalía va necesariamente aparejada a dicha forma de explotación. Siendo el trabajo el eslabón más débil de la cadena productiva es también el que utiliza el capitalista para obtener su margen de ganancia y hacer frente al coste tecnológico al que están sometidas las empresas por razón de la competencia. Se produce así una contradicción insoluble en el sistema capitalista entre las relaciones de producción y la fuerza de trabajo, entre los dueños del capital y los que enajenan su fuerza de trabajo, lo que en última instancia desemboca inexorablemente en la creciente pauperización de la población y enriquecimiento de una minoría a expensas de la gran mayoría. Y lo cierto es que todavía el mayor porcentaje de la riqueza mundial está concentrada en manos de pocos países y en manos de pocas personas. Cabe señalar que Marx  jamás cayó en la moralina contra los  “cerdos” capitalistas y los vio también como  víctimas atrapadas en el sistema capitalista que él denunciaba. Para él la única forma de superar las formas de explotación del trabajo y las marcadas desigualdades económicas que se generan de ello no podía ser otra que mediante la abolición de las formas de propiedad burguesas y mediante la organización de un proletariado a nivel internacional, que llevaría no solo a la superación del orden burgués capitalista sino también a la emancipación de toda la Humanidad, dando origen así a “una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
Sin embargo, no nos interesa aquí discutir las tesis básicas del marxismo o hablar acerca de si la profecía marxista sigue aún vigente. Menos aun de su carácter científico o no. No nos interesa discutir si su teoría del valor-trabajo ha sido completamente superada por la concepción marginalista de la Escuela Austríaca o si en un sistema socialista es imposible el cálculo económico. Tampoco nos interesa discutir el excesivo simplismo de su teoría de las clases sociales o su “ley tendencial” de la disminución del margen de beneficio. Tampoco nos interesa señalar que el comunismo surgió en sociedades preindustriales y no en la Alemania industrial, como él lo vaticinaba, y que subestimó la capacidad de adaptación de ese capitalismo para hacer frente a las crisis cíclicas que se generan en su seno.  O que estos sistemas comunistas se convirtieron en nuevas formas de explotación y exterminación del hombre por el hombre. Menos aun nos interesa hablar aquí sobre si la instauración del socialismo solo puede ser producto de una revolución violenta o puede ser alcanzada por medio de un sistema democrático o de consenso de la mayoría, o si la democracia autentica solo es compatible con un sistema socialista y no capitalista. Y todavía menos nos interesa hablar aquí acerca del socialismo democrático o del socialismo del siglo XXI. Aunque mucho de esta discusión nos recuerda la discusión de si la Tierra es plana o no, nos ocuparemos de ello en otra ocasión.
De lo único que nos interesa hablar aquí es de la complejidad del fenómeno histórico del capitalismo así como de la diversidad de factores que entran en juego en sus orígenes, en particular,  de cómo estuvo estrechamente vinculado con determinadas  creencias religiosas, no solo como manto ideológico que adormece las contradicciones del capitalismo, como “opio del pueblo”, sino también como forma de regulación y de racionalización del intercambio económico. De más está decir que ello nos permitirá también desprendernos de una visión extremadamente reduccionista y unilateral del capitalismo, sin que ello suponga la defensa a ultranza del capitalismo en la que suelen caer a menudo los conversos que sustituyen su fe en una sociedad  socialista por una suerte de utopía capitalista, al mejor estilo de Kojève.  




Capitalismo aventurero y capitalismo racional industrial
Posiblemente todos los estudiosos del capitalismo coinciden en el hecho de que éste tuvo un antecedente importante en la emergencia de una nueva clase social, producto de la migración a las ciudades de los siervos de la gleba medievales y como “fruto de un largo proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en los medios de producción y de intercambio”[1], a saber, la burguesía.  Obviamente la burguesía existió antes de que se desarrollase el capitalismo como tal, aunque fue un antecedente importante de este desarrollo. Para que el capitalismo se consolidase en Europa debían aparecer otros  factores concomitantes que son los que analizaremos a continuación.
Para comprender bien la complejidad de factores que intervienen en el surgimiento del capitalismo industrial moderno se hace necesario destacar los elementos nuevos que comporta y separarlo de esa imagen común del capitalismo y del capitalista a que hacíamos referencia en nuestra introducción. Como lo ha señalado insistentemente Max Weber, debemos diferenciar tajantemente ese capitalismo moderno de un “capitalismo aventurero”, de esa búsqueda de riqueza súbita por cualquier medio, de ese afán ilimitado de hacerse rico, de la codicia o de la avaricia, a las cuales solemos ingenuamente asociar.

“Afán de lucro”, “tendencia a enriquecerse”, sobre todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que nada tiene que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual en los camareros, los médicos, los cocheros, los artistas, las cocottes, los funcionarios corruptibles, los jugadores, los mendigos, los soldados, los ladrones, los cruzados: en all sorts and conditions of men, en todas las épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro. Es preciso, por tanto, abandonar de una vez para siempre un concepto tan elemental e ingenuo del capitalismo con el que no tiene nada que ver (y mucho menos con su “espíritu”) la “ambición”, por ilimitada que esta sea, por el contrario, el capitalismo debería considerarse precisamente como el freno o, por lo menos, como la moderación racional de este impulso irracional lucrativo. Ciertamente, el capitalismo se identifica con la aspiración a la ganancia con el trabajo capitalista incesante y racional, la ganancia siempre renovada, a la “rentabilidad”. Y así tiene que ser; dentro de una ordenación capitalista de la economía, todo esfuerzo individual no enderezado a la probabilidad de conseguir una rentabilidad está condenado al fracaso”.[2]

En este párrafo está encerrado, in nuce, todo el pensamiento weberiano sobre lo que no es el capitalismo, aunque suele asociársele de manera simplista e ingenua, así como sobre lo que debe ser el capitalismo, pues precisamente se trata de eso, de construir un “tipo ideal” de capitalismo y de capitalista, señalando las posibles desviaciones del modelo elegido.[3] Los que creen que la auri sacra fames o el “impulso adquisitivo” es algo típicamente capitalista o no existía en sociedades precapitalistas, europeas o no, pecan no solo de ingenuidad sino de crasa ignorancia de los hechos históricos, pues “la codicia de los mandarines chinos, de los viejos patricios romanos o de los modernos agricultores, resiste toda comparación”.[4]  Es evidente entonces que “la auri sacra fames es tan antigua como la historia de la humanidad, en cuanto nos es conocida” [5] y que “en todas las épocas ha habido ganancias inmoderadas, no sujetas a norma alguna, cuantas veces se ha presentado la ocasión de realizarlas."[6] Por el contrario, es la morigeración o moderación de ese universal “impulso adquisitivo”, del “afán de lucro”, lo que dio origen, entre otros factores,  al desarrollo del capitalismo en Occidente.

"Precisamente este universal dominio de la falta más absoluta de escrúpulos cuando se trata de imponer el propio interés en la ganancia de dinero, es una característica peculiar de aquellos países cuyo desenvolvimiento burgués capitalista  aparece 'retrasado'  por relación a la medida de la evolución del capitalismo en Occidente."[7]

Como veremos más adelante, esta moderación del impulso adquisitivo, esta nueva mentalidad económica o ethos económico guarda estrecha relación, tiene “afinidades electivas”,  con “la ética racional del protestantismo ascético”. [8] Además de este ethos puritano, “el moderno capitalismo industrial racional necesita tanto de los medios técnicos de cálculo del trabajo, como de un Derecho previsible y una administración guiada por reglas formales”.[9]

La moderna organización racional del capitalismo europeo no hubiera sido posible sin la intervención de dos elementos determinantes de su evolución: la separación de la economía doméstica y la industria (que hoy es un principio fundamental de la actual vida económica) y la consiguiente contabilidad racional.[10]

Así pues,  en la génesis del capitalismo convergen, por un lado, factores de tipo religioso  y, por otro,  factores que son el producto del creciente “desencatamiento” o racionalización de todas las esferas de la actividad humana, como la moderna contabilidad (balances, estados de ganancias y pérdidas) y las nuevas formas de propiedad  y trabajo que hacen posible esa contabilidad.





Catolicismo y protestantismo
Muchas veces se ha afirmado que los países que se desarrollaron desde un punto de vista capitalista fueron aquellos en los que predominaba el protestantismo.  Esto ha dado pie a diversas interpretaciones. Una de ellas tiene que ver con el tipo de educación. Las familias católicas preferían que sus hijos siguieran los estudios liberales tradicionales, una formación clásica de tipo humanista,  mientras que los hijos de las familias protestantes estaban más inclinados a elegir las nuevas profesiones vinculadas a la creciente industria y comercio, a profesiones de carácter técnico y científico.  El propio Weber reconoce que esa ruptura con el tradicionalismo fue un factor importante en el desarrollo del capitalismo. Con lo que no está de acuerdo es con la interpretación que a menudo suele hacerse de este hecho. Vale la pena reproducir la cita que hace Weber de esta tesis:   

“El católico… es más tranquilo; dotado de menor impulso adquisitivo, prefiere una vida bien asegurada, aun a cambio de obtener menos ingresos, a una vida en continuo peligro y exaltación, por la eventual adquisición de honores y riquezas. Comer bien o dormir tranquilo, dice  el refrán; pues bien, en tal caso el protestante opta por comer bien, mientras que el católico prefiere dormir tranquilamente.”[11]

La tesis de Weber se opone a este tipo superficial de explicación y señala “que con ideas vagas como esas del supuesto alejamiento del mundo de los católicos o el supuesto amor materialista al mundo de los protestantes, y cosas semejantes, no se va a ninguna parte”.[12] Para él será cierto el punto de vista opuesto, aquel que pone el acento no en el supuesto amor al mundo, sino en el ascetismo intramundano del protestantismo. También reconoce  que en el catolicismo hay elementos antecedentes en el ascetismo monástico, sin embargo, le falta a este ascetismo el elemento primordial, que está en la concepción alemana de Beruf, al “considerar que el más noble contenido de la propia conducta moral consistía justamente en sentir como un deber el cumplimiento de la tarea profesional en el mundo”[13], esto es, le falta “la concepción, tan característica del protestantismo ascético, de la comprobación de la propia salvación, la certitudo salutis, en la profesión.”[14]
Antes de continuar cabe señalar que la tesis de Weber no plantea en ningún momento que la mentalidad capitalista solo ha podido  surgir bajo la influencia del protestantismo, pues ello fue producto de un hecho histórico contingente y había posiblemente elementos en la mentalidad católica que favorecían también el desarrollo del capitalismo[15]. Hay estudios muy interesantes acerca del cambio de mentalidad de la Iglesia Católica en torno a la usura y de las diversas circunstancias en las cuales se justifica un beneficio lícito frente a la usura ilícita, hay toda una casuística en el derecho canónico que permitía conservar la bolsa y la vida eterna al mismo tiempo. [16] Weber reconoce también que la actitud de Lutero frente al capitalismo era mucho más reaccionaria que la de la Iglesia Católica.

En cambio, cuando Lutero lanza diatribas contra el préstamo a interés, da pruebas de una mentalidad estrictamente ‘reaccionaria’ (desde el punto de vista capitalista) en su concepción de la ganancia, frente a la escolástica tardía. Recordemos que insiste en el argumento de la esterilidad del dinero, ya abandonado, por ejemplo, por Antonio de Florencia.[17]

Para Weber será Calvino el que le dé valor duradero a la obra de Lutero. Y lo mismo que hemos dicho de Lutero podría decirse del calvinismo y las otras sectas puritanas: que no puede encontrarse en ellas nada que fomentase voluntariamente actividades económicas  o considerasen el hacerse rico y atesorar bienes materiales como un fin en sí mismo. El análisis de Weber adquiere mayor valor en la medida que el desarrollo del capitalismo no fue para nada una consecuencia prevista o deseada por los fundadores del protestantismo, sino que contrariaba más bien sus propias creencias.

La salvación del alma y sólo esto era el eje de su vida. Sus aspiraciones éticas y los efectos prácticos de su doctrina no se explicaban sino por esa otra finalidad primordial y eran meras  consecuencias de principios exclusivamente religiosos. Por eso, los efectos de la Reforma en el orden de la civilización –por preponderantes que queramos considerarlos desde nuestro punto de vista- eran consecuencias imprevistas y espontáneas del trabajo de los reformadores, desviadas y aun directamente contrarias a lo que éstos pensaban y se proponían. [18]







Predestinación, ascesis y espíritu capitalista.
Uno de los aspectos más interesantes del análisis que nos ofrece Weber del capitalismo está en su concepto de “espíritu del capitalismo” o mentalidad capitalista. Ya hemos señalado algunas características de él. Pero lo más interesante es que esta mentalidad antecede el desarrollo del capitalismo. Antes de que en los EEUU se desarrollase el capitalismo, las conocidas máximas de Benjamín Franklin sobre la importancia de determinadas virtudes como el ahorro y la industria, la puntualidad en el pago de las deudas, la importancia del trabajo honrado y metódico, la importancia del tiempo como factor económico o su time is money, etc., allanaron el camino para este desarrollo posterior.
Este  espíritu capitalista tiene fuertes afinidades con el ethos puritano del protestantismo y ambos constituirán el fermento a partir del cual será posible ese desarrollo del capitalismo industrial moderno. En especial, la creencia en la predestinación del alma de los calvinistas y otras sectas puritanas, como el pietismo y el metodismo,  desempeña un papel fundamental. Aquí es donde puede verse ese giro inesperado, esa “astucia de la razón”, en la que una creencia tiene consecuencias contrarias a lo esperado, pues de esta doctrina de la predestinación uno esperaría una actitud fatalista o pasiva ante lo inevitable, ya que nada de lo que hagamos podrá cambiar el veredicto final: condenado o salvado. Como dice Weber, “parece natural que la consecuencia lógica de la predestinación fuese el fatalismo. Sin embargo, la consecuencia lógica fue precisamente la opuesta, en virtud de la idea de la comprobación práctica.”[19]
En efecto, la creencia en la predestinación del alma produjo una gran angustia y una gran intriga, una “inaudita soledad interior”,  produjo una gran necesidad de encontrar señales o indicios de la inescrutable voluntad de Dios acerca del destino de nuestra alma. Como dice Weber, “ya no hay, como en el catolicismo, una especie de cuenta corriente con deducción de saldo –imagen ésta ya corriente en la Antigüedad-, sino que toda la vida se encuentra ante esta cruda alternativa: o estado de gracia o condenación.”[20]
Esta necesidad de rasgar el velo de ignorancia en la cual nos encontramos ante nuestra futura salvación o condenación hizo necesaria una dedicación sistemática al trabajo como medio para apartarnos de las tentaciones de este mundo. Nadie podía ayudarnos en esta necesidad de cerciorarnos de nuestro destino inescrutable e inexorable, solamente esta dedicación al trabajo productivo  y el éxito en nuestra labor podía darnos la clave.[21] Solo eso podía calmar la tensión que nos producía este suspenso, al mejor estilo de las películas de Hitchcock.  Así pues, “se inculcó la necesidad de recurrir al trabajo profesional incesante, único modo de ahuyentar la duda religiosa y de obtener la seguridad del propio estado de gracia.”[22]

De este modo perdió la conducta del hombre medio su carácter anárquico e insistemático, sustituido ahora por una planificación y metodización de la misma. No es, pues, azar que se diese el nombre de “metodistas” a los adeptos del último gran renacimiento de las ideas puritanas en el siglo XVIII, así como en el siglo XVII se había aplicado a sus antecesores espirituales la calificación análoga de “precisistas”.[23]

Dentro de este marco moral lo que hay que evitar a toda costa es la ociosidad, el descanso en la riqueza, la dilapidación del tiempo[24], eso es lo que nos aparta del buen camino, no la producción de riqueza. En palabras de Weber: “lo que realmente es reprobable para la moral es el descanso en la riqueza, el gozar de los bienes, con la inevitable consecuencia de sensualidad y ociosidad y la consecuente desviación de una vida ‘santa’”.[25]

La riqueza es reprobable sólo en cuanto incita a la pereza corrompida y al goce sensual de la vida, y el deseo de enriquecerse sólo es malo cuando tiene por fin asegurarse una vida despreocupada y cómoda y el goce de todos los placeres; pero, como ejercicio del deber profesional, no sólo es éticamente lícito, sino que constituye un precepto obligatorio.[26]

Es evidente entonces que lo que se critica no es el afán de lucro racional, sino el uso irracional de la riqueza o “el aprecio de las formas ostentosas del lujo –condenables como idolatría- de las que tanto gustó el feudalismo.”[27] El sobrio y metódico estilo de vida que caracteriza al verdadero burgués capitalista es lo opuesto a ese estilo de vida ocioso y lleno de lujos y oropeles.
Claro está que hoy en día es difícil no asociar el estilo de vida capitalista al estilo de vida frenético de “los ricos y famosos” y se nos trata de vender esa imagen como lo propio del capitalismo moderno. Seguramente el moderno capitalismo tiene ya poco que ver con la preocupación protestante por la salud del alma, por la salvación eterna. Posiblemente también resida en ello buena parte de los problemas del capitalismo moderno, la falta de escrúpulos morales o de frenos racionales ante la obtención de beneficios. No es improbable que la crisis del capitalismo actual sea en el fondo una crisis moral, un producto de la falta de los valores religiosos y morales que guiaban a los verdaderos capitanes de empresa capitalista. Por eso no es de extrañar que en su viaje a los EEUU advirtiese Weber que esa maquinaria capitalista había perdido ya su base moral y espiritual, y se había convertido en un férreo estuche –ein stahlhartes Gehäuse-  vacío, en una “jaula de hierro” –“iron cage”-  sin alma, en un duro caparazón carente de espíritu.

El estuche ha quedado vacío de espíritu, quien sabe si definitivamente. En todo caso el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos. También parece haber muerto definitivamente la rosada mentalidad de la riente sucesora del puritanismo, la “ilustración”, y la idea del “deber profesional” ronda por nuestra vida como un fantasma de ideas religiosas pasadas. El individuo renuncia a interpretar el cumplimiento del deber profesional, cuando no puede ponerlo en relación directa con ciertos valores espirituales supremos o cuando, a la inversa, lo siente subjetivamente como simple coacción económica. En el país donde tuvo mayor arraigo, los Estados Unidos de América, el afán de lucro, ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse  con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte. Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el contrario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos.[28]   




Notas


[1] C. Marx y F. Engels: Manifiesto del partido comunista, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1974, p. 13. Para aquellos que utilizan el término burgués como sinónimo de conservador o reaccionario, vale la pena recordarles el papel altamente revolucionario que Marx le asignaba a la burguesía en la historia, así como su reconocimiento de que “ha creado en menos de un siglo fuerzas productivas más abundantes y más colosales que todas las generaciones pasadas  en su conjunto”, Ibid. p. 19. La burguesía representa una revolución continua de los medios de producción y ha aumentado notablemente la población en las ciudades, “substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural”, Ibid. p. 16. 
[2] Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Ediciones Península, Barcelona, 1975, pp. 8s.
[3] Así, por ejemplo, no debe confundirse al capitalista típico-ideal weberiano con el hombre que hace una ostentación grosera  de su fortuna o la exhibe sin ningún tipo de pudor, o con esa fascinación que provocan los grandes millonarios,  pues “el ‘tipo ideal’ de empresario capitalista, encarnado en algunos nobles ejemplares, nada tiene que ver con ese tipo vulgar o afinado de ricachón. Aquél aborrece la ostentación, el lujo inútil y el goce consciente de su poder; le repugna aceptar los signos externos del respeto social del que disfruta, porque le son incómodos”, ibid. p. 71. Obviamente es lo opuesto también a lo que solemos llamar “nuevo rico”, quien suele buscar desesperadamente ese reconocimiento social y utiliza para ello su fortuna. Weber también ataca la extendida creencia de que la ganancia del capitalista proviene de los bajos salarios que devengan los obreros, pues el coste sería a la larga mayor para el capitalista si mantuviese una política de bajos salarios y necesitase de obreros bien entrenados y eficientes, cf. ibid. pp. 59ss.   
[4] Ibid. pp. 54s.
[5] Ibid. p. 56.
[6] Idem
[7] Ibid. p. 55.
[8] Ibid. p. 18.
[9] Ibid. p. 16.
[10] Ibid. p. 13.
[11] Ibid. p. 34.
[12] Ibid. p. 35.
[13] Ibid. p. 89. Más adelante señala: “Lo propio y específico de la Reforma, en contraste con la concepción católica, es el haber acentuado el matiz ético y aumentado la prima religiosa concedida al trabajo en el mundo, racionalizado en ‘profesión’”, ibid. p. 96
[14] Ibid. p. 75, 27n.
[15] Así como tampoco sería una refutación de su tesis que el capitalismo se desarrollase en otras culturas bastante alejadas de la Reforma. Aquellos que señalan el desarrollo capitalista del Japón como un mentís a la tesis weberiana, parecen olvidar la posibilidad de encontrar otros contextos culturales que abonen la tesis, como se ha hecho al analizar el código bushido del samurái y encontrar en él fuertes reminiscencias o resonancias del ideal protestante o de la mentalidad capitalista que analiza Weber.    
[16] Véase Jacques Le Goff: La bolsa y la vida, Editorial GedisaBarcelona, 1987. En este excelente libro, del cual nos ocuparemos en otra oportunidad, se plantea que “la viva polémica alrededor de la usura constituye de alguna manera ‘el parto del capitalismo’”, ibid. p. 13. A pesar de la condena bíblica de la avaricia y de la codicia, la Iglesia Católica fue admitiendo una serie de excepciones y de situaciones, como el acto de contrición final y la restitución de los bienes producto de la usura como medios para alcanzar la salvación final del alma. La postulación del purgatorio durante el siglo XI hizo que la Iglesia Católica tuviese una actitud más laxa con relación a la figura del usurero y éste tuviese opción frente a los tormentos eternos del infierno al que había sido condenado inicialmente. Ya veremos como esa posición más laxa de la Iglesia Católica sirve de poco para aquellos que, como los calvinistas, defienden la predestinación del alma. En otras palabras, la Iglesia Católica se dio cuenta de que con ese discursito de que “ser rico es malo” podía quedar rezagada frente a otras corrientes e instituciones más tolerantes frente a la posesión de las riquezas. Ni que decir tiene que la propia Iglesia Católica no era el mejor ejemplo de pobreza, austeridad e incorruptibilidad. De allí que  fuese cíclicamente sometida a diversos cismas, uno de los cuales fue precisamente la Reforma.    
[17] Weber, op. cit. p. 95. En el fondo Lutero expresa la típica “desconfianza campesina contra el capital”, ibid. p. 94, 12n. A pesar de estos acomodamientos oportunistas del catolicismo frente a la ganancia capitalista, ésta siempre fue vista, en última instancia, con sospecha y reticencia, como pudendum turpido, cf. ibid. p. 76.
[18] Ibid. pp. 105s.
[19] Ibid. p. 145.
[20] Ibid. p. 150.
[21] Es interesante observar que esa fascinación de los norteamericanos por el éxito y su miedo al fracaso, esa idolatría del éxito, tiene en efecto una raíz religiosa. Así como el dinero atrae al dinero, el éxito atrae al éxito. Aunque la moraleja es también doblemente peligrosa, pues el que fracasa económicamente también sabe que no está entre el grupo de los elegidos, de los que se salvan en el más allá. Vale la pena recordar que fue también esa angustia ante el fracaso o la condena eterna y la poca cohesión de grupo del protestantismo, su aislamiento emocional, lo que sirvió a Durkheim para explicar la mayor tasa de suicidios entre protestantes con relación a los católicos.
[22] Ibid. p. 138.
[23] Ibid. pp. 149s. El  Dios del calvinista, como dice Weber, requería “una santidad en el obrar elevada a sistema”, ibid. p. 149. También vale la pena recordar que el rigorismo kantiano, su ética del deber por el deber mismo, estaba estrechamente vinculado a su pietismo.
[24] Weber establece un paralelismo entre los preceptos de la mentalidad capitalista de Benjamín Franklin y los del puritano inglés Richard Baxter. Desde este punto de vista,  desear ser pobre sería como desear estar enfermo y contravendría igualmente la gloria de Dios, cf. ibid. p. 226.
[25] Ibid. pp. 212s.
[26] Ibid. p. 225.
[27] Ibid. p. 243.
[28]  Ibid p. 258. Posiblemente el único intento serio y exitoso de conservar las bases éticas del capitalismo ha sido el ordo-liberalismo alemán.