viernes, 1 de febrero de 2013


El Sacrificio y la Coronación
(Sobre el tema de Idomeneo en Mozart) *
Jean Starobinski

Universidad de Ginebra
Presentación y traducción: David De los Reyes


  
Jean Starobinski, con virtuosismo y erudición, nos presenta en este ensayo sobre estética la significación del tema mitológico de Idomeneo desde su itinerario literario abordado por Fenelón, hasta alcanzar su novedosa aparición operística por el genio de Mozart.

El tema de Idomeneo fue célebre durante el siglo XVIII, reelaborado por Fenelón en su gran novela sobre la educación titulada Las Aventuras de Telémaco (1699). Según Homero (Odisea, libro V) Telémaco, en la búsqueda de su padre Ulises, escucha los infortunios de Idomeneo. Fenelón retoma este pasaje y lo reelabora. Idomeneo, uno de los vencedores de Troya que, en su viaje de regreso, igual que Ulises, despierta las furia de Neptuno sufriendo sus naves una terrible tormenta, logra escapar al temporal a costa de un precio muy alto: promete el sacrificio del primer ser que encuentre al llegar a las costas de Creta. El destino que los dioses dictarán será implacable, este ser no es otro que su propio hijo.

Starobinski, desde otro ángulo, nos da los itinerarios del viaje literario de Idomeneo, hasta alcanzar este mito la atención de la seducida pluma del genial Mozart por el tema y nos presenta las dificultades como su tratamiento en su ópera homónima comisionada en 1781.

La leyenda de Idomeneo se inscribe dentro de la categoría de los mitos de regreso, que presentan una simetría con los mitos de partida. Starobinski teje con delicadas pinceladas todas sus implicaciones en la estética mozartiana donde "la música, atravesada por tantos alientos, se encuentra tanto más libre para dialogar puramente con la sombra que trae ella misma... para decir una emoción conmovedora que sobrepasa a toda psicología individual". Donde la fuerza del amor y la resurrección vence al momento de la muerte.

I. Las Aventuras de Telémaco
El nombre de Idomeneo fue célebre en el siglo dieciocho. Y por tanto él había nacido con el siglo. El personaje había sido casi creado por Fenelón, preceptor del heredero del trono de Francia, en sus Aventuras de Telémaco (1699). Ese cuento filosófico, o más bien esa gran novela sobre la educación, trasplantada sobre la gesta Troyana y más particularmente sobre el poema de la Odisea, coloca en escena a Telémaco, el joven príncipe de Itaca, en la búsqueda de su padre Ulises. A su paso por Creta (libro V), Telémaco escucha los infortunios de Idomeneo. Para construir ese héroe cretense, Fenelón se había servido de algunas partes dispersas de la obra de Homero y de Virgilio .Una singular figura retomada de nuevo. Un héroe con doble rostro. Idomeneo es uno de los vencedores de Troya y, como Ulises, en su viaje de regreso, despierta la furia de Neptuno, "el estremecedor de las tierras", el dueño de los vientos. Sólo escapa a la tempestad al precio más alto, ¡promete el sacrificio del primer ser que encuentre sobre su tierra en Creta! El primer ser que encuentra sobre la rivera de la playa será a su propio hijo.

El poema de Fenelón parece una gran escena trágica: cuando Idomeneo descubre la identidad de la víctima, imprudentemente prometida, la desesperación hace en un principio dirigir la espada contra sí mismo. Pero el hijo ofrece su vida: "Heme aquí, padre; vuestro hijo está presto a morir para apaciguar al dios; no atraigas sobre ti su cólera: yo muero contento, pues mi muerte garantiza la vida vuestra. Golpea, padre; no temas encontrar en mí un hijo indigno de ti que tema morir" . Idomeneo "todo fuera de sí y desgarrado por las furias infernales, sorprende a todo aquel que lo observa de cerca: entierra su espada en el corazón de su hijo". Estos horrorizados, se sublevan; él regresa al mar y se exilia. Ahora bien, él no ha sido un vagabundo, como los homicidas perseguidos por la cólera divina. El llega a ser el fundador de una ciudad. Con sus compañeros, Idomeneo establece una colonia en Salente sobre la costa de Calabria. Telémaco y su guía Mentor, desembarcan de su viaje. Esta ciudad nueva, gracias a los consejos de Mentor, corregirá sus injusticias y su fasto para llegar a ser una ciudad ejemplar.

Idomeneo y su nuevo reino constituyen así el centro de la obra de Fenelón. Al describir la organización de Salente, Fenelón desarrolló un tratado de la acción de gobierno. Contrariamente a Luis XlV, con el cual tiene ciertos rasgos parecidos, Idomeneo renuncia a las conquistas y hace la paz con sus vecinos. Los campos prósperos y la ciudad industriosa son escuelas de virtud, donde la ley reina por debajo de la monarquía. Todo está reducido a una noble y frugal simplicidad y, en la armonía de una sociedad jerarquizada, todo concurre en beneficio común. El lector ahí descubrirá el resurgimiento utópico ante los abusos de la sociedad presente. La obra, cuya primera edición fue subrepticia, es seguro una crítica a la costosa política de ansia de gloria del Rey Sol. Telémaco, considerado al final del reino de Luis XIV como un libro subversivo, llega a ser en toda Europa uno de los más grandes sucesos literarios del nuevo siglo.

Fenelón ha hecho de su Idomeneo un personaje que pasa por el peor extravío para acceder seguidamente a la verdadera sabiduría. Luego de haber sido el verdugo de su hijo, acaba su vida en el papel de monarca benefactor. Mentor, que le asiste con sus consejos, no es otra que la mirada humana de Minerva, es decir, de la Razón. El aprendizaje de la ciencia de gobernar por Idomeneo es el espectáculo que Mentor hace observar a Telémaco, con el fin de prepararlo para gobernar en su momento. Fenelón establece así un género literario donde la lección de alta moral pasa por la ficción de un viaje, en una bella prosa rimada que musicaliza las aventuras y los preceptos. El género está ilustrado por otra historia de aprendizaje principesco: el Shétos del abate Terrasson, imitación de la novela de Fenelón, esta vez dentro de un cuadro egipcio y masónico. Ahora bien, se sabe que el libreto de La Flauta Mágica desarrolla un episodio de Shétos. El azar -¿será realmente el azar?- ha hecho que tanto la primera como la última ópera de la serie de las obras maestras de Mozart deriven de una misma línea de ficciones fabulosas: bajo los colores de la pedagogía principesca, esas ficciones se dirigen a cada lector para que las lleve a construir por sí mismo, inculcándole también una imagen de lo que debe entenderse por buen gobierno. La experiencia "iniciatica" es el tema común: cuáles virtudes se han de adquirir y por cuáles pruebas se han de pasar para merecer ejercer el poder. La tragedia sucesoria, el peligro de la interrupción de la continuidad dinástica, que caracterizan a tantos aspectos de la tragedia y de la ópera clásicas, podían interesar a un público más vasto que aquellas otras de la corte. Porque el acceso del hijo a la condición de nuevo soberano era igualmente interpretable como una figura de la toma de sucesión de sí mismo. Suceder al padre o acceder a sí mismo sería un sólo y mismo advenimiento. Un mensaje fundado sobre esas imágenes monárquicas legendarias ha podido perdurar hasta nuestra época democrática, porque es muy verosímil que todo espectador descifre la figura teatral del heredero del trono como un emblema de su propio yo. La alegoría es inmediatamente inteligible. Al menos es seguro que la elocuencia, el modelo estético y la moral política de Fenelón guardaron toda su actualidad a lo largo del siglo y hasta la época misma de la Revolución Francesa. Mozart no es una excepción. Además, recordemos que las ideas de Fenelón sobre "la declamación apasionada" en música son una de las primeras legitimaciones del recitativo acompañado del cual Mozart hará un soberbio uso desde los primeros compases de Idomeneo.


II. Conversaciones parisinas

No continúo sin pruebas. Mozart había muy pronto reencontrado a Fenelón, su Telémaco, a sus "reyes pastoriles", su Mentor (que será trasformado en Sarastro) y seguro Idomeneo. En 1776, al pasar por Cambrai con Wolfgang, Léopold Mozart visita la tumba de Fenelón, "que se hace inmortal por su Telémaco" (carta de Léopold Mozart a Lorenz Hagenauer, 16 de mayo de 1766). En 1770, luego de su estancia en Boloña, Mozart anuncia a su madre que lee el Telémaco, y que va ya por el segundo capítulo. No hay duda. Mozart no ha escogido por azar al tema de Idomeneo para responder el encargo que le han pedido para el carnaval de 1781 en la corte de Baviera. La figura del padre no podía ser indiferente a sus sentimientos conscientes o inconscientes; pero hay algo más.

En 1778, luego de su estadía en París, había conversado con Melchior Grimm, redactor muy solicitado de Correspondencia Literaria, que lo había ya acogido en 1763. Mozart, luego de algunas experiencias decepcionantes, se sentía forzado a emprender una gran ópera. Grimm y Mozart, en su entrevista, deploran la dificultad de "encontrar un buen poema". No veían, tanto el uno como el otro, ningún francés que en ese momento fuera capaz de escribir buena poesía para un músico. "La frialdad mortal y el mal gusto son las divinidades que inspiran a los libretistas de la ópera francesa", aseguraba Grimm hacía mucho tiempo (Correspondance littéraire, primero de diciembre de 1763). Los libretistas de la ópera: entiéndase a los escritores para ópera que redactaban en verso las tragedias líricas. Grimm, en la circunstancia, estaba plenamente convencido de la idea que Mozart no cesaba de sostener: "En la ópera, la poesía debe, a fin de cuentas, ser hija obediente de la música" (carta de Wolfgang a su padre del 13 de octubre de 1781). En el importante artículo POEMA LÍRICO inserto en la Enciclopedia, Grimm había formulado las exigencias de simplicidad, de rapidez que justificaban de antemano al trabajo de elegancia que Mozart, al componer Idomeneo, impusiera en 1780 al texto de Varesco y luego a todos sus libretistas. El poeta o, en su lugar, el compositor, debe eliminar deliberadamente todo aquello que retrase la acción dramática. Grimm y Mozart tenían, por tanto, más de una idea en común sobre un tema que preocupaba particularmente a Mozart.

Ahora bien, Grimm, desde 1764, estuvo interesado en el tratamiento teatral del tema de Idomeneo. El poeta Lemierre recién había terminado una tragedia sobre el tema, aún más aburrida que aquella otra de Crébillon, interpretada en 1705. Y Grimm, en su mismo artículo, se levanta en contra de las necesarias extensiones cansonas por la forma tradicional de la tragedia. En la obra de Crébillon (que crea el nombre de Idamante) la intriga se complica por una rivalidad entre Idomeneo e Idamante, ¡los dos enamorados de Erixene! Antoine Danchet, sobre ese mismo tema, compone un libreto de un prólogo y cinco actos sobrecargados de fastuosidad mitológica por la música de Campra (1712): en ese poema dramático, la cautiva Ilione (que prefigura a Ilia) era igualmente cortejada por padre e hijo. Y es Danchet quien introduce por primera vez a Electra en esta historia. Varesco, el libretista de Mozart, la mantendrá también. El juicio de Grimm sobre los distintos Idomeneos es preciso y justo, y podría creerse y habérselo recordado a Mozart en su entrevista parisina de 1778 y que Mozart no lo olvidó: "Ese tema falla por el contenido y no hay mucha tela que cortar para amasar una tragedia de cinco actos, en la forma que nosotros le habíamos dado. Nuestras piezas están más plenas de discursos y el tema de Idomeneo no es susceptible: todo debe ser pasión y movimiento. El tema de Jephté, que es el mismo en el fondo, tiene sobre aquel de Idomeneo la ventaja de presentar por víctima (...) una hija, la cual hace el contenido más conmovedor. Tanto uno como otro de estos temas son hechos más para la ópera que para la tragedia. Son susceptibles de un espectáculo más interesante y de un gran número de situaciones fuertes y patéticas y favorables a la música" (Correspondance Litteraire, primero de marzo de 1764). Hay, en efecto, una sustancia dramática suficiente en las solas consecuencias de la promesa hecha a Neptuno, sin tener que sobreponer un conflicto abiertamente edípico entre el padre y el hijo.


III. Los mitos del regreso y los mitos de la partida.
El acercamiento entre Jephté e Idomeneo era perspicaz. El mismo Fenelón, en el largo y melodioso recitativo del sacrificio del hijo, habría podido inspirarse en el admirable Jephte de Carissimi (1650). Grimm conocía sin duda el Jephte de Montéclair (1732) o si no el oratorio de Haendel (1751). Hemos podido percibir aún otras similitudes. Porque si el tema del sacrificio de Jephté y de Idomeneo pertenece a las categorías de mitos que se pueden considerar como mitos de regreso, son simétricos con otros, que son los mitos de partida. Es el motivo de Ifigenia en Aulide. Cualquiera que haya leído a Eurípides y Racine conocerá la historia que Gluck lleva a la ópera en 1774. Para obtener los vientos favorables que permitieron la partida de los griegos para la capital de Troya, Agamenón interroga los oráculos: el adivino Calcas le informa que Neptuno exige el sacrificio de su hija. La ceremonia sangrienta se prepara. Ifigenia no es salvada sino por una víctima sustitutiva, antes sierva (en Eurípides), luego rival maléfica (es la Erifila en la obra de Racine). Los mitos de partida son, la mayor de las veces, pareja con los mitos de regreso. Los dioses que han acordado la partida pueden no acordar el regreso: apenas entrado a Argos, Agamenón es asesinado por su mujer Clitemnestra y por el usurpador Egisto. Luego, la madre asesina, a su regreso, es muerta por su hijo Orestes, por instigación de su hermana Electra, (¡otro tema de una considerable familia de óperas!). El matricidio de Orestes y de Electra es la imagen inversa del infanticidio cumplido o proyectado por Idomeneo. No es gratuito que Electra, acechada por la locura, sea presentada en el palacio de Idomeneo de Mozart. En el último recitativo, Electra habla de reunirse con Orestes "en el fondo de los abismos lúgubres".

En los mitos de partida como en los de regreso, en un nivel muy arcaico de la consciencia, el guerrero que parte o regresa victorioso es obligado a pagar el precio del pasaje. Tal es la deuda contraída que la divinidad reclamará tan pronto como ella haya pedido lo demandado. Dar y tomar. Para la victoria, por la terrible travesía sobre el mar azul, el héroe debe dar aquello que aprecian más. Es su exvoto. Los dioses hacen pagar toda deuda: envían peste o monstruos al reino de los perjuros deudores. Cualquier víctima no es suficiente. Piden un sacrificio solemne por los grandes préstamos sobre el altar del santuario. Ahora bien, en un sistema de equivalencia que aparece en el mismo nivel arcaico, una víctima puede ofrecerse en el lugar de aquella que fue primero designada. El dios que reclama la sangre -Moloch, Neptuno o el ogro saturnino- no hace excepción de persona: él acepta una comidilla a cambio de alguna otra. La pasión amorosa entra así en escena y, como en la lógica del sueño, ella reemplaza o desplaza una figura por otra. Este o ésta que consiente morir en lugar de la víctima primitiva designada, atestigua la verdad de su amor. ¡Es la prueba suprema! Libera al dios de aceptar la muerte con ese remplazo. O al contrario de perdonar, porque el amor es una contra-magia poderosa. Es lo que en tal caso la divinidad ha cambiado: el dios terrible muestra su rostro de compasión.

Por supuesto que se han podido dejar los adornos convencionales y la retórica sin sorpresa en la que el teatro y la ópera del siglo XVIII han cubierto a los dioses y héroes de la mitología: basta que esa mitología dé acceso a lo vergonzoso, a los sueños más turbadores y con un renovado lenguaje será suficiente para que se reanime el fuego. Si el poema de Varesco no innovó nada, la música de Mozart, a pesar de lo que debe al estilo de la época, reanima el misterio del tema mítico con un extraño e insinuante poder. No hay sino que pensar en la riqueza de la orquestación, en los extraordinarios recitativos acompañados del sublime cuarteto y los coros. El gran sueño enigmático del infante destinado al sacrificio -Isaac, Ifigenia- recibe una nueva vida.

Idomeneo, escena final. Met Opera

IV. El amor ha vencido
La parte dramática adoptada por Mozart y Varesco es la primera que hace sobrevivir a Idamante. Sin duda en las piezas anteriores es inmolado o se acuchilla. La regla de la ópera seria, seguramente, reclama un final feliz y recurrirá al deus ex machina para todo arreglo cuando el desastre parecería irrevocable. Un giro sobrenatural salva todo.
La escena final de Idomeneo se desarrolla bajo la mirada de la estatua de Neptuno, que es revivida extrañamente en aquel momento donde el hacha es levantada sobre Idamante. En la obra de Mozart, en su versión larga, el oráculo (con acompañamiento de los metales), pronuncia un veredicto circunstancial, absolviendo al padre pero castigando al rey. En tanto que rey, Idomeneo perjura y debe perder el reino (pero no aquel otro igual a sí mismo que es su hijo); en tanto padre, es perdonado: Idamante vivirá y le sucederá. En cada espectador, al escuchar el aria final de Idomeneo Torna in me la pace, sabe que el rey destituido partirá a fundar una ciudad nueva sobre otra rivera. Idamante recibe las insignias reales. ¿No habrá superado con éxito algunas de las pruebas decisivas que más tarde serán reservadas para Tamino: muerto el monstruo, obedece sin protestar, acepta la separación, ofrece su vida? Mozart, lo sé, no da suficiente heroicidad a Idamante y le reserva aires más "convencionales": ¡hubiera preferido que no le hubieran dado a componer ese rol para un castrato! (Recurre a un tenor para la representación vienesa de 1786, pero musicalmente la suerte estaba echada) El oráculo, el gran sacerdote e Idomeneo mismo, parecieran poner juntos sus funciones de autoridad, prefigurando mejor la figura de Sarastro.

Mozart, en su preocupación por la eficacia dramática, prefiere abreviar las palabras del oráculo. Se conocen tres versiones. Pero todas comienzan por las palabras esenciales: Ha vinto amore... (El amor triunfa). Esas palabras, ya habían sido usadas en otras óperas (en Rameau notablemente). Pero aquí creemos con certeza que la victoria decisiva aparta a Ilia, que se ofrece en víctima substitutiva. Y somos persuadidos por la música misma de la verdad profunda de ese amor. Es la más bella música, sea cual sea: la felicidad tormentosa o la plenitud impaciente. Mozart ha construido el papel y los aires de Ilia -la cautiva, la amorosa- en razón de hacer aparecer su amor como el antagonismo principal de la poderosa sombra neptuniana. Es quizá el antagonismo principal de toda la ópera. Porque lo subraya: no hay un conflicto real entre los diversos personajes de Idomeneo. Los caracteres no entran en oposición unos con otros. La psicología de las relaciones interhumanas es casi ausente en esta ópera y, a primera escucha, ciertamente han podido disgustar. Pero hay que escuchar mejor: toda la acción desarrolla las consecuencias de la promesa y se desarrolla bajo la borrasca y los caprichos del poder elemental. Las diversas voces - desde los héroes temerarios a las voces colectivas del coro- responden al triunfo de ser una necesidad sin rostro, que se manifiesta en la orquesta desde la obertura. La música, atravesada por tantos alientos, se encuentra tanto más libre para dialogar puramente con la sombra que trae ella misma y para decir una emoción conmovedora que sobrepasa a toda psicología individual. Tal como la cuenta Mozart, la fábula dice la fuerza del amor y de la resurrección en el mismo momento de la muerte.

* Este artículo fue enviado gentilmente por el Dr. Jean Starobinski, de la Universidad de Ginebra (Suiza). Ha sido publicado también en Apuntes Filosóficos de la UCV.

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