domingo, 1 de septiembre de 2013

Regreso a los Sofistas

Carlos Blank

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Introducción: historia y contingencia
Los relatos históricos son siempre el reflejo de una interpretación, incluso los llamados ‘hechos históricos’ lo son a la luz de una teoría, están  cargados de teoría. La historia de la filosofía no escapa a esta realidad y tradicionalmente ha sido la mejor expresión de ese sesgo teórico e interpretativo al que hacemos referencia. Posiblemente el esfuerzo más importante por trastocar la visión tradicional de la filosofía occidental vino de la fascinante pluma de Nietzsche, para quien la famosa tríada Sócrates-Platón-Aristóteles constituye el pesado fardo de la tradición del que debemos desprendernos, junto con la tradición de ese ‘platonismo para el pueblo’ que representa el cristianismo, con sus valores degradantes de la condición humana. La necesidad de retomar la senda perdida ha sido recalcada por diversos autores desde perspectivas diferentes. Así, por ejemplo, Popper llama la atención sobre la importancia de la tradición presocrática como expresión de la tradición crítica y del espíritu científico que encarnará la sabiduría socrática y que será objeto de traición por su gran discípulo Platón. También Heidegger propone recuperar el sentido autentico del ser devolviéndonos a la hermenéutica de los primeros filósofos.

Más recientemente están los proyectos de relectura de la filosofía antigua llevados a cabo por Pierre Hadot, Michel Onfray y el último Michel Foucault, entre otros, quienes realizan una revalorización de las tradiciones filosóficas consideradas frecuentemente menores o epigonales, como el estoicismo, el epicureísmo o el cinismo, que ahora pasan a ser mucho más cercanas al verdadero sentido del filosofar como una forma de vida, como una praxis concreta. Para destacar lo contingente de que una tradición filosófica dependa, por ejemplo,  de los textos que se hayan conservado, Carl Sagan nos invitaba a pensar qué hubiese sido de la historia del pensamiento occidental  si se hubiesen conservado los textos de Demócrito en lugar de los de Platón, quien, según las “malas lenguas”, como la de Diógenes Laercio, quería destruir los escritos de aquel. Para Sagan, este será uno de los tantos momentos en que la tradición mística se enfrente a la tradición racional y en la que, lamentablemente, venza la tradición mística. Obviamente la historia de la filosofía es mucho más compleja y rica de lo que a menudo suele aparecer en los textos “canónicos”. En ese sentido, la historia en general, y la historia de la filosofía en particular, son el producto de una cadena de contingencias, de una compleja red de hechos fortuitos y aleatorios.    

La corriente de la que nos vamos a ocupar, la de los sofistas, ha estado dentro de esta categoría de marginal, secundaria, menor. El término sofista originalmente significaba sabio.  El sofista era aquel que conocía mejor una determinada cultura, la idiosincrasia de un pueblo, al tiempo que era su mejor y mayor expresión. Desde este punto de vista el mayor sofista antiguo, el mayor educador,  fue sin duda Homero, pues fue él quien mejor supo retratar la mentalidad y las formas de vida de la antigua Grecia, al punto que resulta difícil con frecuencia discernir el mito de la realidad, la leyenda del hecho histórico.

No es casual que haya sido Platón el que introdujo el término sofista en el sentido despectivo que suele utilizarse a  menudo y que fuese él también quien prohibiese a los poetas como Homero en su esquema de Constitución política. Los sofistas utilizaban sofismas, a saber, razonamientos engañosos y falaces, aunque tuviesen la apariencia de  la verdad. Obviamente que Platón hacía referencia en particular a la erística, a aquellos que están interesados en ganar una disputa por cualquier medio sin tener interés genuino por la verdad y el conocimiento, guiados solamente por el dinero y la fama. Y a decir verdad, creo que debemos decir que este tipo de sofistas no ha hecho más que reproducirse en los tiempos actuales, pues hoy más que nunca pasa por genuina  búsqueda de la sabiduría lo que no es más que un falso remedo de dicha búsqueda y en donde lo que predomina es un espíritu crematístico  y el deseo de fama o notoriedad, precisamente el tipo de móviles que Platón consideraba incompatibles con la verdadera filosofía.

Dicho esto, es indudable que la leyenda negra que fue sembrada por Platón ha hecho que el movimiento de los sofistas haya sido visto de modo despectivo y que se haya subestimado su importancia e influencia. No es de extrañar que en nuestro tiempo hayan sido un gran helenista y filólogo, Werner Jaeger, y un filósofo, Karl Popper, quienes se encargasen de dar una versión mucho más equilibrada del aporte de los sofistas y arrojasen una nueva luz contra  la interpretación tradicional dominante a la cual hemos hecho referencia. A continuación destacaremos algunos de los aspectos de esta relectura de los sofistas que nos plantean ambos autores.

Protagoras&

Gorgias&

Antiphon&

Critias.

El origen de los sofistas
El surgimiento de los sofistas está estrechamente vinculado a la preocupación de la práctica y nueva pedagogía política que surge en Atenas, en especial, con el advenimiento de la democracia. Como señala Jaeger, fue allí donde echó sus raíces, a diferencia de la tradición jonia, la cual no tuvo arraigo en Atenas.

El creciente interés de la filosofía por los problemas del hombre, cuyo objeto determina de un modo cada vez más preciso, es una prueba más de la necesidad histórica del advenimiento de los sofistas. Pero la necesidad que vienen a satisfacer no es de orden teórico o científico, sino de orden estrictamente práctico. Esta es la razón por la que ejercieron en Atenas una acción tan fuerte, mientras que la ciencia de los jonios no pudo echar allí raíz alguna. (Jaeger, 1974: 271)

El centro de interés de los sofistas gravita en torno a los conceptos de virtud –areté-   y la posible educación –paideia- o formación espiritual o virtuosa en los hombres. Y como indica Jaeger, “el fin de la educación sofista, la formación del espíritu, encierra una extraordinaria multiplicidad de procedimientos y métodos”. (p. 268) Los sofistas son la más acabada expresión de esa atmósfera de libertad e individualidad que empezaba a respirarse en la polis ateniense. Gracias a ellos “entra en el mundo, y recibe un fundamento racional, la  paideia  en el sentido de una idea y una teoría consciente de la educación. Podemos considerarlos, por tanto, como una etapa de la mayor importancia en el desarrollo del humanismo.” (p. 273)  Es un aporte fundamental de ellos el entender la educación no como una formación puramente intelectual o cognitiva, sino como una formación integral del ser humano, como una formación humanística integral, es decir, ética y política, a  la que está supeditada la formación científica.
Si antes de los sofistas la educación estaba fuertemente vinculada a la religión, con los sofistas la educación, la cultura, se separa de su matriz religiosa y aristocrática, por lo que pueden ser considerados como los primeros ilustrados de la tradición del pensamiento occidental. La forma como se opera esta separación es particularmente instructiva e interesante.

Cambian las palabras, pero las cosas son las mismas; se ha llegado al convencimiento de que la naturaleza (fusis) es el fundamento de toda posible educación. La obra educadora se realiza mediante la enseñanza (mazhsis), el adoctrinamiento (didaskalia) y el ejercicio (askhsis), que hace de la enseñanza una segunda naturaleza. Es un ensayo de síntesis del punto de vista de la paideia  aristocrática y el racionalismo, realizado mediante el abandono de la ética aristocrática de la sangre. (p. 280)

Aunque el concepto de naturaleza se origina del contexto médico, después se generaliza y  del concepto puramente físico o “como organismo corporal dotado de determinadas cualidades, se pasa pronto al concepto más amplio de la naturaleza humana tal como la hallamos en las teorías pedagógicas de los sofistas.” (p. 280) Este concepto de naturaleza humana, a diferencia de una naturaleza puramente física, es un concepto que debemos a los sofistas. Como señala Jaeger: “La idea de la naturaleza humana, tal como es concebida ahora por primera vez, no es algo natural y evidente por sí mismo. Es un descubrimiento esencial del espíritu griego.” (p. 280)

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Los sofistas y la sociedad abierta: physis vs. nomos
A continuación quisiéramos complementar y profundizar las invalorables reflexiones de Jaeger sobre los sofistas con las que hace Karl Popper, ubicándolos también en el surgimiento de la democracia o, lo que él llama, la sociedad abierta. Para Popper la gran contribución del pensamiento griego, su gran revolución intelectual y social, consistió en sentar las bases de la sociedad abierta moderna. Y este profundo cambio se hizo posible por esa nueva concepción de la naturaleza y, en particular, por su clara diferenciación del concepto de ley o nomos. Posiblemente esta importante diferenciación, de la que surgen las ciencias sociales, pueda rastrearse, según él, al pensamiento de Protágoras.

La iniciación de la ciencia social se remonta, por lo menos, a la generación de Protágoras, el primero de los grandes pensadores que se denominaron a sí mismos ‘sofistas’. Está señalada por la comprensión de la necesidad de distinguir dos elementos distintos en el medio ambiente del hombre, a saber, su medio natural y su medio social. Es ésta una distinción difícil de trazar y de aprehender, como puede deducirse del hecho de que aun hoy no se halla claramente establecida en nuestro pensamiento. Además, ha sido puesto en tela de juicio continuamente desde la época de Protágoras, y la mayoría de nosotros tenemos fuerte inclinación, al parecer, a aceptar las peculiaridades de nuestro medio social como si fueran ‘naturales’.   (Popper, 1984: 67)

La importancia y el alcance de esta diferenciación entre physis y nomos pueden comprenderse en toda su dimensión a través de sus consecuencias. Si esta falta de diferenciación es lo que caracteriza a la sociedad cerrada, su diferenciación dará origen a la sociedad abierta.

Una de las características que definen la actitud mágica de una sociedad ‘cerrada’, primitiva o tribal, es la de que su vida transcurre dentro de un círculo encantado de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se reputan tan inevitables como la salida del sol, el ciclo de las estaciones y otras evidentes uniformidades semejantes de la naturaleza. La comprensión teórica de la diferencia que media entre la ‘naturaleza’ y la ‘sociedad’ sólo puede desarrollarse una vez que esa ‘sociedad cerrada’ mágica ha dejado de tener vigencia. (p. 67)

En otras palabras,  en una sociedad cerrada el cambio era no digamos imposible sino  poco frecuente o deseable, pues no se podían modificar las leyes, tabúes naturales o prohibiciones, al ser ellas expresiones de la voluntad de los dioses. Era imposible contravenir la voluntad de los dioses así como era imposible modificar esas leyes dadas por ellos. En cambio, al percatarse de que las leyes humanas y sociales tienen un estatus diferente al de las leyes naturales, comprobamos que, a diferencia de la inviolabilidad de las leyes naturales, las leyes sociales pueden ser violadas y, sobre todo, pueden ser cambiadas, al tener su origen en la sociedad. Esta diferenciación es importante no sólo porque ubica las leyes naturales más allá del capricho de los dioses, algo que ya habían iniciado los presocráticos, sino también porque ubica las leyes  dentro  del  ámbito de la responsabilidad y libertad humanas,  en el ámbito de la acción humana, ya sea deliberada o no. Digamos que el horizonte de reformas constantes que supone esta diferenciación sienta las bases del dinamismo y cambio de las sociedades democráticas y abiertas. El paso de la sociedad cerrada a la abierta depende, pues, de esta diferenciación.

El análisis de esa evolución presupone, a mi juicio, la clara captación de una importante diferencia. Nos referimos a la que media entre (a) las leyes naturales o de la naturaleza, tales como las que rigen los movimientos del sol, de la luna y los planetas, la sucesión de las estaciones, etc. y (b) las leyes normativas o normas que no son sino prohibiciones y mandatos, es decir, reglas que prohíben o exigen ciertas formas de conducta como, por ejemplo, los diez mandamientos o las disposiciones legales que regulan el procedimiento a seguir para elegir los miembros del parlamento o las leyes que componen la constitución ateniense. (p. 67)

Aunque en ambos casos utilizamos la palabra “ley”, es evidente que ambos conceptos tienen muy poco en común. A lo sumo, podríamos señalar, como lo hace Popper, que ambos conceptos implican prohibiciones. Pero hasta ahí, pues es evidente que las prohibiciones que derivan de una ley natural,  (y  toda ley natural puede ser expresada como la prohibición de determinado hecho o invento, por ejemplo, “es imposible construir un motor de movimiento perpetuo de primer grado o de segundo grado”), implican una imposibilidad absoluta y sin excepciones. Una excepción daría al traste con su carácter de ley.[1] En cambio, las prohibiciones sociales tiene sentido precisamente porque es posible realizar aquello que prohíben, como por ejemplo, la prohibición del incesto, del adulterio o del robo. Si no fuese posible contravenirlas entonces estas leyes carecerían de poder coercitivo y su estipulación sería totalmente superflua e innecesaria. Podría decirse que en el primer caso las leyes son descubiertas, mientras que en el segundo caso las leyes son estipuladas o inventadas. El gran “descubrimiento” de los sofistas fue el reconocimiento del grado de invención y de estipulación de las leyes humanas.

Epistemológicamente, podemos denominar a esta posición que no diferencia lo natural de lo social como un ‘monismo ingenuo’, en sus dos vertientes: el ‘naturalismo ingenuo’, que asimila las convenciones o normas sociales a las regularidades propias de las leyes naturales; y el ‘convencionalismo ingenuo’ que asimila las leyes naturales a las convenciones sociales, como si fuesen decretos o expresión de decisiones divinas. Frente a esta postura la sofística desarrollaría por primera vez un ‘dualismo crítico’ o un ‘convencionalismo crítico’, el cual puede resumirse “en la imposibilidad de reducir las decisiones sociales o normas a hechos; por lo tanto, puede describirse como un dualismo de hechos y decisiones.” (p. 72)

El dualismo crítico se limita a afirmar que las normas y leyes normativas pueden ser hechas y alteradas por el hombre, o más específicamente, por una decisión o convención de observarlas o modificarlas, y que es el hombre, por lo tanto, el responsable moral de las mismas; no quizá de las normas cuya vigencia en la sociedad descubre cuando comienza a reflexionar por primera vez sobre las mismas, sino de las normas que se siente dispuesto a tolerar después de que ha descubierto que se halla en condiciones de hacer algo para modificarlas. (p. 70)

Y si, como ya habíamos señalado, podemos considerar a Protágoras como el primer defensor de ese dualismo crítico, todavía encontramos en él un trasfondo religioso, al considerar que si bien las leyes son producto del hombre, necesitamos del recurso de lo sobrenatural para su creación, lo cual es para Popper una prueba de que ese dualismo crítico no encierra necesariamente una posición en contra de la religión  y menos si ella respeta la conciencia individual. Por eso dice que “la forma en que la primera declaración definida del dualismo crítico deja lugar a una interpretación religiosa de nuestro sentido de responsabilidad, demuestra hasta qué punto no se opone el dualismo crítico a la actitud religiosa.” [2] (p. 75) Quizás lo más importante consista en destacar que la naturaleza no nos suministra ningún patrón moral, que somos nosotros, y sólo nosotros, los que introducimos un patrón moral dentro de la naturaleza.

La naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino que se compone de una suma de hechos y uniformidades carentes de cualidades morales o inmorales. Somos nosotros quienes imponemos nuestros patrones a la naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en el mundo natural, no obstante el hecho de que formamos parte del mundo. Si bien somos producto de la naturaleza, junto con la vida la naturaleza nos ha dado la facultad de alterar el mundo, de prever y planear el futuro y de tomar decisiones de largo alcance, de las cuales somos moralmente responsables. Sin embargo, la responsabilidad, las decisiones, son cosas que entran en el mundo de la naturaleza sólo con el advenimiento del hombre. (p. 71)

A continuación, Popper analiza una serie de posiciones intermedias entre el monismo ingenuo y el dualismo crítico y considera que “la mayoría de esas posiciones intermedias proceden de la falsa idea de que si una norma es convencional o artificial, deberá ser totalmente arbitraria.” (p. 77) Básicamente distingue tres: el naturalismo biológico, el positivismo ético y el naturalismo psicológico o espiritual. Y, como veremos, en cada una de ellas podemos encontrar tendencias contrapuestas.
El naturalismo biológico, o la forma biológica del naturalismo ético,  es  definido como “la teoría de que, pese al hecho de que las leyes morales y las leyes estatales son arbitrarias, existen algunas leyes eternas e inmutables de la naturaleza, de las cuales pueden derivar dichas normas.” (p. 77) Esta posición ha servido para defender el más craso antiigualitarismo,  como el que defiende el poeta Píndaro, quien sostiene la posición de que el poder es la fuerza, o que la fuerza es el derecho, y que, por tanto, son los más fuertes los que tienen el derecho para gobernar. Esta posición es defendida por Trasímaco en el diálogo de La República de Platón, posición que para algunos autores, como Leo Strauss, expresa le verdadera posición de Platón, aunque él se hubiese visto obligado a utilizar un lenguaje oblicuo o el uso de un subtexto, para evitar ser perseguido por sus ideas. Para Popper, quien también propone una relectura alejada de la idealización romántica dominante, esta también sería su posición, justificando cualquier recurso para hacerse o mantenerse en el poder, incluso el uso sistemático del engaño y el asesinato.
Sin embargo, este naturalismo ético pude ser utilizado también para defender una posición igualitarista como la que sostenían Antifonte, Hipias, Alcidamas, Licofrrón, los dos últimos discípulos de Gorgias, posiblemente el más erudito de todos los sofistas, quienes eran claros adversarios de la esclavitud y defensores de le “igualdad natural” de todos los hombres. Como decía Antifonte: “Todos inspiramos el aire en la misma forma: por la nariz y la boca.”

El primero que expuso una versión humanitaria o igualitaria del naturalismo biológico fue el sofista Antifonte. A él se debe, también, la identificación de la naturaleza con la verdad y de la convención con la opinión (u “opinión engañosa”). Antifonte es un naturalista radical y cree que la mayoría de las normas, no sólo son arbitrarias, sino que son directamente contrarias a la naturaleza. (p. 78)

La segunda posición, el positivismo ético, es muy similar al naturalismo ético, también defiende el derecho del más fuerte y la reducción de las normas a los hechos, lo que varía en este caso es la naturaleza de los hechos, que son en última instancia históricos y sociales, y están más allá de todo juicio moral o ético. Desde este punto de vista, “el positivismo ético (o moral o jurídico) ha sido casi siempre conservador e incluso autoritarista, invocando frecuentemente la autoridad de Dios.” (p. 80) La idea de que la historia será nuestro único juez suele expresar claramente esta posición.[3] Es evidente que esta posición nos enfrenta a un claro dilema.

Y si se arguye que hay que aceptar las normas en razón de su autoridad, puesto que somos incapaces de juzgarlas, entonces tampoco podremos juzgar si sus pretensiones de autoridad son o no justificadas o si no estaremos siguiendo a un falso profeta. Y si se sostiene que no existen los falsos profetas –dado que las leyes son, de todos modos, arbitrarias, de manera que lo único que importa es poseer algunas leyes- cabría preguntarse por qué es de tanta importancia, en definitiva, tener esas leyes; en efecto, si no existe patrón alguno de referencia, ¿por qué no habremos de elegir la prescindencia de toda ley? (p. 80)

Finalmente está el naturalismo psicológico, el cual puede ser considerado como una reelaboración más sutil de las anteriores y, sin duda, con una mayor capacidad para atraer adeptos o seguidores de uno u otro bando.

El naturalismo psicológico o espiritual es, en cierto modo, una combinación de las dos posiciones anteriores y la mejor forma de explicarlo consiste en recurrir a un argumento contra la unilateralidad de dichos puntos de vista. El positivista ético tiene razón –se arguye- si insiste en que todas las normas son convencionales, es decir, un producto del hombre y de la sociedad humana; pero pasa por alto el hecho de que constituyen, por consiguiente, una expresión de la naturaleza psicológica o espiritual del hombre y de la naturaleza de la sociedad humana. El naturalista biológico tiene razón cuando supone que existen ciertos objetivos o finalidades naturales, a partir de los cuales podemos deducir las normas naturales; pero pasa por alto el hecho de que nuestros objetivos naturales no son necesariamente objetivos tales como la salud, el placer, la alimentación, el abrigo o la procreación. La naturaleza humana es tal, que el hombre, o por lo menos algunos hombres,  no se conforman con tener únicamente pan para vivir, sino que se mueven en busca de objetivos superiores, de metas espirituales. Así, podemos deducir los verdaderos objetivos naturales del hombre a partir de su propia y auténtica naturaleza, que es espiritual y social. Y podemos, además, deducir las normas de vida naturales, de sus finalidades naturales. (p. 81)

Como lo demuestran las ambiguas interpretaciones de Platón, posiblemente el más conocido defensor de esta posición, este naturalismo espiritualista da, mucho más que las posiciones anteriores, para defender cualquier cosa: para defender una posición igualitaria e incluyente de la sociedad, así como una visión elitista y excluyente de la sociedad. Y la raíz de ello está en que cualquier naturalismo, de la clase que sea, biológico, ético, psicológico o espiritualista, da para todo, permite explicar cualquier cosa, lo que pone en evidencia la vaguedad de conceptos como el de “naturaleza humana”.

Claro está que el naturalismo espiritual puede ser utilizado para defender cualquier norma ‘positiva’, esto es, existente. En efecto, siempre podrá argüirse que estas normas carecerían de fuerza si no expresasen algunos rasgos de la naturaleza humana. De esa manera, el naturalismo espiritual puede confundirse, en el terreno práctico, con el positivismo, pese a su oposición tradicional. En realidad, esa forma de naturalismo es tan amplia y tan vaga que puede ser empleada para defender cualquier cosa. No hay nada que alguna vez le haya ocurrido al hombre que no pueda ser considerado ‘natural’, porque, de no estar en su naturaleza, ¿cómo podría haberle ocurrido? (p. 81)

Independientemente de las dificultades a las que nos enfrentan conceptos como el de “naturaleza humana”, este concepto constituye un aporte fundamental  de los sofistas, como lo destacan Jaeger y Popper. Así mismo la diferenciación entre nomos y physis constituye uno de los mayores aportes de la sofística al pensamiento occidental; sin ella las luchas por una sociedad más libre e igualitaria serían simplemente impensables. Como ha ocurrido con otras corrientes del pensamiento occidental, muchos movimientos que son considerados de segunda categoría, de menor importancia,  como meros precursores o como meros epígonos de otros pensadores de primera categoría, adquieren mucha mayor relevancia de la que se les otorga  apenas despejamos los prejuicios y falsas concepciones que arrastra la tradición dominante. Esta es la labor necesaria, o mejor imprescindible,  que han llevado a cabo Jaeger y Popper, entre  tantos otros. Finalmente, todo lo dicho hasta aquí ha sido magistralmente resumido por Popper en el siguiente párrafo:

Creo que no sería injusto denominar a esa generación que señala un punto culminante en la humanidad, la Gran Generación: es la generación que brilló en Atenas un poco antes y durante la guerra del Peloponeso. Entre ellos, hubo grandes conservadores como Sófocles o Tucídides. Los hubo también de ideología intermedia, representativa del período de transición: unos vacilantes, como Eurípides, otros escépticos, como Aristófanes. Pero también vio esa generación al gran rector de la democracia, a Pericles, que formuló los principios de la igualdad ante la ley y del individualismo político, y a Heródoto, bienvenido y saludado por la ciudad de Pericles, como autor de una obra que glorificaba esos principios. A Protágoras, natural de Abdera, que adquirió notable influencia en Atenas, y su compatriota, Demócrito. Estos sostuvieron la teoría de que las instituciones humanas del lenguaje, la costumbre y el derecho no son tabúes sino productos del hombre, no naturales sino convencionales, insistiendo, al mismo tiempo, en que somos responsables de las mismas. Vio, así mismo, la escuela de Gorgias –Alcidamas, Licofrón y Antístenes- que desarrolló los conceptos fundamentales contra la esclavitud, a favor del proteccionismo racional y contra el nacionalismo, por ejemplo, el credo del imperio universal de los hombres. Y vio, por fin, al mayor de todos, a Sócrates, que enseñó a tener fe en la razón pero, al mismo tiempo, a prevenirse del dogmatismo: a mantenernos apartados de la misología, la desconfianza en la teoría y en la razón, y de la actitud mágica de aquellos que hacen un ídolo de la sabiduría; y que enseñó, en suma, que el espíritu de la ciencia es la crítica.
Notas:



[1] En  esta idea es que se basa precisamente su propuesta del falsacionismo, falibilismo o criticismo. Por otro lado, no niega la posibilidad de encontrar  leyes naturales o invariantes en el campo social, particularmente, en el campo económico.
[2] Aunque Popper no es ni mucho menos un pensador de orientación religiosa y defienda una posición agnóstica, no se opone al verdadero espíritu de algunas religiones, como la del cristianismo. Contra lo que sí se opone es contra toda forma de ideología que tras un aparente manto de humanismo lo que esconde es un profundo desprecio por el hombre y pretende imponer un control totalitario y férreo en nombre de ese pseudohumanismo o espíritu pseudoreligioso. No es de extrañar que muchos regímenes totalitarios se han mantenido mediante la explotación de un fervor y un culto religioso hacia figuras de poder o autoridad determinada. Así,  muchas ideologías de corte totalitario suelen tener un trasfondo religioso o pretenden ser un sucedáneo de la religión.
[3] En el fondo toda idea que reivindica el pasado, el presente o el futuro, el futurismo moral, forman parte de esta posición. Cabe recodar aquí las palabras finales del autor: “Y una vez que hayamos desechado la idea de que la historia del poder es nuestro juez, una vez que hayamos dejado de preocuparnos por la cuestión de si la historia habrá de justificarnos, entonces, algún día, logremos controlar el poder. De esta manera podremos, a nuestro turno,  llegar a justificar la historia. Y por cierto que necesita seriamente esa justificación.” (p. 440) Solo cabe agregar la manía que suelen mostrar algunos tiranos en que la historia los absolverá de todas sus tropelías.


Referencias:

Jaeger, Werner: Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1974.
Popper, Karl R.: La sociedad abierta y sus enemigos, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984.

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