martes, 1 de julio de 2014

De  laudes 

o la filosofía entre músicos

David Sparrow*

(Traducción de David De los Reyes)



 

Después de una larga travesía desde la isla caribeña de Guadalupe al puerto de  Le Havre, llegamos a  Francia el 24 de junio de 1725. Luego de atender el desembarco de mi apreciado cargamento de barricas de ron de Carúpano de la provincia de Venezuela, quería verme con mis amigos que siempre  visito cuando  paso por  tierras galas.  Es para mí un placer  reencontrar a mi estimado luthier  Raymond Le Blanc, quien era maestro constructor de instrumentos de cuerda,  pero no tan buen ejecutante del instrumento que nos une, el laúd. En su casa, en la calle Lespine Decaiette, en el barrio Guilherme Le Testu, cerca del centro de comercio de la ciudad y próximo a la plaza De Canníbales, su taller era un centro de encuentro para la música. Allí lo veo siempre trabajando, dándole forma a sus preciadas y nobles maderas. Muchas veces, al visitarlo, he conocido amigos amantes de la música y la filosofía, e infaltable  la presencia de músicos que vienen a encargarles instrumentos: desde laúdes de ocho y once órdenes a guitarras de cinco cuerdas,  además tiorbas una más grande que otra y gráciles violas da gamba: eran su especialidad como luthier. Es por lo que, en distintas ocasiones, estando de visita  por su taller, pude escuchar  música  ejecutada por virtuosos de esos instrumentos, a quienes luego traté gracias a la amabilidad de Raymond al presentármelos. Entre ellos conocí, además del parlanchín pero virtuoso guitarrista Giovanni Battista Granata, del retraído pero gran improvisador Remy Médard, y del tranquilo y elegante laudista Jacques De Saint-Luc,  al grande y virtuoso compositor de la corte en París, Robert De Visée, con quien fue muy placentero conversar y recibir algunos consejos  para la ejecución del  laúd que, como bien sabemos, es el instrumento  que amo. Y de ese afortunado encuentro es que quiero hablar ahora aquí.

En mi infancia tuve la suerte de crecer en la  villa Norton Croft de mi tía Annie, en la comarca campestre de Letchworth, en el sureste de Inglaterra.  Era un muchacho huérfano y algo melancólico;  quizás esta condición emocional la adquirí por verme separado desde muy joven de la compañía de mis padres,  causada por una absurda muerte de ambos;  ese espíritu taciturno, sin poderlo evitar, me ha seguido durante buena parte de mi vida de adulto. Allí en casa de mis familiares, con mucha paciencia y con no menos pasión, mi tía Annie  me enseño ejecutar el inconfundible laúd. Ella, desde muy niña, fue una aficionada virtuosa y tenía muchas partituras de amigos laudistas; en especial de uno que siempre  visitaba la casa de mis tíos, aunque no lo conocí y me encanta su música, John Dowland,  del cual sus gallardas, sus fantasías y sus últimas pavanas siempre he llevado conmigo al navegar por los mares  a bordo de mi buque el Unicornio Negro. 
Al cabo de un tiempo, mi tío Tom Sparrow, hermano de mi fallecido padre, me regaló para  uno de mis cumpleaños un laúd usado de ocho órdenes,  comprado  a un quincallero italiano en la City de Londres; desde ese entonces  nunca ha dejado de ser mí acompañante en todos los viajes que he emprendido en mi vida; el laúd, como  nuez pulida con cuerdas, también tiene la forma cóncava de los barcos, ese otro instrumento de navegación que amo y hace mi vida: con ambos viajas; uno con la música, el otro por la aventura de atravesar mares. En las oscuras noches y en el ocio de los días, en  medio de las intranquilas aguas marinas, se pasan  mejor las horas con el solitario y frágil laúd como compañero aferrado a tu pecho que sin él. El mío, ahora ya un poco rayado, sin brillo, gastado de tanto uso, algo quebrado y reparado en uno de los lados de la tapa, su sonido no ha perdido profundidad, y sigue siendo dulce y bello al tensar bien sus cuerdas. Su constructor fue un luthier italiano, Vendelio Venere, del cual nunca he sabido  nada, pues nunca me acerqué a Padua, que es  de donde es originario el instrumento, según dice la etiqueta pegada por dentro. 





Le Havre es un puerto importante para todos los que traficamos, legal o ilegalmente,  con mercancías desde el sur  de América a Europa. A esta ciudad llego cargado con productos de las islas,  de lo cual he vivido todos estos años, luego de cansarme de la riesgosa profesión de corsario; he traído desde el preciado ron de las islas de las Antillas y de las Costas orientales de Venezuela, también cacao, azúcar, café, índigo, perlas, plumas de aves exóticas, tucanes, loros, monos titíes, garzas, y en fin, de todo lo que de extraño y placentero provee aquellas islas y tierras del dulce e intenso sol caribeño, productos que son deseados en el viejo continente. Un mercader marino, según su carácter y condición, sabe qué debe negociar y qué no. Lo que nunca negociaría sería vender hombres, sean del color que sean, y Le Havre, junto con Nantes, era la ciudad de los traficantes de esclavos. Tenía su estrecha y no muy larga Calle de los Negreros, cuyas fachadas de  casas mostraban la soberbia del ruin negocio de los empecinados engreídos y rufianescos traficantes de hombres del África hacia las Antillas. Pero en este mundo, por encima de la justicia y las leyes, si hay alguien que lo compre siempre habrá alguien que lo venda.
Le Havre era punto de desembarque para mi pequeño negocio mercantil naviero. Y  en uno de mis viajes,  a través de tormentas marinas en el oscuro océano,  la nave estuvo a punto de irse a fondo y el laúd sufrió tales embates que se rompió en uno de los lados de la tapa, cerca del  puente inferior de las cuerdas, como ya referí antes. Tenía que encontrar alguien que pudiera repararlo con arte y no por el carpintero del barco, McGrigged, que sabía colocar bien las tablas en los aparejos de la nave, pero estaba seguro que no tenía finas manos para reparar mi instrumento. Por mi laúd y la necesidad de repararlo, es que llegué a conocer a Le Blanc y su taller en Le Havre, como también a otros buenos amigos amantes de  este instrumento. Fue, desde entonces, cuando establecí el inicio de la ahora larga amistad de años con Raymond Le Blanc. Me dieron sus señas de dónde vivía y una vez presentado y arreglado mi laúd por él, la amistad continuó y nunca más dejé de visitarlo, y en cada viaje a Le Havre, traerle su anhelado  ron añejo del pequeño puerto de Carúpano, de la Hacienda La Florida, que tanto ama y lo acompaña mejor, según sus palabras, que el coñac francés.
Mi laúd, como ya he escrito, es un fiel compañero de superar fatigas y sin sabores. Ahora puedo afirmar que si algo me ha ayudado a sustraerme de la pegajosa y estática melancolía, y que he cargado a veces por muchos días en mi  solitaria alma, ha sido  gracias a la ejecución del laúd y al flujo de sus sonidos, que aprendí de mi entrañable y querida tía. Encontré en las  pavanas, fantasías, gallardas,  gigas y en otras danzas un deleitoso solaz, al apartarme con ello de la oscuridad y del aburrimiento de la vida.
En unas de mis visitas a Raymond conocí Robert De Visée. Ese  día,  entre sorbos de ambarino ron y   danzas de su propia invención, cantando y tocando un sinfín de piezas sólo o a dúo conmigo,  vinimos a caer en una larga conversación acerca de su apreciación y reflexiones un tanto filosóficas, del arte de ejecutar instrumentos pulsados, como lo es su amada guitarra barroca, su estirada tiorba y con especial énfasis en el laúd. No sé si fue por amabilidad que vino a dedicarle esa noche especial atención  a mi instrumento, pues él  ama de forma particular su guitarra, pero después de ejecutar una serie de suites al estilo francés en  mi rodado laúd de Vendelio Venere, que le encantaba por su sonoridad limpia, nos confesó sus reflexiones como  músico y pensador ilustrado. 
Estábamos  esa noche allí presentes, además de De Visée, el infaltable Le Blanc, y el negro liberto trinitario William Woodwine, quien era un excelente marinero y mi primer ayudante a bordo, que además de gran bailarín y tocador de tambor africano, es un buen conocedor de rones. 




Robert De Visée, para sólo decir algunas palabras a quienes no lo conocieron, murió luego de ese encuentro donde lo vi por última vez, hace unos años, en 1732.  Era cantante, guitarrista, tiorbista, laudista y violagambista de la corte del gran rey Luis XIV, es decir, un poli-instrumentista. En realidad, para él no había ningún instrumento pulsado que no conociera y tocara con virtuosismo. Había estudiado con el famoso y gran maestro guitarrista y compositor italiano Francesco Corbetta, que al emigrar de la corte de París a Londres, en busca de mejor fortuna, y ponerse de moda la guitarra de cinco cuerdas en la ciudad de la isla británica, vino a sustituirlo en la corte, al cabo de un tiempo, Robert De Visée como maestro del rey Luis XIV en su instrumento predilecto, la guitarra barroca. De esa relación surge su conocido “Livre de Guitarre, dedie au Roy” (“Libro de guitarra dedicado al Rey”). Del maestro Corbetta obtuvo De Visée su magistral técnica de combinar diferentes texturas de rasgueo con el punteado y volverse  un maestro del bajo continuo que tan bien ejecutaba con su tiorba.
Sus palabras no se hicieron esperar luego de tocar una última pasacalle en mi laúd. Comenzó diciéndonos que a pesar de haber vivido buena parte de su  vida entre la fastuosidad de la corte no  dejaba de reconocer que la música tiene el poder de solazar a quienes viven pobremente y en soledad, cosa que yo había experimentado. Y siguió diciendo:
-Si  como músicos queremos alabar a un instrumento no nos queda otra que componer para él, y así llegar a conocer los matices delicados y la complejidad posible en su ejecución. Pero no podemos separar ciertas emociones de la ejecución. Es así que si queremos mostrar atención a sus sonidos,  nos enfocaremos en la melancolía y la tristeza o en la alegría y la tranquilidad, en virtud de cómo deseamos conmover  al oyente hasta que brote lágrimas o muestre placidez. No podemos olvidar el sentido de la elegancia al tocar.  Sólo es de conocedores y virtuosos aquellos  que saben  del valor emocional y no en los que caen en la ordinariez de difíciles y rápidas ejecuciones que convierten a los músicos más en malabaristas de circo y no en trasmisores del espectro de matices que poseen los sonidos.  Saber tocar un instrumento no termina sólo con el rito técnico de la ejecución,  sino que termina en esa condición suprema de la música, la cual justifica su existencia, el saber reflejarse en las fibras de nuestra emocionalidad. A lo largo de mi vida he reflexionado mucho sobre esto y he llegado a comprender que el contenido del arte  son los estados de ánimo y el objeto y maestría de nuestro arte es saber despertarlos.
-¿Por qué el laúd o la guitarra, maestro? –pregunté desde el otro lado de la mesa donde reposaban partituras, botellas, vasos y la temblorosa y azulosa llama de la lámpara que creaba movedizas sombras contra la pared  encalada del taller de Le Blanc.
-¿Qué decir a su pregunta, capitán David? Pues para mí, entre todos los instrumentos musicales, tanto el laúd como la guitarra, poseen una influencia poderosa. Gracias a ellos, y junto a ellos, han surgido toda una serie de reflexiones que bien puedo compartir en este momento. Considero  que son instrumentos íntimos y elegantes. En manos de hombres sabiamente superiores surgen originales melodías impresionantes. Su natural armonía, junto a su precisa afinación, inspiran ritmos engalanados con hermosos tonos penetrantes, y agradan a toda sensibilidad atenta. Y no digamos de la riqueza de sus tonos y matices, que son múltiples, siendo excelentes de principio a fin en cualquier obra, -al callar un momento, y tomar su vaso  para saborear el ron y continuar, Le Blanc  intervino:
-He pensado mucho en las palabras de otra noche, hace ya unos años, aquí en el silencio nocturno de mi taller, acompañado con otro hombre de mundo y de guerra, me refiero a mi amigo inglés, el capitán Tobías Hume, quien además de un auténtico caballero es un gran ejecutante y compositor de viola y del laúd.   Llegamos ambos a la conclusión filosófica si se quiere,  que sólo aquellos individuos que tengan un talante libre y desprendido encontrarán  verdadero placer en la música del laúd o de la viola, en su caso; quienes no sean calmos y profundos no podrán penetrarla  y quienes no posean un experimentado y lúcido juicio, no podrán entregarse a ella sin reserva. Para la música el escucha requiere un oído que va más allá de su condición natural, saber oír implica conocimiento musical y de vida. Los que no hayan educado su sensibilidad no podrán entender su honda significación –hubo un breve calmo momento de silencio coral como para asimilar todo lo dicho, y continuó el lutier francés: “Como tampoco su construcción puede ser para nada descuidada. En ello reside que se cuide la exactitud de su armoniosa estructura tanto como la calidad de las maderas y de su sonoridad. Al tensar las cuerdas en su justo tono, al pulsarlas, solo debe emanar claridad. El maestro Saint-Colombe, apreciado gambista, vino una vez a visitarme y ese maestro retirado del desbocado ruido del mundo de la corte y del comercio, me dijo que la mente del músico, si es pura y serena y se atiene a los principios fundamentales de la ejecución, la música se impregnará de profundidad emocional, armonía y de  la paz de la virtud perfecta, creando un áurea de divinidad con su música. Lo cual nos lleva a purificar el corazón y al espíritu; en fin, a intervalos de tiempos sonoros donde despiertan profundas emociones.


Partitura de Robert De Visée


-No podemos dejar de lado sus efectos, -dije. Ellos son  variados y profundos, como acabas de decir tú,  Raymond. ¿Qué piensa el maestro  Robert al respecto?
-Los efectos de la música, y del laúd en especial, son hartos conocidos. Si un melancólico oye música seguramente que quedará apesadumbrado y triste. Las penas lo desgarrarán aún más; encontrando quizás cierto morboso placer al estar acompañada su triste y personal emoción con los sonidos de la música; se sentirá menos sólo, pero más profundamente hundido en su dulce y oscura languidez; persiguiendo y persiguiéndolo su propia bilis negra. Se hará más presente la melancolía en su corazón, y su llanto pueda que surja al momento, sin poder reprimirlo. Sin embargo, también he encontrado que el laúd lleva a fortalecer y armonizar el espíritu primordial de los tímidos y débiles. Lo contrario sucederá a aquellos que posean un ánimo fuerte y alegre, pues se pondrán más contentos y animados, extrovertidos y excitados, sabiendo que el danzar mana en sus pies ligeros; la música hará en ellos que pasen sus horas entre chanzas y risas. Para otros, que tienen un talante equilibrado,  luminoso, y retirados en su simple y tranquila soledad, nutrirán apaciblemente su ecuanimidad, volviéndose más solemnes y profundos, evocando aquella antigua serenidad estoica, desprendiéndose de toda preocupación mundana, vagando el espíritu liberado de todo peso. E igualmente cuando escuchamos a un maestro ejecutar su  instrumento de cuerdas pulsadas podemos sentir si de su virtuosismo musical emana honestidad, benevolencia, lealtad, elocuencia, fe o diligencia. Todos se pueden beneficiar del laúd o de la guitarra, según nuestra propensión personal. Bien es sabido que, por caminos distintos, y por diversas manifestaciones, se lleva a la gente a un mismo fin; así pasa con el laúd, bien por su belleza o su simplicidad armónica que nos presenta el profundo significado de su ejecución.  En su equilibrada armonía es beneficiada toda vida sin jamás ser defraudados. ¡Grande puede ser la influencia que estos instrumentos pueden tener en el alma de los hombres!
- Pues he pensado también algo semejante, maestro, en mis noches en el camarote de mi buque, esperando que  pasen las oscuras y acuosas horas, entre el humo de mi pipa de mar y el laúd, y  me digo que no me canso de apreciar lo importante que fue esa enseñanza en mi infancia,  pues encuentro un tesoro donde para muchos no lo hay. Un regalo que viene desde tiempos pasados y que alcanza  nuestro presente. Sin embargo me pregunto, a no ser en este azar de la vida en  que  nos encontremos ahora reunidos aquí en Le Havre, en estos tiempos de enfermedad, pestes y estúpidas muertes por la guerra y la ambición, ¿dónde se consiguen buenos instrumentos y músicos virtuosos de diestros dedos y tranquilo ánimo en su alma? Para mí el laúd significa moderación, lo cual me lleva a restringir de mí ser la falsedad y evitar la liviandad. Me lleva a fomentar cierta benevolencia y  rectitud, que los marinos de mi barco la conocen y por lo cual me la llevo bien con mi tripulación a bordo del “Unicornio Negro”; sino que lo diga mi amigo Woodwine. Además de retornar una y otra vez al buen sentido de la vida. Ejecutar el  laúd,  y usted podría agregar la guitarra, la tiorba y hasta la viola de gamba,  nos lleva y exige cultivar nuestra persona, regular la mente, reencontrar en  nosotros lo que tenemos de celestial, habitando en nuestro espíritu cierta armonía única. Habría que reconocer que hasta las cosas que solo tienen forma y los animales sin mayor inteligencia pueden estar influenciados también por la música de laúd, -digo riéndome yo mismo por la tontada que acabo de decir.
-Comparto la influencia que puede tener la música consumada sobre el hombre: su naturaleza se vuelve a la rectitud y a la razón.  Pero no podemos dejar de lado que también habrá música que puede fomentar la liviandad; de ella pueden nacer pensamientos procaces, agresivos, titánicos, cuando su naturaleza no es la serenidad, confundiendo en los seres la diferencia entre el hombre y la mujer. He encontrado mucho de eso en la corte, casi a diario… diría, -agrega Robert.
- Y si seguimos hablando de las virtudes del laúd considero que tiene una justa posición entre el estruendo de la gran música de orquesta y la pequeña de otros instrumentos; como bien se ha dicho, sus tonos son armoniosos, sus sonidos graves no son lo bastante recios para ser confusos; sus tonos agudos no son tan ligeros y apagados que se hagan inaudibles. Para mí es así cada vez que construyo uno de ellos, pues creo que los sonidos de  este instrumento están pensados para armonizar la mente humana y vuelve el hombre a mejorar su corazón, -afirma Le Blanc.





 El trinitario Woodwine que estaba atento a la conversación sostenida por cada uno de nosotros preguntó sobre el aprendizaje y las formas de ejecutar el laúd a De Visée. Pasando el virtuoso francés la mano por las cuerdas de  mi laúd que estaba a su lado expresó:
-Bueno, para comenzar podemos advertir que un aprendiz debe oír atentamente el estilo  que es seguido por los maestros de distintas escuelas, sea a la inglesa, la francesa, la italiana, o la alemana. Al elegir uno de ellos para comenzar, amar incondicionalmente el estilo del maestro que nos acepte, siguiendo sinceramente sus preceptos; de manera que enseñanza y aprendizaje estén bien regulados y equilibrados.  Es requerido no tener, al menos al comienzo, una diversidad de enseñanzas diferentes en la mente; nos lleva a  desconcentrarnos y no asimilar el aprendizaje que se nos da.  Ser constante y tener en la mente la firme resolución de no cejar hasta el fin. En principio, el laúd deberá nutrir nuestra naturaleza, ser nuestro inseparable compañero, antes de que con él podamos querer ganarnos la vida.  Ya siendo diestro ejecutante se debe estar distante de las preocupaciones materiales, tener un porte elegante, es decir, vestirse limpio y correctamente, colocarse el laúd apoyado en la pierna derecha, sosegar el corazón, y el cuerpo mantenerlo quieto. También debo hablaros de cómo sonar el instrumento. Para ello hay variadas  formas de hacerlo sonar bellamente. Ante todo las uñas, además de cuidadas,  no deben ser demasiado largas y pulidas; sólo dejar que crezcan hasta el largo del ancho de una semilla de trigo; las cuerdas deben pulsarse mitad con la carne y mitad con la uña de los dedos, así el sonido  no es seco sino claro y suave, aterciopelado y profundo. Cuando se presionan las cuerdas cerca del puente, los tonos producidos siento personalmente que son más verdaderos. La mano derecha debe tocar las cuerdas ligeramente, con soltura; la mano izquierda debe apretar las cuerdas hacia abajo con fuerza justa, imaginándonos que queremos atravesar la madera del diapasón. El cuerpo debe estar erguido y recto, el espíritu claro, la mente en calma, la mirada concentrada y serenos los pensamientos. Ello nos lleva a  sentir que el tacto de los dedos sea naturalmente correcto y las cuerdas no emitan notas equívocas. Al producir sonidos debe aspirarse  a una refinada y  segura simplicidad y naturalidad. No se deben precipitar bruscamente los cambios del  toque suave al fuerte, y saber aplicar adecuadamente los ritardandos y  acceleratos, los rubatos y los estacatos; ser prudente con las improvisaciones sobre los temas, sabiendo resolver con precisión y soltura cada variación a agregar. ¿Cuáles pueden ser las deficiencias en la ejecución del laúd? Sobre todo no poseer una adecuada técnica de digitación en la ejecución; produciendo cambios torpes y equívocos, inseguros e incómodos; al no respetar la medida, el tempo, con rigor. Como el buscar efectos aparatosos, haciendo confusa y estragada la melodía. ¡Tales defectos deben ser corregidos lo más pronto posible y a toda costa!
En definitiva, al  pulsar las cuerdas debe aspirarse a la simplicidad y a la naturalidad, como ya he dicho. No añadir sonidos superfluos al adornar en demasía y hacer gala de improvisaciones aparatosas y poco elegantes. Prestar atención a la digitación; si no se respeta la técnica se pierde el rigor del tiempo. No hacer la melodía confusa y entrelazada. ¡La actitud correcta ante el laúd está en la simplicidad y en la serenidad! Para lograrlo debe buscarse lo excelso y evitar ser brusco mientras se toca. Hacer muecas con el rostro, mover los ojos o peor, balancear el cuerpo como si se estuviera bailando con una puta de posada barata; también poner un pie encima del otro, menear la cabeza para llevar el ritmo, subir bajar los hombros, son deficiencias que deben, como las ya dichas, ser corregidas.
Debo advertir que es importantísimo comprender el espíritu de la música a interpretar. No puede tocarse tóscamente como está escrita la pieza en el papel, es decir, al pie de la letra, lo cual nos lleva a ser incapaces de tener empatía  con el compositor y expresar los sentimientos y sentido que introdujo en el orden de sus sonidos. Hay que penetrar con imaginación en la esencia de la obra. Para conseguirlo habrá que estudiarla muchas veces, repetirla una y otra vez, y así aprender su esencia. La buena música nace de la práctica constante; aplicarse sin desfallecer y así obtener la perseguida satisfacción del intérprete en las cuerdas. Si estudiamos muchas obras a la vez lo que conseguiremos serán múltiples fallas de diversos tipos. Ello nos lleva a parecer como si nos hubiesen crecido puntiagudas espinas en nuestros dedos.
-Y una cuestión que me ronda en mi cabeza es si se puede tocar el laúd a cualquier público y en cualquier lugar. ¿Qué piensa al respecto? –pregunté.
-Yo he tenido que tocar en muchos lugares insoportables y ante personas que hubiese nunca querido conocer. Pero el ser músico de corte, en estos tiempos que corren, nos lleva tener que aceptar los caprichos de nuestros superiores o de una aristocracia muchas veces inculta, decadente, y sujetarnos a lo que nos manden, si no queremos perder nuestras pequeñas comodidades materiales cotidianas. Pero si en mi está la elección de tocar, no llegaría nunca hacerlo  en presencia de personas vulgares, meretrices de prosaicos instintos, en atmósferas ruidosas y en lugares de derramada borrachera colectiva. Frente a personas caóticas y burdas, horteras y pedestres, es preferible ocultar a toda costa que se sabe tocar el laúd. Está claro que para mí el laúd, o la guitarra,  me lleva a cultivar la sensibilidad, por lo tanto se debe ganar fama por ello. Si te encuentras con una alma gemela a ti, con gustos similares, pues toca; si no, mejor dejar el instrumento en su estuche y reservarse para el disfrute individual. Si lo que se quiere es mostrar malabarismo y destreza aparente de cara a la muchedumbre, un amigo me dijo que para ello era preferible dejar de lado al laúd y dedicarse al teatro. La música no sólo requiere ser hábil con los dedos de la mano sino con las fibras del corazón.


Autorretrato con Laud de Jan Steen (1633-1665), óleo. Museo Thyssen

Así puedo haceros una lista de dónde  y cuándo tocar laúd. Se puede tocar el instrumento cuando nos encontramos con alguien que entiende de música; al conocer a una persona que lo merece, como a un sabio retirado; en un gran salón con buena acústica; en una iglesia o en un claustro; sentado en medio de un bosque sombrío; sobre la cumbre de una montaña; descansando en un valle o al lado de un tranquilo arroyo; cuando hay luna llena. También podemos añadir donde no tocar jamás. Y saber que el peor enemigo del músico es el viento, pues nos vuela las partituras, de manera que no es aconsejable tocar en espacios abiertos con fuertes brisas, tormentas o tiempo lluvioso. Tampoco en un juzgado, en un mercado, en una tienda; menos para un bárbaro, o para mercaderes sin escrúpulos; tampoco para una cortesana de gustos vulgares, como ya dije; después de una borrachera o de haber  hecho el amor; estando sucios y con ropa estrafalaria; congestionado y sudado, sin haberse lavado las manos, la cara y los dientes. Y nunca, nunca en sitios ruidosos.
 Creo que me satisface tocar más ante una suave puesta de sol, una luna llena, para los pinos verdinegros, a las piedras de formas exquisitamente arcaicas, o a mi fiel  perdiguero inglés, como al verde loro que tengo en mi estudio y no para todo aquel que no es entendido en música. Se trata de aprender naturalmente el significado interior de la música. Cuando se comprende su significado, se entiende su intención, cuando se  ha entendido su intención entonces se ha llegado a entender la música. Aunque seamos diestros con la técnica si no se entiende su intención ¿de qué nos sirve interpretarla? ¡No es más que un clamor de sonidos que no sirven para nada!
Se debe tener el gusto cultivado y encontrar en uno la esencia de la armonía, cultivar nuestro interior y hacer caso a las reglas que nos da la naturaleza. Por todo ello creo que el tocar el laúd es tomar un camino que conduce a cierta sabiduría  y no sólo en mostrar poseer un arte más.
Estoy algo cansado, no sé ustedes, sin negar que me divertí mucho en esta interesante e inteligente velada.  Creo, caballeros, que con  todo lo dicho podemos dar por terminada esta reunión. La noche prosigue y todavía tengo que llegar a mi posada, que está a unas cuantas calles de aquí, por el barrio San Francisco, -tomó un último trago de ron y se puso de pie y todos hicimos lo mismo. ¡Salud! Y agregó: Gracias por todo maestro Le Blanc, espero tener pronto la guitarra que le encargue de maderas de palosanto y pino, vendré  de París a por ella en cuanto me diga que está. Y a ustedes, queridos amigos, que tengan un buen viaje en su buque de regreso a esas tierras paradisiacas y peligrosas que son a la vez las del Nuevo Mundo, de donde nos traen cosas tan interesantes y placenteras como ese maravilloso añejo ron  de dulces cañas caribeñas que hemos tomado en la noche de hoy  y que ha reconfortado nuestro espíritu.
Nos despedimos todos. Le di un fuerte abrazo al taciturno Raymond, parado en la puerta de su casa. Salimos a la fría noche de la ciudad. Caminamos por oscuras calles, y mientras regresábamos al barco anclado en el puerto, le contaba una historia curiosa a mi inseparable compañero de mar Woodwine. Le decía que mi viejo laúd de barniz gastado y de color ocre oscuro que llevaba ahora junto a mí, lo había bautizado hace ya muchos años con el nombre algo ridículo de “corazón de las horas”, por su forma y acompañarme a pasar el hastío del transcurrir del tiempo. Pero tuve que  cambiarle ese nombre por la extraña y fortuita vivencia que relate al ritmo de nuestros pasos.
-Pasó ese hecho inaudito luego de llevar en mi espalda ya unos cuantos años navegando entre el Caribe y Europa, y debido a circunstancias sorprendentes. Ello  fue en una noche ya en alta mar, luego de partir de la tranquila bahía caribeña de Walliabou, en la isla de Saint Vincent. En determinado momento, acostado y leyendo, oí un ruido como de rata corriendo por los travesaños de mi camarote. Temiendo que pudiera mordisquear mis libros o maltratar mi laúd ordené al marinero irlandés John Wooden Leg, el guardia que estaba en cubierta esa noche, que trajera una linterna más e iluminara por la escalera que da hacia el camarote. Al acercarse a mi oscura guarida de lobo de mar, y alumbrar las sombras y la oscuridad que rondaban ahí, se percato que una de las cuerdas de mi laúd estaba rota, pero lo asombroso era que había estrangulando a la rata. Al ver este extraño hecho,  pensé entonces que no sólo podía llamar a mi instrumento “corazón de las horas” sino también “el estrangulador de ratas”, nombre que me satisfizo.
Ya llegados al puerto, el entrañable compañero de rutas, el Unicornio Negro, nos esperaba calmo y en silencio.
Esa noche dormí tranquilo hasta el amanecer.  En la mañana zarpamos para Marsella a buscar las barricas de coñac para vendérselas a mis amigos corsos de la Casa Moreau,  en el puerto de la Guaira,  bebida que amaban los afrancesados criollos de la ciudad de Caracas.


* David Sparrow: Theatrum Caribeum. London, 1757. p.87-102.
Traducción de David De los Reyes, en Caracas, junio de 2014.

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