miércoles, 1 de octubre de 2014

Hermenéutica y crítica cultural
Ezra Heymann

(Lección Inaugural de la IV Corte del Doctorado de Filosofía de Mérida,
Universidad de Los Andes, Venezuela, 2011)[1]



Para dar cuenta del lugar que tiene el quehacer filosófico en nuestras vidas es conveniente recordar algunos aspectos que nos permiten ubicar la actividad de la reflexión en el conjunto de nuestras actividades. Todas ellas incluyen en sí mismas un monitoreo del cual no necesitamos las más veces tomar conciencia. En la medida en la cual somos atentos a la realidad que nos rodea, y al mismo tiempo nos mantenemos en el proceso de comunicación interna en el cual interpretamos nuestras aspiraciones y nuestras apreciaciones acerca de lo que realmente vale la pena,  en esta medida hablamos, en uno de los sentidos de esta la palabra, de una actividad racional, aun cuando no podemos sin más cumplir con la exigencia platónica del logon dídonai, esto es, de dar razón de nuestros criterios de juicio. Negarnos esta condición por el hecho de que la actividad no ha sido acompañada de un discurso interior articulado, o porque aun ulteriormente no podemos explicar en forma completa lo apropiado de nuestras apreciaciaciones  y consiguientes acciones, negarle este título tendría la consecuencia  de que se vuelvan inaplicables los calificativos de ‘racional’  y ‘discursivo’ en todo el ámbito humano, dado que aun el discurso más articulado y consciente de sí no puede dar cuenta de su propio procesamiento. No se salva a este respecto tampoco el recurso popperiano de decir que la racionalidad no consiste en la producción de teorías, discursos y obras, siempre azarosas,  sino únicamente en su revisión crítica, ya que ésta, cuando no se limita a una prueba mecánica de coherencia lógica (una versión contemporánea del pascaliano il faut s’abêtir, hay que embrutecerse), está sujeta a la misma condición de esencial incompletitud: de no poder dar cuenta de manera exhaustiva de todas las razones que apoyan nuestro juicio, ni atender todas la objeciones posibles. En términos popperianos, además del examen de su coherencia interna, contrastamos nuestras teorías con comprobaciones empíricas independientes, pero éstas no son infalibles. Las damos hasta nuevo aviso por suficientemente confiables, lo que forma, en el lenguaje de Leibniz, una “certeza moral”.  
Una racionalidad crítica, y esto quiere decir en primer lugar autocrítica, comienza por reconocer su incompleta transparencia a sí misma. Nuestros pensamientos tienen fuentes de evidencia e implicaciones que no son plenamente accesibles a nosotros en ningún momento determinado. Es por ello que tenemos que pensar.  Nuestras palabras, los predicados disponibles y sus correspondientes nominalizaciones tienen condiciones de aplicabilidad que no son  plenamente estipulados y por esto mismo son palabras que dan que pensar. Esta característica suya, de sernos familiares y a la vez oscuras, que sugieren mucho y explicitan poco, constituye la condición socrática de la filosofía. Interpretamos nuestro propio pensamiento, lo que sentimos, percibimos y anhelamos en términos de las palabras que la tradición en la que crecemos nos propone y enseña, y damos a su vez vida a estas palabras a partir de nuestra propia experiencia y de nuestro sentido de lo apropiado. Lo que ellas quieren decir, y lo que nosotros queremos decir usándolas, es tema nunca agotado de nuestra reflexión. Pero con ello no nos quedamos en el mismo lugar. La reflexión es parte de un proceso comunicativo en el cual en situaciones renovadas, de circunstancia en circunstancia, nos aclaramos nuestras inquietudes y respondemos a las que nos plantean los otros. En este proceso hay vida  alerta y responsiva que se mantiene en contacto consigo misma: mientras esta vida sea posible constituye, en medio de toda adversidad, una forma de eudaimonía, la dicha de poder respirar y pensar, a la vez que es indispensable para no quedar absorbidos y anulados en equívocos ya autocomplacientes, ya hipnóticamente alienados.
Nuestra vida pensante se despliega de este modo en dos tiempos. Nos llegan desde tiempos inmemorables  palabras que producen en nosotros resonancias cautivantes.  Nadie lo ha expresado mejor que Pedro Salinas en el poema Verbo:

¿De dónde, de dónde acuden
huestes calladas,
a ofrecerme sus poderes
santas palabras?
Como el arco de los cielos
luces dispara
que en llegar hasta los ojos
mil años tardan,
así bajan por los tiempos
las milenarias.
¡Cuántos millones de bocas
tienen pasadas!
En sus hermanados sones,
tenues alas, viene el ayer hasta el hoy,
va hacia el mañana.
Desde sus tumbas, innúmeras
sombras calladas
padres míos, madres mías,
a mí las mandan.

 Todo el ámbito del verbo, junto con los gestos y actitudes, cantos, prácticas y ritos, forma la tradición en la que nacemos y en la cual nos educamos. Pero el singular ‘la tradición’ ya constituye un primer equívoco. Nadie nació en una tradición, unitaria y uniforme. Tan cierto como ser nacido de dos progenitores y de dos familias diferentes, se estructura en nosotros un cruce de múltiples hilos y diferentes experiencias y situaciones sociales que son retomados a su vez por temperamentos diferentes, que se sienten más cónsonos con las pautas culturales heredadas o más rebeldes frente  a estas, y ponen entonces en juego una modalidad contra la otra, produciendo no pocas veces cambios desconcertantes tanto paro el espectador como para los mismos involucrados en la convivencia. Los  “hermanados sones” de los cuales habla Pedro Salinos llegan de repente a ser la hermandad de Caín y Abel. Nietzsche y más recientemente MacIntyre en Tras la Virtud han visto en este desgarre una característica de la época moderna.  Así escribe Nietzsche:

Todas las metas están destruidas: las valoraciones se vuelven las unas contra las otras.
Se llama bueno a aquel que sigue a su corazón, pero también a aquel que sólo responde a su deber;
se llama bueno al clemente y conciliador, pero también al valeroso, inflexible, severo;
se llama bueno a aquel que no ejerce coerción sobre sí , pero también al héroe victorioso contra sí mismo;
se llama bueno al amigo incondicional de la verdad, pero también al hombre de la piedad, al transfigurador de las cosas;
se llama bueno al que obedece a sí mismo, pero también al religioso;
se llama bueno al distinguido, al noble, pero también a aquel que no desprecia y nunca mira desde arriba hacia abajo;
se llama bueno al bondadoso que evita la lucha, pero también al ansioso de lucha y victoria;
se llama bueno a aquel que quiere siempre ser el primero, pero también a aquel que no quiere aventajar a nadie en nada. 

Nuestros valores, sostiene Nietzsche, proceden de tablas diferentes y carecen de coherencia. Sin embargo él mismo no ignora por completo que sin esta división interna,  sin un contrapunto en su propio seno un pueblo languidece y pierde el pulso de su pensamiento. Al carecer de capacidad crítica  y satírica, de recapacitación y rectificación  creativa, se ve sin frenos al rodar al despeñadero.
En cambio, la conciencia de la multiplicidad de los sentidos de nuestras palabras, de la multiplicidad de las maneras de hablar y de pensar, despierta la necesidad de atar cabos, la necesidad del intérprete que interpone su palabra entre los que, presos del síndrome de Babel, ya no se entienden entre sí. Es la necesidad de un pensamiento  capaz de cumplir su función mediadora porque reconoce dentro de sí mismo las resonancias y la razón de ser de las diferentes maneras de pensar. La actividad mediadora, hermenéutica, de la reflexión filosófica es de este modo también un llamado a no dejarse encerrar en una única manera de pensar a la cual se da aquel que se auto-mutila acallando en sí mismo las voces diferentes.
Salvar la pluralidad de voces y asomar la posibilidad de volverse mutuamente comprensibles  es simultáneamente tarea de la vida individual y de la comunitaria. Acerca de qué es hierro y qué plata, señala Platón en el Fedro, acerca de esto no hay discrepancia en la ciudad, pero no así acerca de qué es justo y qué piadoso. Veinticuatro siglos más tarde nos recuerda Freud que tenemos dentro de nosotros un adversario digno de nosotros. Acerca del ser, señala Platón en El Sofista, los hijos de la tierra piensan que es actuar y padecer en permanente cambio, mientras que para los amigos de las ideas es constancia e inmutabilidad. Ahora bien, cualquiera de estos dos extremos, señala Platón, es igualmente inaceptable. Si el ser es sólo devenir, entonces no hay nada reconocible en él; si es inmutabilidad, entonces llegamos a la conclusión de que el ser es ajeno a la vida y la vida al ser. Platón rechaza el platonismo, la identificación del ser con la idea que es sólo idéntica a sí misma, no menos que su reducción a la dinámica física. Pensar la forma reconocible en el mismo devenir y el movimiento en el ser, dar su lugar y su razón a cada una de estas evidencias sentidas, será la tarea del pensamiento desde Platón en adelante.
Es un tema constante en los diálogos socráticos la relación entre physis y nomos, entre la naturaleza por una parte, y lo establecido, la ley y lo convenido, por otra. Los sofistas aparecen en el escenario ateniense como señaladores de la discrepancia entre los dos, pudiendo ellos ya reivindicar la physis, como Cálicles, ya al nomos, como Protágoras. Es en cambio lo propio del pensamiento de Platón y Aristóteles, así como ulteriormente del pensamiento estoico y epicúreo, el reclamo  de su complementariedad. La misma physis humana requiere nomos, cultura y elaboración social e institucional, y el nomos encuentra en la physis su medida, su justeza y sus aciertos. La segunda naturaleza formada por la misma actividad humana, que reivindica Aristóteles, tiene que atender y respetar la primaria e integrarse con ella, sin que esta integración pudiera  ser completa y lograda de una vez por todas.

Podemos encontrar rasgos de crítica cultural en todas las culturas, siendo ésta particularmente presente en la bíblica,  y en la griega desde Hesíodo hasta Platón, y en su forma más ruda en la tradición de Antístenes y de Diógenes, conocida como la cínica, a la cual se suele afiliar gran parte de la crítica cultural moderna desde Rousseau hasta Foucault. Aristóteles marca a este respecto una modalidad muy distinta. En su Política no le interesan las posibilidades utópicas, sino las reales y graduales, así cuando dice de Pisístrates que ha sido más político que tirano, entendiéndose lo político como lo republicano, esto es aquella mentalidad que no piensa primordialmente en términos de poder sino de entendimiento ciudadano negociado, esto es, consciente de las oposiciones que constituyen la vida social. La postura de Aristóteles no es la de aquel que se plantea frente a la vida social y cultural para juzgarla, sino la de aquel que conoce sus dificultades y  peligros, en particular las que acompañan al agon político. Frente a las formas de gobierno monárquicas, aristocráticas y democráticas  Aristóteles es tan ambivalente como el ciudadano común de hoy en día, sólo que sabe articular el peligro y el morbo que llevan en su propio seno. Lejos de un elogio exaltado encontramos aquí la aguda conciencia de la imperfección que es inherente a la vida política y de la consiguiente necesidad de  complejas limitaciones  del poder. Formas de gobierno que no sean en algún grado mixtas no pueden llevar la comunidad a buen término.

Si no ha de negarse a sí misma y caer en la impostura, la actividad filosófica se distancia de toda profecía. Ni pretende conocer el futuro ni busca imponer con amedrentamientos y prestigios apabullantes su propio discurso. Así como parte de las palabras de la comunidad de las cuales se alimenta y cuyas resonancias escucha y sopesa, así las propone a su vez a la ponderación y revisión por parte de los otros. Tradición, diálogo, reflexión y ejercicio interno de lucidez que incluye la atención a las cosas, son los elementos en tensión entre sí que constituyen la auto-comprensión hermenéutica de la filosofía. Saber dialogar implica no estar encerrado uno en sus tradiciones, sino más bien saber aprovechar las potencialidades que estas ofrecen para abrirse al mundo, y a las perspectivas diferentes de las usuales que el mundo admite. Cada lengua, señalaba G. de Humboldt, da la llave para llegar a entender cualquier otra.
A su vez la atención al discurso, al propio y al del otro, no hace que sea  prescindible la atención a las cosas, a las cosas que nunca se agotan en lo que se dice de ellas, sino que se muestran tenazmente resistentes a nuestras convenciones.  Un compromiso con la realidad y un amor a la verdad en el sentido más sencillo pero imprescindible de la palabra, aportar observación lúcida e información confiable es un componente tan imprescindible de la comunicación como lo es la disposición de escuchar y de dar  crédito inicial al sentido y a la sensatez de las palabras del otro. No se trata nunca sólo de yo y de tú, de ti y de mí, sino siempre también del mundo en que vivimos y que no hemos hecho, y de sus habitantes, de terceros que no hemos consultado. La cultura es a la vez cultura del diálogo, atención y cuidado de las cosas, y una presencia tácita de terceros con sus expectativas de ser respetados y oportunamente escuchados, esto es, la virtud de la amistad ciudadana junta con la de la amistad personal, y de la soledad inseparable de la condición humana.  
Pero nos damos cuenta de que es una soledad poblada, poblada de gente muy cercana y muy lejana, y siempre poblada de palabras, palabras venidas de lejos que nos permiten pensar. ¿Cómo puedo saber qué es lo que pienso, escribe el novelista Forster, mientras no encuentro la palabra que lo expresa? Darnos a ellas, sumergirnos en lo que nos susurran, y a continuación distanciarnos de su pretensión de incondicionalidad y de la fe ciega depositada en ellas, son los dos tiempos de la filosofía consciente de ser hermeneia.  
¿Entonces, la filosofía se las tiene con las palabras y no con las cosas, con las realidades, con el ser? Efectivamente con las cosas estamos empeñados en todas nuestras actividades, desde las artesanales y artísticas hasta las científicas. La actividad filosófica en cambio reflexiona sobre nuestras concepciones de las cosas, concepciones, maneras de ver y de pensar que se acuñan en nuestras palabras. Es reflexión, y esto significa que no pretende conocer el on, las realidades,  mejor de lo que de todos modos, con más acierto o más desacierto las conocemos, sino de dar cuenta del logos del on, de las palabras que manifiestan nuestras maneras de esbozarlo y de entenderlo. Son palabras que nos acompañan todos los días y todo el día. Si lo filosofía crea algunas palabras nuevas, estas son solamente auxiliares y provisorias. ‘Transcendental’ y ‘sincategoremático’, ‘protasis’ y ‘apodicticidad’, ‘hermenéutica’ y ‘entimememático’ no sirven como palabras en las cuales cabría refugiarse. Más bien necesitan ser explicadas en sus contextos específicos en lenguaje llano, no como condescendencia para con el lego, sino para entendernos a nosotros mismos y escapar de la pereza de pensamiento que se manifiesta en el uso de terminologías fosilizadas. De hablar pensando y de la dicha de escuchar y de leer  con respuesta vivaz se trata, no de manejar una terminología con reglas convenidas, o de jurar por las palabras de algún maestro, quienquiera que sea. Este verso de Horacio (Nullius addictus iurare in  verba magistri)  deben imaginar inscrito en toda aula de filosofía. Es simplemente el compromiso, la decisión tomada,  de no resignarse jamás a ser idiota.


                                                         En resumen
1.     Toda actividad es acompañada de un monitoreo en el cual operan tácitamente criterios de acierto y desacierto propios a cada uno de los campos de actividad.
2.     Los criterios de aprecio, trátese del orden cognoscitivo y contemplativo, del orden práctico, o del humano interactivo, encuentran su expresión en palabras de encomio, cuyos lugares más propios son la poesía, la retórica y la filosofía. La poesía evoca lo apreciable en las cosas y en los actos humanos, y la retórica trata de mover audiencias dosificando encomio y execración. La filosofía en cambio parte del descubrimiento de la diversidad de sentidos y de valoraciones encerradas en nuestras palabras apreciativas.  Si bien ella apela a una fuerza del alma, ella no incita a la acción sino a la reflexión, y urge la toma de conciencia de la complejidad muchas veces ignorada de nuestras apreciaciones. Trátese de lo limitado y de lo ilimitado, de la constancia y del fluir, de la audacia y de la prudencia, del don y de la reserva, de la rectitud y de la astucia, nuestras valoraciones tienden a fluctuar ciegamente de un extremo al otro. La dificultad no está solamente en entender las palabras del otro, sino en sacar a luz la mitad suprimida del sentido de las propias. Si las palabras no han de ser dardos lanzados o incitadoras de efecto automatizado, entonces necesitan un trabajo lento de diálogo e interpretación, desde sus fuentes remotas hasta su uso en nuestras propias bocas.
3.     Nosotros nos entendemos a nosotros mismos a través de las palabras que encontramos, que son palabras que primero nos fueron dichas, y que provienen de muy lejos.  Entendernos a nosotros mismos pasa entonces por  sopesar el sentido de las palabras y es inseparable del trabajo de entender el discurso del otro.
4.     Nos encontramos cada uno en un cruce de tradiciones, de transmisiones de sentidos ya consonantes, ya disonantes. El trabajo hermenéutico representa de esta manera a la vez un esfuerzo de integración personal y de comprensión social y política. La receptividad ante lo dicho y el espíritu crítico, discerniente, en atención a las cosas de que se trata, son los dos tiempos de la filosofía que se entiende a sí misma como actividad hermenéutica.
5.     El ejercicio de la interpretación, el tratar de comprender las palabras que nos llegan presupone una realidad cultural en la cual se vierten múltiples tradiciones, y constituye con ello mismo una elaboración continua y una revisión crítica de la tradición. En esta necesidad de revisión se afincan tanto la individualidad indeclinable y la experiencia singular de cada uno como el diálogo en el que vivimos.
 


  
       









[1] Agradecemos al Dr. Mauricio Navia, director del Doctorado de Filosofía de la ULA del envío de este importante trabajo del Dr. Heymann. 

Identidad cultural

Ezra Heymann




La acuñación "identidad" fue puesta en boga alrededor de 1950 por Erik Erikson. Formado en psicoanálisis, pero en contraste con la visión sombría de su fundador, Erikson daba voz, en el marco de una psicología evolutiva, a la ola de idealismo esperanzado que recorrió junto a otras olas la inmediata posguerra, e intentó caracterizar los logros peculiares de cada etapa de la vida.
A la adolescencia, señalaba Erikson, le corresponde la formación de un proyecto de vida, de ideales de amistad, de amor y solidaridad, proyectos e ideales que el joven siente como lo más íntimo suyo, como el núcleo de su personalidad. A esta lealtad ideal, más pensada y sentida que comprobada, Erikson la llamaba "identidad".
Esta noción de identidad, estrictamente personal, mantiene relaciones difíciles y complejas con la noción de identidad colectiva. En tanto que se estructura alrededor de la idea de una lealtad, invita a ser pensada como un núcleo de agrupación de correligionarios. Pero esta agrupación pensada y ensoñada implica, al mismo tiempo, un distanciamiento con respecto a los órdenes sociales existentes.
IDENTIDAD Y PERTENENCIA
En realidad, la noción de identidad podría deber su fortuna precisamente a una cierta indefinición que se remonta a su olvidado origen en una psicología de la juventud: entre la identidad ideal alimentada por lecturas y la identificación con grupos, unidades sociales reales, que a su vez pueden representar una pertenencia efectiva —una trabazón de lazos— o una imaginaria.
Pronto se desplazó la noción de identidad. En una dirección llegó a coincidir con lo que en psicología social solía llamarse el auto-estereotipo, esto es, la imagen que tienen de sí mismos los integrantes de un grupo. En otra, más doctrinaria, la noción llegó a ser el emblema de un supuesto muy difundido en los estudios antropológicos: el supuesto de que a una comunidad le corresponde una determinada cultura, que a su vez determinaría la identidad de sus integrantes. De la idea obvia de que a una comunidad le pertenece un conjunto de múltiples actividades culturales, se pasa a la tesis, o al sobrentendido, de que a cada comunidad le corresponde una única y bien determinada cultura, es decir, se da por sentado que las actividades culturales de la comunidad pueden ser identificadas de manera unitaria, de modo que sus integrantes pudieran ser considerados como pertenecientes a una comunidad, y con ello mismo, a una cultura.
A través de esta pertenencia tendría su identidad.
Creo que hace falta señalar con claridad las falacias de esta visión, que merece llamarse totalitaria por cuanto hace colapsar las nociones de comunidad, cultura e identidad, y nos lleva hacia donde seguramente no queremos ir.
En primer lugar, nuestras pertenencias y nuestros lazos de solidaridad no implican una identificación cualitativa. Entre hermanos suele haber un sentimiento muy vivo de sus diferencias de carácter y de mentalidad; pueden adherir a corrientes de pensamiento violentamente opuestas y sin embargo pueden seguir sintiéndose estrechamente vinculados. El ser humano no pertenece a un solo grupo, sino a varios simultáneamente, sin que haya uno que pueda absorber las lealtades debidas a los otros. La pertenencia a una nación no coincide con nuestros lazos de familia, de modo que la misma legislación nacional prevé el respeto por los conflictos que puedan surgir entre ambas lealtades. Lo mismo se puede decir de nuestras amistades, aunque la lealtad a éstas no goza de la misma protección oficial.
Dentro de cada grupo, en particular dentro de aquellos que no se forman por elección propia y que más justifican que se hable de pertenencia, caben las mayores oposiciones culturales y reclamos de tradiciones opuestas entre sí. El sentido de la pertenencia tiene un eminente valor moral. Pero éste no implica la visión de los grupos a los cuales pertenecemos como homogéneos.
Por cierto, nuestras adhesiones culturales pueden a su vez originar agrupamientos, pero estas uniones no son precisamente aquellas en las cuales se piensa cuando se habla de comunidades. Hace falta notar con claridad que el culturalismo relativista, al confinar todos los criterios evaluativos dentro de cada cultura=comunidad, niega las diferencias y oposiciones cognitivas, morales y estéticas dentro de cada comunidad, o, si las reconoce, supone que se trata de comunidades en descomposición.
MORAL Y CULTURA
Se puede admitir, como hipótesis, que lazos de comunidad afectivos y un sentido fuerte de pertenencia robustecen la autonomía del individuo, pero entonces debemos aceptar también la consecuencia: autonomía, es decir, capacidad de juicio propio, implica a su vez elaboraciones culturales variadas y receptividad para influencias cognitivas, estéticas y morales, vengan de donde vengan, y la vida comunitaria se verá tanto más robusta cuanto más haya vida cultural vivieren, y esto quiere decir no la mera conservación de patrones, sino el debate, la lucha en la cual la argumentación, deliberativa y crítica, y la persuasión afectiva participan por igual.
La inclusión de lo moral en el debate cultural, en la cultura concebida como un debate, plantea una cuestión difícil y sustancial. Algunos autores, afines a la posición aquí defendida, protestan contra la consideración de un código moral como un código cultural. El pensamiento implicado es el siguiente: si concebimos la vida social como confrontación y debate entre tradiciones e iniciativas culturales diferentes, entonces debemos considerar el ámbito moral como aquel que permite precisamente esta concordia discordante, que es, por lo tanto, algo independiente de estas corrientes en pugna.
Sin embargo, no se puede desconocer que una moral de la convivencia y de la fraternidad practicada requiere más que una codificación; requiere el cultivo de la práctica misma y la dilucidación discursiva de su complejidad interna, es decir, es ella misma una actividad cultural que no está por encima de los enfrentamientos sociales y cívicos.
Desde luego, es de fundamental importancia la existencia de una moral mínima ampliamente compartida, una moral de la intersección de corrientes culturales diversas, pero la solidez de ésta no deja de ser limitada, y en ninguna época ha estado libre de zozobra.
No podemos, por lo tanto, admitir una moral independiente de la cultura. Lo que sucede es que un movimiento cultural está destinado de antemano a convivir y a pelear con otros; esto es parte de su cometido. La alteridad no le viene de afuera, como por accidente. La cultura propone un estilo de convivencia con la alteridad, que puede ser la de una cultura de la violencia, del amedrentamiento y del dominio, del aislamiento defensivo, o del diálogo y de la lucha fraterna. La moral es de este modo ella misma una propuesta cultural, lo que no está en contradicción con la posibilidad de que sea la propuesta de búsqueda de un terreno común, de intersección o encabalgamiento, aunque más que de un modus vivendi de culturas fijadas nos gustaría hablar de movimientos culturales que no tienen por qué estar ansiosos por su identidad.
La alteridad no está sólo en el otro. El estilo de la relación con el otro depende más bien, como se ha señalado acertadamente, de la manera como nos relacionamos con lo imprevisto en nosotros, con lo que es extraño a nuestras pautas culturales más habituales. La cultura no gira meramente alrededor de sí misma; ella es una manera de tratar con lo que no es cultura en nosotros, con lo que aflora espontáneamente y es capaz de hacerse eco de otras expresiones culturales.
Cabe pensar de este modo que los canales de comunicación intersubjetiva, que es en algún grado también intercultural (ya que no existen dos personas con idéntico fondo cultural), se desarrollan a la par con los canales de comunicación intrapsíquica.
La elaboración de estos sistemas "viales" y el ejercicio de la comunicación en ellos es quizás lo que más propiamente puede reivindicar el nombre de cultura.
Pero, de todos modos, lo inhumano de la cultura y de la lealtad únicas tienen que ser llamadas por su nombre. Hemos callado durante demasiado tiempo.


Ética y estética
Ezra Heymann[1]

Foto: Sergio Carvallo


El tema de las relaciones entre ética y estética se hace insoslayable en particular cuando nos preguntamos por sus involucraciones políticas. Por una parte en vista de una posición política propia y crítica, que reflexiona acerca de la razón de ser de sus propios criterios. Por otra parte en vista de una comprensión de la dinámica política en la cual, junto con las presiones económicas, tienen un papel que no puede ser desconocido, la presentación ética, y ya que de presentación hablamos, el atractivo y la prestancia estética de los poderes y discursos políticos.
 Desde luego, en este orden habrá que encarar también en algún momento las relaciones entre la política y la religión, que de repente adquieren una virulencia mucho mayor, y habrá que preguntarse acerca de las turbias relaciones entre la religión y la ética; sólo que en este caso el subtítulo este artículo debería ser el inverso: Una amistad declarada y una enemistad secreta.
Pero, francamente, no lamento en absoluto la no inclusión de este último tema, pues si los problemas morales están estructuralmente ligados con el de la hipocresía, la liberación del discurso religioso del abrazo de la beatería por una parte, y de la cultura del odio por la otra, parece ser una tarea casi sobrehumana.

La vida puesta bajo una oposición
Así como la filosofía en general ha surgido en Grecia a través del distanciamiento que operó la ilustración jónica frente a la visión mítica, un distanciamiento facilitado por el carácter no dogmático, sino poético, de la religión griega, así toma sus distancias la ética socrática-platónica con respecto a la abundancia de modelos poéticos de comportamiento humano. Sí Platón expulsa a los poetas de la ciudad que esbozó, esto puede entenderse como una exacerbación vinculada con el carácter totalitario de su concepción política; pero independientemente de esta y de toda la idiosincrasia específicamente platónica, debemos reconocer que el compromiso ciudadano y en general, interpersonal, no puede coincidir con el festejo de todas las clases de manifestaciones de vitalidad. Si se pudo hablar del derecho a la irresponsabilidad poética, esta misma expresión, gracias a su sinceridad, va marcando un límite necesario. Al borrarse este límite, al invadir la estética del despliegue brillante la esfera ciudadana como en el caso de Alcibíades, (quien, de paso, parece haber sido el primero que, dentro de la democracia ateniense se hiciera admirar por el lujo que ostentaba), entonces la desgracia está cerca.
La idea misma de una vida política, que, en uno de los sentidos de esta palabra, lo dejaba a Alcibíades profundamente indiferente, y que los autócratas odian, la misma idea de una vida política implica, por lo menos en su connotación ética, la de un compromiso, es decir, de una libre limitación del arbitrio, en la cual se da al conciudadano el derecho a reclamarme que asuma las obligaciones contraídas: una forma de vida cooperativa si no en lo económico, sí en la defensa y promoción de la vida en común.
Se trata de una vida puesta bajo la oposición de un bien y de un mal en varios sentidos:
1. Hay algo de qué preocuparse, algo que puede lograrse o malograrse: la integridad física y personal, la casa, las amistades, las instituciones que uno considera como bienes de la vida propia.
2. Hay disposiciones anímicas que capacitan y otras que incapacitan para el logro de los bienes que importan. Estas disposiciones las llamamos virtudes y vicios, respectivamente. Que las virtudes formaran una unidad, que no pudiese haber tensiones y conflictos entre ellas, este harmonismo no está implicado en la idea de una virtud.
3. Las disposiciones para obrar serán a su vez apreciadas por su capacitación para coordinarse con la de los otros participantes en la vida social y de reconocer lo que esta tiene de vinculatorio (no olvidemos que "social" es el adjetivo correspondiente a "socio"). Es este el lugar de lo bueno y lo malo en el sentido moral de la palabra. La solidaridad, la sinceridad y confiabilidad, la ayuda prestada, la consideración y la ecuanimidad son los puntos de vista más recurrentes en esta apreciación de disposiciones sociales. Podemos aceptar la delimitación terminológica propuesta por Habermas y llamar éticas las disposiciones (o virtudes) consideradas como conducentes a la vida buena, y morales las reclamadas mutuamente en las relaciones sociales, quedando entendido que estas mismas pueden ser consideradas también como éticas en la medida en que son consideradas en su aporte al logro de la vida individual.
Vale la pena atender un momento más de cerca las relaciones entre estos tres niveles en los cuales hablamos de un bien y de un mal. En el 4º libro de De Finibus, Cicerón discute la así llamada "paradoja" de los estoicos más antiguos, de acuerdo con la cual la virtud sería el único bien. Si fuera así, argumenta Cicerón, entonces tampoco habría virtud. Si no hay nada que valga la pena defender, entonces tampoco cabe la valentía, sin bienes de una u otra manera escasos, no hay lugar para la justicia, y similarmente, cualquier virtud que podamos nombrar presupone bienes que son los objetos de sus cuidados. En este sentido la consideración de la utilidad es parte integral de las virtudes.
Pero sólo parte integral, ya que al mismo tiempo son valoradas intrínsecamente como el estilo en el cual se despliega una vida. Así Aristóteles, en la Etica a Nicómaco, introduce el tema del bien humano toanthrópinon agathón considerando la práctica en vista de sus fines. La acción se realiza en vista de algún bien. Pero de repente, en ocasión de su tratamiento de la valentía, afirma que la virtud en general, es por to kalón, lo bello y elogiable. Que se trata del aspecto intransitivo de la actividad humana, lo muestra un texto de la Etica Eudemia. Los espartanos, se señala ahí, son agathoi, pero no son kaloi kai agathoi, porque no aprecian la virtud por sí misma, sino sólo por su utilidad.
En Aristóteles, lo kalón mantiene un significado claramente ético y social, lo que puede justificar el hecho que fue luego traducido al latín como honestum, lo honroso, lo que merece reconocimiento y complacencia pública.
Pero debemos tomar en cuenta que, en cuanto estilo de vida capaz de suscitar admiración, tendrá que competir con estilos de vida reñidos con el cuidado de la vida individual y colectiva que es característico de todo el ámbito ético y moral. Suscitan admiración tanto el ciudadano prudente y valeroso, como un Alcibíades, quien después de instigar una guerra desastrosa, se pasa, fresco como un clavel, al bando enemigo.

Necesidad de la utilidad y de lo disfrutable
Al ámbito ético y moral le son esenciales ambos aspectos: el transitivo, esto es la utilidad, la apreciación de las formas de vida por sus consecuencias como su valoración como forma de vida intrínsecamente disfrutable.
El aspecto útil y funcional de las virtudes es inseparable del reconocimiento del ser humano como menesteroso. Sin este reconocimiento, sin la admisión de que hay condiciones en las cuales podemos florecer y otras en las cuales quedamos destruidos, las diferencias éticas y morales se reducen a preferencias arbitrarias. El cuerpo humano, señala Spinoza, requiere de muchos otros cuerpos para mantenerse en su ser: una acotación que podría considerarse como trivial, si no fuera por la tendencia a considerarse a sí mismo como soberano. No les falta defensores a esta tendencia. Hablar de necesidades, piensa Baudrillard, es caer en un discurso ideológico. Pero fue George Bataille quien al mismo tiempo experimentó fuertemente la atracción de la idea de soberanía y vio con lucidez su índole autodestructiva.
La soberanía ensoñada como despliegue de las fuerzas propias en ilimitada libertad, la tendencia a tirar por la borda toda atadura, es sin duda parte de la motivación humana, que se manifiesta internamente como búsqueda de una intensidad que totalice la vida consumiéndola, y externamente en paroxismos de la indiferencia (el caso de Alcibíades o en la violencia dominadora).
Hemos caracterizado la valoración moral, como la apreciación de las disposiciones de conducta desde el punto de vista de sus aportaciones a las relaciones societarias. Pero estas no deben pensarse como siendo de antemano universales. Los presupuestos cognitivos y motivacionales a partir de los cuales se puede producir la universalización del reconocimiento de sí mismo en el otro y de la solicitación correspondiente de amistad, es sin duda el tema central de la filosofía moral, implícitamente desde el planteamiento socrático, explícitamente a partir de la filosofía estoica. Pero las formas societarias primarias no son de ninguna manera universales, sino, por el contrario, delimitan un nosotros frente a los otros. La manera como se combina la moral interna del grupo con la indiferencia y violencia externa fue descrita en la manera más elocuente por Nietzsche en la primera parte de la Genealogía de la moral:
"Estos mismos hombres, que se encuentran tan estrictamente mantenidos en sus límites por las costumbres, la reverencia, la usanza, la gratitud, y más aún por la mutua vigilancia, por los celos inter pares, estos que en sus comportamientos mutuos son tan inventivos en consideración, autodominio, delicadeza, fidelidad y amistad, hacia fuera, ahí donde comienza lo extraño y ajeno, no son mucho mejores que animales de presa puestos en libertad. Ahí gozan el ser libre de toda coerción social, se desquitan de la tensión que da el largo encierro en la paz de la comunidad y retroceden hacia la inocencia de la conciencia del animal de rapiña, como monstruos alegres que posiblemente salen de una secuencia horrible de matanza, quema, violación y tortura con un ánimo sereno como si se tratara de una travesura estudiantil, convencidos de que los poetas tendrán de nuevo y por mucho tiempo algo para cantar y celebrar".
Nietzsche distingue las aves de rapiña y los corderos, pero la experiencia nos enseña año por año que cada etnia puede ser, por turno, ave de rapiña: soñar, y en circunstancias apropiadas ejercer, el desprecio total a todo lo que no es el grupo propio; pudiendo variar de un año al otro que es y que no es el grupo propio, por ejemplo si son más importantes las diferencias étnicas (o pseudo-étnicas) o las de clase social.
Cuáles son las condiciones en las cuales puede prosperar, en cambio, una ética universalista del reconocimiento general de lo humano, esto lo sabemos muy poco. Que el comercio mundial la pueda favorecer de manera decisiva, esta confianza dieciochesca ya no es la nuestra. No está mucho mejor nuestra confianza en la acción en profundidad de las instituciones políticas. Inversamente sí cabe pensar que la vida política puede ser un campo de ejercicio y de aprendizaje de respeto mutuo. Aunque nuestros amigos españoles apenas lo perciben así, creo que la vida política española puede ejemplificar este hecho: un ámbito cultural, una orientación del pensamiento en los diversos sectores muy diferente de la negación mutua de los adversarios en la guerra civil y en sus preliminares.
Es pues en el ámbito cultural, que es de todos modos el de nuestro trabajo, aquel en el cual se nos da la oportunidad de bregar por un ethos del diálogo. Muchas dudas nos suelen invadir, desde luego, acerca de su misma posibilidad. A este respecto quisiera observar lo siguiente:
Se atribuye a Goethe una frase desencantada que reza así: Lo único consolador en el hecho de que la educación puede tan poco es que, entonces, el mal que hace tampoco será tan grande. Pues bien, en nuestro siglo terrible sí pudimos ver, con toda nitidez, el mal que puede hacer. Es un recuerdo bien presente para mí la fisionomía inconfundible del odio que pude percibir como niño de diez años, en los años de exacerbado nacionalismo de la pre-guerra europea, en los rostros de los estudiantes cuando pasaba delante del portón de la universidad de mi ciudad natal. Años después, como profesor todavía joven, presencié, como muchos otros, los estragos del fanatismo político de un signo ideológico distinto, y pude observar esta vez de cerca la deshonestidad intelectual de la cual se alimentaba. Pues bien, si esto es así, y en el ámbito mismo de nuestra actividad, entonces sólo la cobardía, o nuestra propia confusión mental, nos pueden ocultar el sentido de nuestro trabajo. No se trata de suponer que con la argumentación sola se puede combatir de manera eficaz la cultura del odio, así como se malentienden las ideas de Habermas acerca del diálogo argumentativo cuando suscitan sonrisas compasivas. Sus propuestas presuponen una situación de aproximada paridad de poder en los contrincantes, que él percibe como paralizante y a la vez como la oportunidad del despliegue de un nivel de racionalidad más adecuado que el de la instrumentalización.

Entre ética y estética
Se trata de darse cuenta que el ejercicio de la honestidad intelectual es de suyo un ejercicio de un compromiso humano de signo universalista y de darnos cuenta del daño que produce la tendencia de considerar el argumento sólo como un medio para una causa considerada como buena. Muchas veces encontramos causas respetables defendidas de esta manera. La creación de una conciencia ecológica es sin duda una tarea de gran importancia, pero nos encontramos con que Greenpeace, a la usanza política corriente, no vacila en utilizar, cuando lo estima conveniente para su causa, información falsa. Con ello no sólo induce a veces a soluciones equivocadas a problemas ecológicos concretos, así como ocurrió recientemente con la destrucción de una plataforma petrolera en el Mar del Norte, sino que contribuye también a la polución semántica y a la confusión general practicadas con tanto empeño desde los más diversos costados.
Ahora bien, es también desde este ángulo que quisiera encarar las relaciones de la ética con la estética. No se puede decir que a una determinada ética le corresponde una estética de espíritu afín, ya que la relación puede ser también de índole compensatoria. Así como Nietzsche mostró cómo las aves de rapiña compensan su disciplina moral interna con el desenfreno externo, así no pocas veces encontramos una concepción ética aceptable y comedida, que se complementa con una estética entregada a la violencia simbólica. Pero de esta manera queda la vida moral abandonada a la trivialidad, huérfana del atractivo estético sin el cual se vuelve ineficaz cada vez que no coincide con el interés económico.
En términos generales la ética y la estética se encuentran en la medida en que coinciden en la valoración de lo humano y de la physis en general. La sonrisa de la kharis es su elemento común y la kharis requiere un cultivo asiduo. La belleza del trato, señalaba Federico Schiller, consiste en la satisfacción conjunta, infinitamente difícil, de dos exigencias. La primera es: Preserva la libertad alrededor tuyo, la segunda: muestra tu misma libertad. Es esta belleza del trato que designamos con la palabra griega kharis, que los romanos traducían con gratia.
En particular, y en este momento, creo que es en la importancia dada a la sinceridad que se solicitan mutuamente la ética y la estética. Si la honradez intelectual es la virtud de oficio requerida de nosotros, hay que preguntarse si no es una virtud análoga la que se requiere en este momento del poeta y del artista, en lugar de la inventiva por ella misma. Se trata de ser atento a las voces en nosotros que no coinciden con la más mimada por nosotros, con la de nuestro personaje, de los discursos en los cuales hemos adquirido solvencia, o la de nuestros rencores inveterados. No puedo pues sino estar de acuerdo con las formulaciones de Briceño Guerrero en su ponencia introductoria al Congreso "Pensamiento Europeo-Latinoamericano" de Mérida, 1998: Si algo en ti objeta a tu razón, atiende su razón; si algo contraría la firmeza de tu mano, dale la mano. En una palabra: No seas bobo, ya lo has sido de sobra.






[1] Tomado de: http://www.chasque.net/frontpage/relacion/0003/etica.htm
Entrevista a Ezra Heymann

Nicolás Maquiavelo no fue
tan perverso como lo pintan


Vanessa Davies[1]


Foto: Héctor Rattia




Si algo queda claro al conversar sobre Nicolás Maquiavelo con el filósofo  venezolano Ezra Heymann es que quien solo haya leído El príncipe no conoce ni la cuarta parte del pensador florentino. Al recibir al Correo del Orinoco en su casa hace exactamente una semana, Heymann –quien no puede dejar de ser docente ni al ser entrevistado– disparó su primer proyectil académico:

“¿Cómo estamos con los Discursos?”
No era una pregunta para romper el hielo por parte de un hombre lúcido como pocos, sino para puntualizar –de manera pedagógica– que Maquiavelo, quien ha pasado a la historia como el símbolo de un ejercicio de la política astuto y calculador, no es tan “malo” como lo pinta la conseja popular. Y que, en todo caso, hay un Maquiavelo que escribió El Príncipe (producto de su experiencia), y un Maquiavelo que también redactó Discursos sobre la primera década de Tito Livio (tal vez producto de su convicción).
Ayer se cumplieron 545 años  del nacimiento de Niccolo di Bernardo dei  Machiavelli, el hombre que en El príncipe dijo que “los hombres son ingratos,
hipócritas, inconstantes e interesados”, y que en Discursos sobre la primera década de Tito Livio expresó que “se organizó una República perfecta, contribuyendo a ello la lucha entre el senado y el pueblo”.


PENSAMIENTO COMPLEJO

–Maquiavelo pareciera ser el referente de la maldad o en el ejercicio del poder. ¿Se ha malinterpretado a Maquiavelo? ¿O Maquiavelo escribió
lo que escribió por las circunstancias que le tocó vivir?

–Si Maquiavelo mantiene para nosotros un interés real y muy vivo, es –diría– por la complejidad de su pensamiento. Esta complejidad se ve a través de la variedad de sus obras, principalmente por lo que puede considerarse como
una oposición, la tensa relación que se da entre El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
El príncipe se presenta como un estudio distanciado de las formas en los cuales alguien consigue el principado y en las cuales puede conservarlo.
Allí su discurso, por la trama que desarrolla y los calificativos que usa, me parece muy ambivalente.

–¿Por qué le parece ambivalente?

–Ante todo porque después de distinguir la conquista violenta del principado por una parte, y la conquista cívica por otra, habla de la segunda en términos parecidos a los que se aplican a la primera, a pesar de que distingue claramente la virtud heroica, vinculada con la violencia, de la virtud cívica basada en la capacidad de convivencia y en la lealtad ciudadana. De todos modos, es una oposición siempre presente en su pensamiento: la virtud
heroica frente a la cívica, y la cívica frente a la heroica. El héroe, señala Heymann refiriéndose a los estudios de Jakob Burckhardt, era en la antigua Grecia “algo así como una fuerza de la naturaleza a la cual hay que rendirle culto no porque sea buena o porque sea algo para imitar, sino porque es precisamente esto: una fuerza de la naturaleza que necesita ser reconocida y respetada”.
En cambio, “la virtud cívica es aquella que puede tener unida una ciudad, un país, y ahí sí, en la virtud cívica una parte esencial sí tiene que ver con lo que
podemos llamar moral, moral cívica”. El filósofo observa en El príncipe el “afán de Maquiavelo de percibir con lucidez cuál es la situación que se da y cuáles son los medios apropiados para enfrentarla”. “No es ausente la
admiración por el civismo” pero tiene un papel secundario. Mas acota que el elogio del espíritu cívico “es fundamental en los Discursos”. Y dice: “Yo no soy capaz de ver algo fundamentalmente nuevo, algo realmente innovador en El Príncipe, pero en los Discursos absolutamente sí, por cuanto es una gran innovación el pensamiento de que la vida de una República consiste precisamente en sus enfrentamientos internos nunca acabados.
Muestra de esta manera que no solo es equivocada la teoría política que concibe la República solo en términos de una armonía, sino también, y
peor aún, la que partiendo del reconocimiento de un conflicto,
entiende que este ha de llegar a término con la erradicación del enemigo, de la parte de la ciudad vista como la mala”.
En otras palabras, la tesis –precisa Heymann– es que el conflicto no es algo para lamentar; es parte vital de una sociedad no aletargada. Y también considera Maquiavelo que en Roma se institucionalizaron la negociación y el enfrentamiento no disruptivo al haberse otorgado poder político a la plebe,
que nuestro filósofo llama “el pueblo”, o “los pobres”.

–Pero como usted lo plantea, Maquiavelo ha sido incomprendido.
Es decir, ha sido descrito como un hombre astuto, como un hombre
con una visión del poder quizás muy pragmática, y lo que usted destaca es que tenía una visión del ejercicio del poder cívico.

–Sí, pero señalo justamente que no es meramente un malentendido, sino que es realmente muy difícil no escandalizarse por el capítulo VII (de El príncipe)
dedicado a César Borgia.

–Es decir, Maquiavelo sería culpable, responsable de la propia incomprensión de su obra?

–Mi opinión es que, efectivamente, ningún filósofo, ningún autor, es inocente de la manera  como fue entendido ulteriormente. La caricatura, su rostro
transformado en mueca se encuentra en sus propias obras.

–Son distintos momentos. Maquiavelo en El príncipe refleja ese ejercicio despótico del poder, pero lo puede contrastar más adelante con la experiencia de Roma.

–Una explicación sería esta: en el momento en el cual escribía El príncipe no veía en Florencia ninguna posibilidad del pacto social que era para él la esencia de Roma, y la culpa de ello la da por igual al patriciado y al pueblo florentino.


EL PACTO CONSTANTE

–Usted sabe que en el presente, cuando se quiere criticar a un político en su ejercicio, se le dice “usted es maquiavélico”. ¿Sería una errónea interpretación de Maquiavelo o es una interpretación basada solo en El
príncipe?

–La palabra maquiavélico ha adquirido un sentido determinado, bastante nítido, lo cual no podemos negar que tiene un cierto fundamento en El príncipe. Eso es real. Pero yo diría otra cosa. Más allá del maquiavelismo, hay entre nosotros un enfrentamiento radical entre dos maneras de pensar la vida política, aún sin establecer una relación con Maquiavelo en particular.
Son muchísimos los que piensan que la política consiste en una capacidad de conquistar el poder, y que toda capacidad política consiste en esto, en saber
conquistarlo maniobrando para ganarle de mano al enemigo.

–Y mantenerlo.

–Y mantenerlo con todos los recursos disponibles. Lo que se encuentra desde luego en Maquiavelo, sin ser algo específico de él. Insisto, es algo sumamente
difundido.

–Esa es una visión… Y usted dice que está enfrentada con otra.
–Otra, que es justamente la política como el arte de entenderse, de pactar sin llegar a la violencia. Arte de dirimir conflictos de manera no mortal.

–¿Lo ve en este momento en Venezuela, en América Latina?
–Lo veo en todas partes. Lo veo como una seria posibilidad y como un reto. No tengo relaciones con gente que son actores políticos efectivos, y por eso no puedo saber qué es lo que piensa en sus adentros este o aquel, ese grupo o quel
otro. No lo sé y no me meto en tales indagaciones. No es lo que me apasiona. Pero conozco este enfrentamiento permanente. Y no hay muchos autores que tomen tan decididamente partido por la concepción de la política como arte de entendimiento en medio del conflicto, no negándolo o quitándole importancia,
como Maquiavelo en los Discursos.

–Pero no en El príncipe, porque en El Príncipe es el sojuzgamiento.

–Pero El Príncipe no es un tratado político, que me perdonen esto. Algunos ven El Príncipe como una inauguración de lo que se llama la ciencia política, y no lo veo en absoluto así.
Para Heymann, lo relevante es “entender la vida política, y además la vida del Estado mismo, la vida de la República, como una vida esencialmente conflictiva”. El conflicto “es parte de la vida”, imagen que se opone “a la visión armonista basada toda en una idealización de la ciudad antigua”, que “no tiene ningún parecido con la realidad”. Pero “más original que esto, mucho más es este otro giro: que el conflicto no es un defecto. Tiene que haberlo. La alternativa al conflicto es el camposanto”.
La sabiduría política, visto así, “consiste en el pacto, siempre precario, en el tira y afloja que se basa en la experiencia de la esterilidad del odio”, apunta Heymann.

–¿El pacto evitaría la guerra, según esa visión de Maquiavelo?

–Evita la guerra y evita la destrucción de las ciudades. Pero además le da fuerza a la ciudad; la hace capaz de defenderse frente a ataques exteriores
y aumenta, estimula la vida de la ciudad.


ENTRE DOS MAQUIAVELOS

–Usted hablaba de dos posiciones en tensión. ¿Las vea hora en el mundo?

–Independientemente de Maquiavelo, pero en paralelo con lo que encontramos en él, vemos la obra de las dos maneras opuestas de entender la política, la vida política y el Estado: para muchos es un absurdo hablar de política de otro modo que en términos del tentar la conquista y la detención del poder, y entonces la semejanza con lo que aparece en El príncipe es inevitable. Pero no solo hay otra manera de pensar, hay también otra realidad, aunque menos reconocida. Los partidos socialistas de antes de la Primera Guerra Mundial, desde la época de Federico Engels hasta la Primera Guerra Mundial, no
deseaban llegar a ser gobierno; no deseaban conquistar el poder, a no ser a escala comunal. Se trataba de partidos de reivindicaciones sociales, y mal se aviene este papel con ser al mismo tiempo el poder que otorga lo reclamado. Y había posiblemente también la percepción, el presentimiento por lo menos, de que al ser gobierno se expandiría la corrupción en el partido mismo.
Ahora, lo significativo es que a pesar de la ausencia de ansiedad por el poder, lo que han logrado es enorme, han cambiado la vida de la clase obrera y con ello la sociedad toda.

–¿Usted vería el socialismo en el poder como un desgaste, un contrasentido, la pérdida de los ideales?

–No tanto como un contrasentido absoluto; tampoco tenía que llegar a ser un desastre, solamente que no dio buenos resultados. En cambio, sí se implantó en toda Europa un cierto canon de centroizquierda, que tenían que respetar también los partidos conservadores. Y esto se parece mucho a lo que describe
Maquiavelo en los Discursos.

–Por lo que usted dice pareciera que la política se sigue debatiendo entre los dos Maquiavelos: entre el Maquiavelo de El príncipe y el Maquiavelo de los Discursos.

–Unos dan por sobreentendido que la política es el arte de conquista del poder;
de ganarle al otro con todas las zancadillas que quepan. Otros dan por entendido que la política consiste en encontrar denominadores comunes
en medio de agudas divergencias, una base común que salvala vida social.

–¿Esta sería una herencia de Maquiavelo, si lo vemos así? Porque unos se identificarían con El príncipe, y otros con los Discursos.

–De algún modo se puede decir así. Difícilmente encuentro otro autor que haya reivindicado tan resueltamente el conflicto como fecundo y como tolerable. Quizás habría que pensar en Hegel.


¿MALOS, MALÍSIMOS?

–En El príncipe hay una visión del ser humano muy dura. Dice textualmente: “los hombres son ingratos, hipócritas, inconstantes e
interesados”. ¿Usted cree que las personas somos así?

–Soy kantiano, e Immanuel Kant tiene la fórmula de la sociabilidad
insociable (inclinación a formar sociedad pero, al mismo tiempo, resistirse a ella). Y usted va a encontrar, por cierto, y aquí me corrijo, también en Kant algo análogo a los Discursos de Maquiavelo, que es que esta sociabilidad insociable no es un vicio. Ella deriva necesariamente, piensa Kant, del
deseo de cada ser humano de independencia. En consecuencia quiere al otro, lo necesita, vive con el otro material y espiritualmente, pero tiene que temer también ser subyugado. Llega algún momento en que celoso de su independencia va a ser precavido, y esto se puede decir también de padres e hijos, hombre y mujer. Esto vale para todos; es decir, hay que admitir que el antagonismo es inevitable en todo ser que quiere sentir y pensar por sí mismo, y queal mismo tiempo no concibe su vida sino como vida social.

 –¿Pero eso nos convierte en malos, en hipócritas, en interesados?

–No tanto, pero sí se manifiesta en una actitud que nunca puede ser de entrega total.

–Es decir, de convivir pero no dejarse subyugar por el otro.

–Sí, sí, algo así.

El profesor Heymann recuerda que el ser humano “no es simplemente un ser social, como lo son las abejas y las hormigas, sino que es social con personalidad propia. Y de ahí, no solamente el conflicto social y político en grande, que describe Maquiavelo, entre las diferentes capas y grupos sociales; sino también “los enfrentamientos individuales, que tienen que ser de algún
modo manejados con inteligenciay con humor. Es fundamental. Son en definitiva los únicos recursos que nos quedan y que valen la pena”.


CONFLICTO, SIEMPRE

–Usted retoma la idea del conflicto como algo que siempre va a estar, y las diferencias serían en cuanto al manejo de ese conflicto. Para el marxismo el conflicto es lo que permite avanzar supuestamente a una sociedad
“superior”. ¿En qué cambia la visión del conflicto de Maquiavelo al llegar a Marx?

–Justamente el marxismo es en la actualidad la doctrina principal entre las que ven el conflicto como algo a ser superado definitivamente para pasar a una sociedad sin clases en la cual no habría ni razón ni lugar para un conflicto y en la cual desaparecería el Estado mismo, y con este la distinción de gobernantes y gobernados. De modo que veo en el pensamiento marxista, por lo menos en sus formas principales en este momento, una de las resistencias para buscar en la vida política la tolerancia a los conflictos y para abandonar el afán de liquidar al adversario.

–¿Y le parece que es la visión más extendida? Es decir, ¿que incluso regímenes como el de Estados Unidos serían marxistas?

–Bueno, no hace falta ser marxista para ello, porque esta mentalidad se encuentra también en el otro bando. Pero el pensamiento de Marx es en este
respecto ejemplar: el ver en el conflicto una contradicción; algo que de algún modo lesiona e impide el pleno despliegue de la vida, algo de lo cual hay que
salir. Esto lleva forzosamente a una concepción para la cual se trata, en definitiva, de llegar a la liquidación del enemigo de clase.

–¿Esa es la visión preponderante
en la política mundial? ¿Lo ve así?

–No, justamente no, porque veo que ha cundido en Europa el modelo socialdemócrata del pacto social.

–¿Y en América Latina?

–Yo he vivido 20 años en Uruguay, y Uruguay fue, hasta la dictadura militar, un país que puede llamarse también socialdemócrata. El patrón se mantiene
también ahora: un país con No, justamente no, porque veo que ha cundido en políticas sociales importantes, aunque desde luego lejos de ser perfectas, y con respeto mutuo de las partes. Un hecho notable: un presidente (José Mujica) que ha sido tupamaro, que ha vivido –como preso– años metido en un aljibe, y que es el principal promotor de esta concepción de hacer política, que es sentidaa la vez como una necesidad y como creadora de un ambiente humano disfrutable.

–Y de pactar.

–De pactar, exactamente. Incluso, de apelar y solicitar el acercamiento a los que pueden ser presumidos como adversarios.


ENTRE EL PRÍNCIPEY LOS DISCURSOS

–¿Por qué cree que en Venezuela estamos en otro momento? ¿Por qué en Venezuela estamos, según lo que usted plantea, como en El príncipe, en la lucha por el poder, y no en el Maquiavelo de los Discursos?

–Yo no sé en qué momento estamos ahorita en Venezuela. Realmente no lo sé. Tengo la vaga percepción de que en este respecto en estos últimos 15 años hubo tendencias diferentes, aun en el Gobierno. No se puede olvida resto: el día que Chávez asumió el poder la Bolsa de Caracas subió en 10 puntos. Algo nunca visto. Era en gran parte de la población la idea de que “ahora tendremos orden: tendríamos honestidad, disciplina y convivencia respetuosa”. Posteriormente, de acuerdo con la apreciación de Heymann, “ha predominado luego, en el Gobierno el aferramiento al poder y la obsesión por el enemigo”.

–Lo que ocurrió en el año 2002, ¿no precipitó una visión del poder por parte del Gobierno tendiente a blindarse y atrincherarse?

–Está bien, pero también hay que señalar que lo que ocurrió en el año 2002 fue provocado en buena parte al haber sido los jefes militares obligados a declararse revolucionarios, en clara afrenta a la Constitución. Esto fue algo que ellos deben haber vivido como sumamente violento. Esto era
lo uno; y lo otro era el decreto 1.011 concerniente a la educación. Me parece que hay un parecido con lo que se da ahora; solamente que puede caber la esperanza de que ahora se haya aprendido y se entienda la política de otra manera; de que no se trata ni de imponer a toda costa el ideario propio
a la otra parte de la población, ni de “quítate tú para ponerme yo”. Es decir, la esperanza de que hayan aprendido ambas partes.

–Siempre tomando a Maquiavelo, con los Discursos. ¿Qué cosas son pactables?¿Qué cosas serían pactables en una sociedad? ¿Yqué cosas no? ¿O todo es pactable?

–Creo que esta no es una pregunta tan difícil como puede parecer, porque me parece que en Venezuela sí hay un consenso de que se necesitan políticas sociales enérgicas y eficaces y un respeto humano omnilateral. Y me parece que hay también un cierto consenso, cierta aceptación –de parte del Gobierno, en este caso– de que la empresa privada tiene que ser capaz de marchar si ha
de marchar el país. En qué se puede ceder o no, en realidad, en políticas efectivas las diferencias, el espacio de alternativas realistas no es tan grande;
las diferencias grandes comienzan solamente a partir de la concepción de la política como el blindarse para anonadar al otro.

–El atrincherarse.

–En el atrincherarse y en ver una eventual alternancia política, alternancia gubernamental gubernamental, como un desastre y como una derrota total. Tiene que haber fuerzas sociales y políticas suficientemente fuertes y sólidas como para no tener que ser ansiosas por tener de una vez y para siempre la
sartén por el mango. Eso es importantísimo.

–Aunque igual incidan en la política.

–Inciden mucho. Inciden desde su poder real y no desde el dominio del fusil. Exactamente. Es este el punto.


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 “La gente tiene su moral, a pesar de todo lo que dice Maquiavelo”

Vanessa Davies

Saliendonos de  Nicolás Maquiavelo, ¿por qué usted es kantiano? ¿Qué encuentra en Kant que pueda ayudarnos como seres humanos en esta sociedad?

–Nunca me lo pregunté así. Diría lo siguiente: es la confianza de que la moral no es solamente algo para admirarse uno a sí mismo, sino que es una necesidad de las relaciones humanas y personales, y también de la vida política.

–¿Entendiendo moral cómo?

–Voy a nombrar dos cosas: para comenzar, el respeto al otro; y luego, la generosidad. Superar las actitudes defensivas y de rivalidad, eso entiendo
por generosidad. Pero el respeto hace falta de todos modos, con rivalidad o sin rivalidad. Es también una emoción fundamental, tanto como una necesidad
que podemos comprender racionalmente.

–En el mundo real en el que vivimos las personas, ¿es posible?

–No solamente es posible y comprensible como siendo necesario; es también real, a pesar de todo y al lado de todo horror, y mucho más de lo que se
piensa. La gente tiene su moral, a pesar de todo lo que destaca Maquiavelo y vivimos nosotros mismos a diario. Mire, para darle razón también en algo a
Maquiavelo en el tema de los seres humanos que son malévolos y envidiosos: lean en internet los comentarios que se hacen sobre cualquier cosa. Por alguna
razón salta a la vista primero la malquerencia. Vean lo que escriben los del Real Madrid sobre los del Barça y viceversa. Y nadie debe considerarse libre
de estos odios y estas mezquindades. Tomar lo malicioso y lo rencoroso de su espíritu y sus torpezas con humor es lo más apropiado, y con esto se transforma en una fruición común.

–Usted ha hablado del humorvarias veces. ¿Les falta a los políticos el humor? ¿Qué sería el humor en la política?

–Yo llegué a Venezuela en enero de 1974. Venía del Uruguay, de la dictadura militar, y aquí los uruguayos leíamos en el periódico que, después de la sesión del Parlamento, jugaban un partido de dominó: Copei y el Partido Comunista contra Acción Democrática y el Movimiento Al Socialismo. Esto nos parecía a los uruguayos, saliendo de dictadura, como lo más admirable que pueda haber.

–Ahorita sería imposible.

–Pero no excluyo que dentro de no mucho lo hagan. De algún modo uno tiene fe en la sensatez humana. Kant decía que solo la experiencia de la guerra intestina hace posible una sociedad que administre la justicia. Kant no alude a una guerra civil declarada, pero sí a la guerra intestina que se conoce de
todos modos.

–¿Ya estaríamos en el momento de pasar a la partida de dominó?

–Yo pienso que es un horizonte





[1] Entrevista  tomada de Correo del Orinoco, N° 186, 4 de mayo de 2014, Caracas, Venezuela.