Apología del Ocio
Ensayo
Robert Louis Stevenson
BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.
JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como los demás
están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos
aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.
En esos tiempos en que todos estamos obligados bajo
pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar
en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se
contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras
tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería
ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada,
sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos
de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la
industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehusan entrar
en las profesiones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un
desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma
su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana,
"va por ellos". Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no
es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas
tranquilamente en el prado al lado del camino, con un pañuelo en las orejas y
un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante
la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber
conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los
Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro
haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido
realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De
ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran
superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta
desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para
menospreciar a quienes no las tienen. Pero aunque esta es una de las
dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por
hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar
como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos
bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que
hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una
cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un
argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre
haya escrito un libro de viajes sobre Monte- negro, no quiere decir que nunca
haya estado en Richmond. Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele
estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord
Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su
ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones,
que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en
bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o
mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que
se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: "Joven, aplíquese
diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de
conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los
libros es una tarea bastante penosa". El viejo caballero parece no haber
tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos
trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se
ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los
libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida.
Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al
clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la
lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para
pensar. Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no
serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que
deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela
de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi
tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de
estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad,
ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de
ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí
mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese
poderoso lugar de educación -la calle- que fue la escuela favorita de Dickens y
de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la
Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque
no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para
vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los
suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas
arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la
enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las
cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a
Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente
conversación: -Vamos muchacho, ¿qué haces aquí? -A decir verdad, señor, paso el
rato. --¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en
tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos? -¡Si usted
me lo permite, así también aprendo! -Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
-No, ciertamente. -¿Metafísica? -Tampoco. -¿Alguna lengua? -No, ninguna.
-¿Comercio? -No, comercio tampoco. -¿Qué cosa, pues? -En efecto, señor, como
pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué
hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están los peores abismos
y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles
para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una
canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento. Aquí el señor
Mundanal Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo
amenazador, se expresó de este modo: -¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera,
todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!- Y siguió su camino,
arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende
sus plumas. Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común.
Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si
no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir
orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo,
no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado
cómodo para nosotros. Se su- pone que todo conocimiento se encuentra en el
fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer,
empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en
el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía
el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír
tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo
abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una
educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay,
en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias
formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los
cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con
una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine
la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el
violín, apreciar un buen cigarro o hablar con pro- piedad y facilidad a toda
clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo
saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan
sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y
dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan
a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y
patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va
nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si
ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar
de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre,
que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha
leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con
excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar
algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por
compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y
sobre el Arte de Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes
cualidades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento
ha contemplado las pueriles satisfacciones de los otros en sus
entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su vozno
se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión
por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades
irrefutables, tampoco se identificará con flagrantes falsedades. Su camino lo
lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y
placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde
allí contemplará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros
contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento
una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con
un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones
acercándose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones,
los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para
siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre
puede ver, a través de las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacífico.
Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor
como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que
cuenta sus historias bajo el espino. El celo extremado, trátese de la escuela o
del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y
una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento
de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas,
apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda
una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá
cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden
abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el
ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee,
no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden
estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan
aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de
coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o
sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar
una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos,
uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se
creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de
gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para
descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el
colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las
medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo
el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no
fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las
suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al
llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente
vacía de toda diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras
esperan el tren. Antes de "echarse los pantalones largos", hubieran
trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas;
pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla
tieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me
parece atractiva en lo más mínimo. Pero no es sólo la propia persona la que
sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y
conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje.
La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede
sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es
de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante.
Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más
virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son
representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en
general como períodos de ocio; pues en dicho Teatro, no sólo los caballeros
paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta,
sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con
la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que
dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa,
del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro,
del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un
pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que
nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su
buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su
fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin
embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff
no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el
mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para
con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse
un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba
que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay
personas que no pueden sentirse agradecidas a menos que el favor que se les
haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más
que una mezquindad. Un hombre nos envía cuartillas repletas de los chismes más
entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y
provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito
con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro
corresponsal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de
oportunidad? Aquello que hacemos por placer es más benéfico que lo que hacemos
por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un
beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que
se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa
lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el
deber de ser felices. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios para el
mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se
les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un
muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, con tal
aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor;
una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por
arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que
comentaba: "ya ves lo que sucede con sólo parecer contento". Si antes
había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi
parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes
que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro.
Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un
billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos;
y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una
vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y
siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo
Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz
permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario;
pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácilmente;
y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles
verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un
momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de
actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de
dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su
buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida
y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar
su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien
trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si
él hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes
que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor
verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío
receloso. ¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que
amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta
artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son
asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y
aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha.
Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de
mujer, ella respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría
afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la
naturaleza es tan "descuidada de la vida individual", ¿por qué
habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importancia? Supongamos
que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la
cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el
cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la
pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no
hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco
para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que
serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar
vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte
un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni
preciosas en sí mismas. i Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas
son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue
solamente un individuo con una prolongada pesadilla; y, con todo, es fácil ver
comerciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por
quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta
que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como
si se tratara de Faraones, que en vez-de construir pirámides, construyeran
alfileres; y muchachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser
transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No
suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un
destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro
y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos
entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas
o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar
jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que
habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.
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