Libertad como desconexión
Daniel Innerarity [1]
En la era de las redes y las
conexiones, de los links y la instantaneidad comunicativa, la
peor tragedia cotidiana es tener que escuchar que el teléfono marcado está
desconectado o fuera de cobertura, que alguien tarde demasiado (es decir, dos
días) en contestar un correo electrónico. Y la pérdida de conexión equivale a
la muerte comunicativa, donde uno queda al margen de las oportunidades vitales.
Si el fallo o la lentitud en la conexión los experimentamos como un verdadero
drama es porque la comunicación inmediata forma parte de las posibilidades que
damos por supuestas en una sociedad de la instantaneidad interactiva.
El éxito de la metáfora de la Red
para describir la sociedad contemporánea se debe a la omnipresente realidad de
la conexión. La conectividad es vista como un multiplicador de las actividades
y de las oportunidades. El estado de conexión permanente se ha convertido en
nuestra normalidad cotidiana. La obligación de estar conectado vale para todos
los ámbitos de la sociedad: para el cultivo de la amistad, para la comunicación
en la familia, para las organizaciones, la ciencia o los movimientos
antiglobalización, para los niños a los que en una edad muy temprana
pertrechamos con un móvil.
La conectividad es tanto un
imperativo técnico como moral. Se trata de estar siempre integrado, disponible,
accesible. No llevamos bien la desconexión porque estamos psicológicamente
configurados con la sensación de que nos estamos perdiendo algo, sin argumentos
para frenar la multiplicación de los contactos y apremiados por la exigencia de
rendimiento continuo. No estar al alcance de los demás o resistirse a ciertas
redes es toda una rareza. La conexión ha sido la clave de las oportunidades
personales y la fuente de la riqueza para las naciones. La desigualdad digital
se ha planteado como un problema de desigualdad en el acceso y no tanto a la
capacidad efectiva de hacer algo con tales tecnologías.
Ahora bien, en menos de veinte años
hemos pasado del placer de la conexión a un deseo latente de desconexión
(Francis Jaureguiberry). Del mismo modo que el ocio y la pereza fueron
reivindicados en la era del trabajo o el decrecimiento en medio del éxtasis del
crecimiento y la aceleración, han ido apareciendo en los últimos años diversos
elogios de la desconexión. Las reivindicaciones de un derecho a desconectar se
han venido sucediendo a medida en que eran más visibles los inconvenientes y
las patologías de la hiperconectividad. Aumentan los diagnósticos que hablan de
una verdadera dependencia provocada por el exceso de interpelaciones y la
sobredosis comunicativa.
¿A qué se debe este malestar que
surge allí donde hasta hace poco celebrábamos una verdadera orgía del contacto
y la accesibilidad? De entrada, al hecho de que el imperativo de la
conectividad es una forma de poder, una imposición que exige de nosotros
disponibilidad continua. El hecho de no responder inmediatamente al teléfono,
por poner un ejemplo cotidiano, es algo que ahora debemos justificar. El
imperativo de la inmediatez comunicativa se ha convertido en una estrategia de
abreviación de los plazos y generación de la simultaneidad, lo que incrementa
la aceleración general y la cantidad de cosas que podemos (y debemos) hacer. Pensemos
en el teletrabajo, que en pocos años ha pasado de ser una liberación a
experimentarse como una maldición. Donde rige la teledisponibilidad permanente,
la urgencia se contagia hasta el espacio privado, que ya no resulta protegido
por la distancia física.
El exceso de
conectividad se vive subjetivamente como una carga porque el impulso de
comunicar y expresar nos está situando fuera de todo autocontrol subjetivo. Seguramente
hemos traspasado ya el umbral a partir del cual el networking se
convierte en overlinking, la complejidad resulta irreductible y la
sensación más habitual es la de estar desbordado. Todo ello ha llegado a
provocar una náusea telecomunicativa, una fatiga tecnológica que se traduce en
un deseo de desconexión, aunque sea parcial.
Cada vez hay más problemas que tienen
que ver con el exceso de conectividad: las decisiones se complican cuando
intervienen demasiadas personas e instancias; donde esperábamos una crowd
intelligence tenemos más bien una conducta adaptativa que dificulta la
creatividad personal; hay conexiones siniestras que están en el origen de
cierta corrupción (entre los poderes políticos, económicos y mediáticos) y que
solo se resuelven desacoplándolos; experimentamos el agotamiento que supone no
tener espacios libres de conexión o la obligación de estar siempre
localizables... La idea de "enredarse" tiene cada vez más
connotaciones negativas, que aluden a la pérdida de tiempo, a quedar entrampado,
a una omisión de lo verdaderamente importante.
Frente a este malestar, aumentan las
estrategias de desconexión. En primer lugar, las de tipo personal, en la
gestión de la propia conectividad. El objetivo sería preservar el propio ritmo
en un mundo que empuja hacia la aceleración y a defenderse de un ambiente
telecomunicacional intrusivo. Algunos reivindican el derecho a hacer una pausa,
a no atender todo lo que nos solicita. Aquí cabe mencionar toda una serie de
prácticas de desconexión voluntaria que permiten la desintoxicación
informativa, como gestionar la atención y reducir el número de las
informaciones a las que se hace caso, o modos de rehusar la comunicación
continua, como desconectar el teléfono o el correo electrónico mientras se
trabaja. Como decía Deleuze se trataría de "crear vacíos de comunicación,
interruptores, para escapar al control". La espera, el aislamiento y el
silencio, que habían sido entendidos como una pobreza a la que había que
combatir, pasan a ser opciones positivas que permiten construir la autonomía
personal.
En Francia ha habido recientemente un
debate en el que se ponía en cuestión que estar conectado veinticuatro horas
fuera bueno para los trabajadores; hay empresas californianas que envían a sus
empleados a estancias para curar su exceso de conectividad; se da el caso
también de empresas que han prohibido todo correo profesional a partir de
cierta hora y durante los fines de semana. Me da la impresión de que estar
desconectado es algo que va poco a poco perdiendo algunas de sus connotaciones
negativas, que ya no designa una deficiencia comunicativa sino una práctica
voluntaria que puede ser beneficiosa. Tal vez ilustre este cambio de valores el
hecho cotidiano de que las vacaciones se hayan convertido para muchos en algo
que ponemos bajo la metáfora del "desconectar".
Las estrategias para desconectar
pueden agruparse en las de tipo temporal o espacial, según sea la dimensión en
que se realizan. Las desconexiones temporales tienen que ver con la
recuperación de un tiempo propio en el que el individuo pueda encontrar sus
propios ritmos, el sentido de la duración y de la espera, de la reflexión y la
atención. Se basan en el descubrimiento, tras décadas de sumisión a la prisa,
de que los tiempos propios (de la reflexión, la distancia y la maduración) son
fundamentales para construirse a sí mismo como sujeto. A veces basta con
adquirir hábitos elementales como no contestar inmediatamente o ralentizar el
trabajo. Desconectar, en este sentido, no tiene por qué significar salirse del
tiempo sino encontrar el propio ritmo y no dejarse imponer unas aceleraciones
que son discriminatorias, que no se corresponden con el tiempo que nos caracteriza
íntimamente o con el propio de nuestro modo de trabajar (como las exigencias de
rentabilidad a los saberes humanísticos, por ejemplo, o un criterio de
innovación tomado de las ciencias naturales).
Las estrategias de desconexión
espacial consisten en un placer inédito para nuestros antepasados: "La
felicidad de estar ilocalizable" (Miriam Meckel). Se trata de salir de un
ámbito en el que rige el ideal —que termina convirtiéndose en obligación— de
transparencia o de reivindicar el derecho a no estar geolocalizable,
interrumpiendo dicha función en nuestros móviles y ordenadores.
De hecho, nuestros dispositivos
desarrollan cada vez más estas posibilidades de desconexión. Del mismo modo que
los coches tienen la posibilidad de desconectar el sistema de conducción
asistida o los fusibles saltan en nuestras casas cuando la intensidad eléctrica
es excesiva, ya existen aplicaciones que bloquean la tentación de las redes sociales
como AntiSocial, Afirewall o SelfControl cuando uno quiere no ser interrumpido
y pretende aislarse para trabajar durante un tiempo. Igualmente hay filtros
cada vez más sofisticados para proteger a los niños en el espacio abierto de
Internet. Cabe mencionar en este sentido, como un movimiento contrario al
frenesí expresivo de las redes sociales, movimientos como Anonymous, que
reflejan el deseo de despersonalizar ciertas intervenciones en la Red. O
pensemos, sin ánimo de hacer la lista exhaustiva, en el hecho de que la
seguridad de las comunicaciones tiene que ver con soluciones que dificultan la
accesibilidad a cualquiera, es decir, con estrategias para limitar la
conectividad.
¿Cómo equilibrar las ventajas de
estar conectado con la libertad de no estarlo siempre ni absolutamente?
Propongo pensarlo mediante una analogía con la ciudad y plantearnos como
objetivo urbanizar el espacio digital. Los grandes teóricos de la vida urbana
(como Simmel, Bahrdt o Goffman), a contracorriente del tópico que exaltaba la
cercanía y autenticidad de los pequeños enclaves comunitarios, subrayaron el
anonimato que hacían posible las grandes ciudades, la libertad frente al
control, la indiferencia generalizada, una cierta desatención, esa combinación
de relaciones y privacidad, donde uno puede decidir qué aspecto de la propia
personalidad desvela u oculta a los demás. El sociólogo alemán Georg Simmel
dijo algo acerca de la ciudad moderna que podría sernos muy útil a la hora de
pensar el tipo de interacción que debemos construir con las redes sociales.
Llamó la atención sobre el hecho de que las ciudades son formas
"débiles" de comunidad y comunicación, en las que es posible una
cierta indiferencia frente a las múltiples ofertas de interacción. A diferencia
de lo que ocurre en el mundo rural, en ellas no es obligatorio saludar a todo
el mundo, ni comprar a todos los que nos ofrecen algo, ni considerar como un
desprecio que no se fijen en nosotros. En la ciudad es posible ignorar a otros
y disfrutar la libertad del ser ignorado por otros, el derecho a la no
intromisión, a no ser juzgado.
La ciudad nos enseña muchas prácticas
de indiferencia social que pueden ser de gran utilidad para civilizar el
espacio digital. La experiencia de la distancia urbana podría ser un modelo
para pensar de qué modo disfrutar de las posibilidades de interacción que nos
ofrecen las TICs sin renunciar a las diversas formas de libertad que sólo
pueden disfrutarse mediante una práctica de desconexión.
En un mundo en el que la inmediatez y la vecindad son lo habitual,
resulta imperativo recuperar el sentido de la distancia como algo que uno debe
procurarse para ralentizar el ritmo de la comunicación y la decisión, para
sustraerse a la influencia de las opiniones ajenas y pensar por cuenta propia,
para decidir uno mismo en su propio espacio y con su propio tiempo. Si en el
pasado la distancia era un obstáculo para muchas cosas, hoy es un instrumento
que facilita la autonomía personal.
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