martes, 1 de septiembre de 2015

Hegel y los Chinos (I)

David De los Reyes



 


“Los chinos  son el pueblo más supersticioso del mundo, eternamente  temerosos y angustiados por todo porque todo lo exterior tiene un significado para ellos y es un poder que los domina, algo que puede ejercer una violencia contra ellos y afectarlos. Allí la adivinación se encuentra como en casa; la angustia ante toda situación contingente los impulsó a ello.
Hegel: Lecciones de Filosofía de la Religión, p.403.



 Aclaración: este ensayo es  el primero de varios que iremos publicando en los próximos meses sobre el tema de la filosofía y cultura china en la filosofía de G.W.F. Hegel.



China, y algo de oriente, en las Lecciones de la Historia de la Filosofía
En el Prólogo del Editor (28 de abril de 1833)de las Lecciones de la Historia de la Filosofía, Karl Ludwig  Michellet  declara que si bien en el sistema filosófico expuesto por  Hegel en sus clases,  la filosofía de Kant era revisada de forma breve, no así lo hacía con su exposición sobre la filosofía oriental,  la cual se llevaba la mayor parte del tiempo[1]. Como notamos, por este testigo directo, estudiante de sus seminarios,  la historia de la filosofía, y más el pensamiento oriental, no era indiferente al filósofo. Su atención e importancia  está presente en el tiempo y extensión dedicado en sus Lecciones a los capítulos que la componen.
Lo cierto es que el tema está tratado profusamente en sus estudios. Su prologuista refiere que:
“La exposición de la filosofía oriental, tomada de los apuntes de clase, se complementa con una rica serie de colecciones y recopilaciones de obras francesas e inglesas sobre Oriente en general. Hegel solía llevar las obras correspondientes, anotadas brevemente al margen, a su cátedra, para  basar su exposición en ellas, traduciendo directamente en parte y, en parte, intercalando sus observaciones y juicios” (LHF, p.XIV del Prólogo).


Hay cuido y lecturas  de los autores importantes sobre el Oriente conocidos por ese entonces. Eran viajeros y eruditos franceses e ingleses, así como jesuitas que ya habían conformado cuerpos antológicos, reflexiones y observaciones a las que Hegel acudió a buscar y estudiar para el enriquecimiento de su Historia de la Filosofía, su Filosofía de la Historia y su Filosofía de la Religión, y no menos en su personal concepción intelectual de la filosofía. Como nos dice Benoît Timmermans, en su libro intitulado Hegel, a propósito de la evolución del trato que Hegel reservó al taoísmo:

“Hegel vio tarde la relación de su filosofía con el taoísmo. Al principio, parece que sólo ve en el taoísmo una colección de “recetas” para mejorar el bienestar de cada uno, de prolongar su vida, de interpretar los acontecimientos, lo que hace del pueblo chino “el pueblo más supersticioso de la tierra… de alguna manera como el país de la adivinación” (Leçons sur la philosophie de la religión, trad. J. Gibelin, Vrin, 1959, II, pp. 95-96)”…
“Pero es tras el contacto con el sinólogo Abel Rémusat, que encontró en París en 1827, o, de manera más creíble, como consecuencia del estudio de las Mémoires de los misionarios jesuitas vueltos de China, cuando Hegel se muestra poco a poco más atento a las analogías entre el taoísmo y su propia filosofía”[2].

El mundo oriental chino presenta un pensamiento rico y especulativo, que debe ser tomado en cuenta y no dejarlo pasar por debajo de la mesa de este proteico pensamiento filosófico alemán. Mucho menos dejarlo de ver como una larga página importante para el desarrollo de la hegeliana concepción del Espíritu Universal en su mirada de la historia del mundo.
En la Introducción de sus Lecciones de la Historia de la Filosofía (LHF:8), al hablar del examen que  hace  la filosofía del  Espíritu Universal en el mundo, señala que si bien puede ocurrir que en una nación cualquiera pareciera que permanecen estacionarias  la cultura, el arte, la ciencia, la filosofía, respecto al patrimonio espiritual en conjunto, no es así. Y pone como ejemplo el caso de China, la cual, para el momento que reflexiona  Hegel en su seminario sobre ella, se la observa ya como una nación a la que se pudiera evocar de esa manera, es decir, una nación con ciertos aspectos estacionarios, casi muy parecido a cómo lo hacían dos mil años atrás, dejando entrever que su evolución o movimiento espiritual es casi inadmisible e imperceptible. Para contrastarla toma como ejemplo la modernidad europea, la cual tiene otro talante,  una inquietud mercantil y cultural indetenible, cambiante. Tal aparente quietud e indiferencia de la China, es imposible para el Espíritu del Mundo  por la sencilla razón que bajo esas aguas espirituales de la humanidad,  debido al concepto mismo del espíritu hegeliano, su vida, como hemos advertido ya, es acción, es decir, devenir, cambio, movimiento dialéctico, evolución;  su acontecer no  se limita a ser un agregado de materiales nuevos, sino que a partir de lo dado, esencialmente, los elabora y los transforma de forma continua y permanente; lo dado, la tradición, las ideas, la producción, etc.;  es una materia prima que el espíritu, (gracias al esfuerzo de cada nueva generación), se encarga de enriquecer, metamorfosear y elevar a un plano superior en el mejor de los casos, a una disolución de la sociedad, en el peor de los casos: hacemos de ella algo nuestro, que no es lo que  antes era.
El espíritu, recordemos, en tanto universal, y en particular en su relación con el mundo oriental chino, se presenta no sólo como una forma de la conciencia particular, sino que se trata de estudiar y conocer la idea concreta que se manifiesta en la conciencia  de ese pueblo. De tal modo que de esa nación, junto a su época,  nos muestra Hegel cómo vino a desarrollar su particular universo cultural, político, histórico en la medida que elabora y plasma su Estado que, sin embargo, en el transcurso de los siglos, puede venir a aparecer en otro conjunto humano (LHF:37). Comprendiendo, como hemos dicho antes,  que no hay ni idea, ni mente, ni espíritu fijo, emparentarle y reducirle a eso, como un agregado de eventos históricos,  es no reconocer la dialéctica misma de la naturaleza y del hombre; sus determinaciones presentan una variedad continua, pues siempre se está en movimiento, en evolución, como un momento pasajero o un pasajero  sobre un momento de la historia.
Respecto a la filosofía oriental Hegel pone en duda que pueda hablarse de ella a cómo se hace en occidente de la actividad filosófica. Ese error, advierte, surge al unir religión con filosofía. Tal equivocación no tiene en cuenta en cómo obra cada uno de esos saberes en la conciencia humana.  Si bien pueden tener el mismo contenido del que parten, sus caminos se bifurcan en su tratamiento. Para la religión su labor es centrar y focalizar su discurso y actividad en la devoción y en el culto, defender su dogma de fe, la creencia; para la filosofía, aún siendo posterior en el tiempo a aquella, su actitud se centra en conocer  la manifestación del la razón en el tiempo; en reconocerse como un intento de aprehender lo racional, ya que ella es obra de la razón que se revela y se manifiesta en lo real. La filosofía es vista en ese momento como el producto más alto y más identificado con la razón, del logos: una actividad humana que purifica contra cualquier dogma detenido, o fe contrapuesta a ella: toda creencia es cuestionada por principio o razón filosófica, que debe conocer y comprender los fines por los que se mueve dialécticamente el pensamiento; se trata de apoderarse y conocer a todo objeto (idea, concepto, forma, categoría, representación, etc.), del pensamiento por medio del conocimiento fenomenológico de la autoconciencia en su devenir. La religión pretende abordarlo a través de la devoción y el culto, frenando al pensamiento, terminando imponiendo una actitud única, fija, dogmática, basada en la autoridad, la superstición y el miedo que le sigue a todo ello. La filosofía se desprende de esta red incuestionable de la religión; la autoridad del pensamiento filosófico individual se antepone a toda autoridad que se impone como dogma o fe universal un saber intocable. La forma en que la religión institucionalizada fija y trata a su contenido, ante la actividad indagadora de la filosofía, hace que la conciencia filosófica se separe de la religión: se contrapone devoción dogmática ante reflexión crítica. Es por ello que advierte este autor del error señalado,  al querer hablar de la existencia de  una filosofía persa, india o china.  Persistiendo  en repetir lo referente a  Pitágoras, quien  había extraído su filosofía de sus viajes por  el  cercano oriente o de Egipto, donde en este último territorio bien sabemos que fue por él visitado, regresando luego a Grecia con otra percepción del saber y con una concepción particular y transformadora de la filosofía como ascenso del hombre en adquirir la gnosis  del ser adjunta a un logos numérico  o matemático.
Es así como entró  la visión oriental del mundo, su culto, su saber y  cierta gnosis filosófica posteriormente al imperio romano. Hegel insiste en afirmar que si bien en Occidente hay una línea de demarcación entre religión y filosofía, no es así  en Oriente, donde desde la antigüedad del mundo oriental, ambas aparecen unidas, presentando a su contenido bajo la forma de filosofía, pero remitiendo a ciertas concepciones dogmáticas en su haber. No quiere decir con ello que deban descalificarse a priori esos saberes religiosos y que no entrañen y expresen directamente pensamientos profundos, sublimes o especulativos (LHF:64).
En sus Lecciones de la Historia de la Filosofía (LHF) su atención por el pensamiento Oriental  nos la presenta  al principio con ciertos escarceos sobre  la concepción mítico-religiosa que hay en Egipto, Persia, Fenicia, la India y China. Cada una de ellas es cifrada con las imágenes de lo divino y el significado que representa su devoción en cada una de ellas.
Pero si bien nos habla de que la filosofía no puede darse sino en aquellos pueblos que han albergado y defendido la libertad como condición de vida y que, además, tienen una constitución política que lleva a comprometerse y respetarla; siendo éste el suelo abonado para la libre creatividad  en todas sus manifestaciones. En cambio,  los pueblos de Oriente se mostrarán como carentes de la humana filosofía dentro de su situación cultural por desconocer la libertad como una condición producida por el desarrollo del logos individual y su expresión ante el mundo.
De esta forma, no puede separarse  la filosofía  de la convivencia con una libertad práctica aceptada (política) de la polis por el conjunto de sus componentes; es el vínculo o nexo al pensarse de darse en sí mismo la determinación o elección general desplegada ante sí y sobre el mundo. Pero ¿qué significa esta frase tan remitida a la identidad lingüística del  discurrir hegeliano? La verdadera o única filosofía tiene un nexo fundamental con  Occidente, pues es donde aparecerá por primera vez la libertad de la conciencia de sí mismo en las polis democráticas griegas, cualidad que carece las estructuras colectivas políticas tanto del déspota hindú,  del absolutista mandarín o del impositivo jeque árabe, incluyendo al intocable hindú, al monje védico, o al campesino chino o hindú[3]. Éstos  solo permanecen en el plano de la conciencia  natural y el ejercicio de la fuerza o del dogma espiritual, que si bien inicia el vuelo y despliegue del Espíritu sobre el mundo, desaparece  del brillo de oriente todo rasgo que conforma al individuo libre occidental en ciertos momentos, comunidades y regiones de su historia. Brillo que sólo se convierte en chispa del pensamiento que brota de sí mismo y se crea desde dentro su mundo (LHF:95).

“Por razón de esta conexión general de la libertad política con la libertad de pensamiento, la filosofía sólo aparece en la historia allí donde y en la medida en que se crea constituciones libres. Como el espíritu sólo necesita separarse de  su voluntad natural y de su hundirse natural en la materia cuando pretende filosofar, no puede hacerlo todavía bajo la forma con que comienza el Espíritu del Mundo y que  precede a la fase de aquella separación. Esta es la fase de de la unidad del espíritu con la naturaleza, fase que, como inmediata que es, no es el estado verdadero y perfecto, es la esencia  oriental en general; por eso la filosofía no comienza  hasta llegar al mundo griego” (LHF:92).

La filosofía necesita de la libertad para su existencia y hacer. El sólo estar integrado el individuo o la colectividad a la naturaleza, en tanto  unidad del espíritu con ella, no es  un estado verdadero y perfecto para la evolución del pensamiento. Se requiere un pensamiento colectivo que conforme una constitución universal, un ethos reconocido de forma universal que acobije la libertad en sus distintas manifestaciones. Esta integración con la naturaleza es a lo que llega el pensamiento oriental, sin traspasar a una libertad civil; la filosofía tiene un inicio con la al aparición de la libertad, en tanto logos del individuo, y es por eso que Grecia cumple con ese requisito, mediante las ciudades libres, en las polis antiguas. Donde el logos se encontraba, en forma de argumentación y dialéctica compartida, en cualquier esquina de  sus calles, donde la expresión individual razonada era escuchada,  afirmada o negada, mediante el vinculante y comunicativo diálogo junto a su reciprocidad.
Hegel, para hablarnos sobre esta realidad Oriental, nos presenta un párrafo que titula Eliminación del Oriente y de su filosofía. Título que conlleva una negación desde el inicio al querer presentar, en ese lado del globo terráqueo, una filosofía desarrollada del mismo modo que la  occidental. Esta primera forma oriental de pensarse encuentra que el espíritu (la mente: geist, en alemán), en tanto conciencia y voluntad es sólo deseo, un apetecer; la conciencia de sí mismo apenas está asomando al mundo su existencia.
¿Por qué apenas es un apetecer, un asomar al mundo la conciencia? ¿Por qué no es una filosofía propia el pensamiento del mundo oriental?  Ocurre que sus representaciones y las inclinaciones de su voluntad sólo refieren a un  ciclo finito. ¿Qué tiene que ver esto con el pensamiento? Se concibe como una inteligencia finita debido a que  sus fines no sobrepasan a lo general por sí mismos. Para Hegel debe emerger una conciencia moral, libre, la cual sólo aparece cuando rige unas leyes generales para todos,  en la que la voluntad  particular  descansa en el carácter de lo general aceptado. La moral personal, junto a las leyes en general, constituye una voluntad que se adecua libremente a ello; el individuo obtiene un cambio primordial, su espíritu se fortalece, adquiere confianza en sí, comienza a ser y sentirse libre, ya que la voluntad general, como proyección del pensamiento o sobre lo general, encierra un pensamiento atenido a sí mismo (LHF:92), y no en otro sujeto distinto de él.  Cuando un pueblo ha sido picado por el aguijón de la libertad lo que hace es supeditar sus apetitos a la ley general, mientras que antes lo por él querido era solamente algo particular (idem), es decir, el mandato del déspota o tirano, apetencia natural, (¡hoy podría incorporarse el buro oligárquico del partido comunista chino!).
Hegel  está seguro que la finitud, presente en la voluntad,  es el carácter permanente de los orientales; en ellos no se concibe la voluntad como general, ya que el pensamiento no es aún libre. Es interesante comprender el sentido del concepto de libertad hegeliana del siglo XIX alemán. ¿Podemos trasladar ese sentido a nuestro tiempo, a nuestro país personal (Venezuela), por ejemplo?  La población del mundo tiene una serie de necesidades naturales que hace vivir sólo en la búsqueda  de su satisfacción, desde conseguir agua a tener algo de comida, o techo y cierta seguridad personal, y así como esto otras apetencias inmediatas y finitas. Un mundo donde la conciencia moral no aflora sino  sólo el individuo está sometido al instinto de supervivencia más inmediata, no puede surgir la distancia interna del desarrollo del pensamiento y de una reflexión moral propia; en dicho estadio humano no se puede concebir la unidad entre individuo y naturaleza, pues esta última, la relación con la naturaleza, está presente como obstáculo a suplir el primer derecho y necesidad animal, que es el seguir viviendo.  Es por lo que nos recuerda que en los pueblos orientales, como aquellos otros determinados también por una autoridad religiosa institucional o por el imperativo político absoluto (otra forma dogmática de religar), sólo puede existir la relación dialéctica de dominación que conforma la conciencia de señor y siervo (amo y esclavo), que ya había desarrollado Hegel en la Fenomenología. El mundo oriental gira en torno a la órbita del despotismo: el miedo insertado en el cuerpo y mente del individuo, es la categoría por excelencia gobernante en general; el miedo como reductor  de la conciencia a mantenerse en su finitud por ese mismo temor a la muerte particular asomada  en toda acción social que quiera ser libre. El individuo no se ha podido despojar de su condición de ser finito, del sentimiento de la muerte personal, de la inminente necesidad permanente de sobrevivir,  propia de un seguir sumergido en un estado de naturaleza y rodeado del ejercicio de fuerza natural brutal; lo cual es un sentimiento de negación a su misma vida, que lo vive como  impotencia, que no puede hacer nada frente a lo que se le opone, y todo por el irrefrenable y alimentado miedo de forma permanente tras la amenaza a perecer,  ¿sociedad de esclavos, de siervos? ¿regreso actual  a un neo-esclavismo que se vislumbra por el sesgo autoritario en que se mece  buena parte de los territorios  a nivel global como forma de gobierno constituido? Son preguntas que dejamos en el aire.
La libertad se basa en superar esa finitud, esa condición de estar sólo adosado a una relación natural, con lo natural sin conciencia de libertad individual y colectiva. Consiste en salir de lo finito que somos y pasar a ser para sí, lo cual no puede ser atacado, es decir, negado de la condición humana. Para Hegel siempre la evolución implica un grado de consciencia adquirida por el hombre.
Esta misma dialéctica del amo y el esclavo ya referida,  la observa en la religión de las imágenes: formas naturales personificadas y adoradas, (¡hoy podemos incorporar el culto a la personalidad, que va desde artistas mediáticos a empresarios globalizados junto a líderes políticos: todos quieren su altar, todos construyen –o les construyen- su altar!), al vivir la idea del Señor como un facto fundamental del cual no es posible remontarse ni salirse, sólo nos piden su adoración. “El principio de la sabiduría es el temor al Señor”, tal condición es un primer grado de consciencia: tener conciencia del otro dentro de sí; tal afirmación es para Hegel indudablemente cierta; es la medida con la que el hombre puede llegar a conocer la fuerza de los fines finitos que lo fijan en la determinación negativa dentro de su propia consciencia y, a partir de ahí, poder remontarse, con el esfuerzo del pensamiento y su voluntad, como conciencia libre hacia lo general, hacia fines universales; el principio que determina a cada uno y a todos a la vez: se trata de reconocer al otro como una libertad en el mundo propia de las polis libres del mundo griego.

“El hombre necesita sobreponerse  al miedo mediante la superación de esos fines finitos; en cambio la satisfacción que esa religión procura se halla, de suyo, circunscrita a lo finito, ya que las modalidades fundamentales de la reconciliación son formas naturales personificadas y adoradas” (LHF:93).

El hombre oriental puede elevar lo finito por encima del contenido natural. Y considera al poder que teme como algo accidental, contingente. Es una actitud de dependencia  que reviste dos condiciones, lo cual lleva a pasar de un momento a otro: lo finito, tal como existe para la consciencia, puede presentar la formación de lo finito como finito o, segundo, llegar a convertirse en algo infinito pero sólo como abstracto, no realizado o construido como realidad verdadera por medio de la acción del espíritu. Hegel dirá que ambos lados, la del señor y el del siervo,  ocupan una misma fase en el ascenso de la conciencia; la superación y reconocimiento como individuos libres, de uno ante el otro, es la libertad de ambos; el hacer, el trabajo reconocido como un momento de la evolución humana que se separa de lo contingente natural y previendo lo necesario para la vida, es el espacio humano en que los individuos pueden pensarse y reconocerse libres, ¡vaya utopía hegeliana!

“El hombre que vive bajo el miedo y el que domina por el miedo a otros hombres, ocupan ambos la misma fase; la diferencia no es otra que la mayor energía de la voluntad, la cual puede tender a sacrificar todo lo finito a un fin especial” (LHF:93).

Se trata  de  observar que todo déspota  pone en obra todas sus ocurrencias, sus fuerzas, incluso las buenas, pero no como ley general sino como arbitrariedad, como capricho personal, es decir, como algo surgido también de una voluntad retenida en lo finito. De ahí que complete esta idea diciendo que se pasa de la pasividad de la voluntad, en tanto esclavitud, a una práctica de la energía de la voluntad, pero tal manifestación no deja de ser una arbitrariedad, una apetencia, un deseo, un capricho. En la religión de adoraciones pasa lo mismo, el imperio de los sentidos se reduce a un culto religioso, una imagen,  que lleva como reacción a una evasión dentro de la más vacua de las abstracciones como infinito, la sublimidad de la renuncia a todo, que es personificada en la condición india donde  por medio del tormento se remonta a la abstracción más íntima (LHF:94). Hegel hace una burla de la situación extrema de ciertas prácticas hindúes como es pasarse diez años seguidos mirándose fijamente a la punta de la nariz, alimentados por los circunstantes, sin ningún otro contenido espiritual que el de la abstracción consciente, cuyo contenido es, por tanto, totalmente finito. Al ser este actuar de la consciencia en lo finito, en la abstracción sin contenido espiritual universal, en una renuncia que  pareciera ser particular, es lo que lleva a afirmar a Hegel que éste no es un terreno abonado  para que en él pueda brotar la conciencia de  libertad y la filosofía.
No duda en afirmar que el amanecer del espíritu nace en  Oriente. Reconoce que pareciera venir dando un giro elíptico desde el mundo del este al del oeste. Pero es un momento en que el sujeto, la conciencia, no existe aún como persona sino en lo sustancial objetivo¸ representado de un modo suprasensible, abstracto por un lado, pero por otro, de un modo material, como algo negativo y que tiende a desaparecer (idem). El estadio más alto a que puede llegar el individuo es el de la bienaventuranzarepresentado –según su visión de dicha experiencia-  como un adentramiento en la sustancia en tanto negación o extinción de la conciencia, lo que termina siento una destrucción de la sustancia y de la individualidad. Ello significa una relación carente de espíritu, ya que termina en una fase final adentrándose en  la inconsciencia. Ante este sujeto que se ha sometido al ejercicio espiritual hindú de la conciencia finita de la bienaventuranza, la condición del resto de los individuos no poseen valor alguno, pues en cuanto ser contingente y carente de derechos, es lo finito sin más; encuentra así una supuesta determinación dada por naturaleza, la condición de las castas.
Esta voluntad arbitraria, finita, entregada a las contingencias, no es voluntad sustancial, lo general; sólo lo sustancial es lo afirmativo: la realidad objetiva que es construida por la acción del pensamiento sobre el mundo. A pesar de que pueda ser un individuo noble, que posea cierta grandeza y sublimidad en su carácter, sólo arrojará al mundo determinaciones naturales y caprichosas, sin responder a criterios de una moralidad ante la ley, que debe ser asumida por todos y donde todos puedan reconocerse. El sujeto oriental es nulo ante la  moralidad de la ley. Ello le provee, en apariencia, la ventaja de la independencia, ya que nada hay que fije su conducta. De forma que la vaguedad que caracteriza la sustancia de los orientales hace que su carácter pueda ser igualmente  indeterminado, libre e independiente. Lo que es para nosotros el derecho y la moralidad lo es también allí, en el Estado, pero de un modo sustancial, natural, patriarcal, no en forma de libertad subjetiva (LHF: 94).  Según Hegel, para los orientales, por esa condición, no existe ni conciencia ni ética. Todo se sostiene sobre un orden natural –e impuesto patriarcalmente- en que coexisten lo más malo y lo más noble juntos.
Esta es la condición primordial que la concepción hegeliana encuentra para trancar el paso a la aparición al verdadero conocimiento  filosófico. Para que emerja la filosofía debe haber en un pueblo el conocimiento de la sustancia, lo general absoluto,  que aunque sea pensado y desarrollado por el filósofo, exista para el resto como algo  objetivo y dado;  y siendo  considerado por el filósofo como lo sustancial, en cuanto lo piensan al mismo tiempo, como nuestro, lo consideramos como nuestra determinación, es decir, en lo que nos lleva a mantenernos afirmativamente.  Esto es lo que  separa el idealismo objetivo hegeliano del espiritualismo religioso oriental; para el pensador alemán no sólo integra  al pensamiento como un espacio mental de determinaciones subjetivas, como pueden ser las opiniones, en cuanto pensamiento de cada quien, sino que remite a un pensamiento objetivo, sustancial, que se hace presente, real, por la acción y conducta realizada de los individuos,  en la realidad social.
Es por esto que lleva a excluir, en parte,  de la historia de la filosofía,  todo lo referente a la existencia de un pensamiento oriental libre. Advierte que sólo en su época es que por los avances de los vínculos y estudios con oriente es que puede llegar a esa conclusión y emitir tal juicio. En el pasado se exageraba la importancia de la sabiduría india, aunque sin saber qué había detrás de eso; ahora sí lo sabemos, y tenemos razones para afirmar que no es, si nos atenemos al carácter general, una sabiduría filosófica (LHF:95).






De China en las Lecciones sobre la Filosofía de la Religión
En los apuntes de las Lecciones de la Filosofía de la Religión de 1827 nos encontramos con un apartado especial dedicado a  la religión del imperio chino. La califica de religión mágica elaborada.  La religión del imperio chino referida por Hegel, es el Fo o el Budismo,  que aparece alrededor del año 50 d.c. (según los datos que maneja el filósofo). Además de ésta, que se presenta como la oficial, tienen la tendencia del Tao, corriente que Hegel cataloga que posee un dios peculiar, que vendría a conceptualizar como razón.  Sus observaciones y reflexiones parten de una obra erudita que la componen los relatos de los jesuitas en ese gran país: Mémoires sur les chinois.
La religión del estado chino es la religión del cielo, llamado Tien, que es reconocido como un dominador supremo. Este cielo, en tanto potencia natural, se le adjudica otras cualidades que serán determinaciones morales, las cuales vendrán a distribuir o retirar su beneplácito según el mérito y la conducta moral ejecutada. El cielo significa Dios sin mescolanza de algo físico. Este Tien, en tanto potencia física y  determinación moral, pareciera que se sale de la religión natural y de la magia, según su interpretación. Sin embargo, al analizar de forma más detenida  esta extensión natural y moral se sigue persistiendo en que lo supremo es el hombre singular, la conciencia empírica, la voluntad del individuo, advierte el   autor. Por otra parte encuentra que ya en el siglo -IV, Xunzi había rechazado  en su texto Discusión del Cielo ( tian), la noción de Mencio referida a que el Cielo tenía una voluntad moral. Xun Zi sostiene que el cielo es simplemente el mundo natural, por lo que las personas deben centrarse en el reino humano y social, más que en ocuparse de ideas celestiales[4].
¿Qué viene a representar este cielo, Tien, respecto a la concepción católica? El cielo de los chinos tuvo extensas discusiones, especialmente entre las órdenes católicas que habían sido enviadas a ese territorio en calidad de misioneras. Tales misiones (jesuitas), no fueron incómodas para el palacio imperial; en su acogida ayudaron, a su vez a elaborar el calendario anual que los orientales desconocían.  Estas misiones divulgaron la religión cristiana, permitiendo que los chinos utilizaran el término Tien (cielo), para referirse a dios; este hecho llevó a los jesuitas a ser acusados ante el papa por otras órdenes (capuchinos y franciscanos), más ortodoxas respecto al uso de ese término como sinónimo de dios. Esto porque en este ámbito cultural, Tien  prevalecía como una potencia física y no como un dios espiritual. ¿Cuáles llegan a ser sus significaciones? Tien es lo supremo pero no sólo en sentido espíritu y moral; designa la universalidad totalmente indeterminada  y abstracta; es suma de conexiones y entramados  físicos y morales. Esto lleva a la convención cultural del vínculo físico moral ejercido  sobre la tierra por el poder del emperador y no sólo del cielo; este gobernante   daba leyes  que debían respetar los hombres, leyes de religión, de eticidad.  Tien no gobierna la naturaleza, sino que el emperador gobierna todo y solamente él está conectado con Tien (LFR:393). En contraparte el emperador debe cumplir con los sacrificios de las cuatro fiestas principales al año;  mientras, conversa y se vincula con Tien y le dirige sus plegarias. Estando en conexión con Tien el emperador gobierna toda la tierra. ¿Cuál es la diferencia con el ejercicio del poder de los príncipes o monarquías de la época de Hegel? La diferencia fundamental es que en occidente el príncipe gobierna pero también dios; la forma como la iglesia arregló  la división de los poderes en terrenales y celestiales, hacen que el príncipe  se encuentre sometido (y temeroso) a los mandamientos divinos. En oriente el príncipe o emperador es quien ejerce plenos poderes y mantiene el señorío en relación con la naturaleza: gobierna las potencias de la naturaleza y…así es en la tierra todo lo que es (idem). Como notamos toda significación del poder celestial está dentro de la extensión del círculo de ese poder. En occidente está la creencia sostenida por los crédulos en diferenciar al mundo y al fenómeno mundano, de modo tal que, hasta fuera de este mundo, dios ejerce su poder y su presencia. Y el cielo occidental tiene unos visitantes que pasan a ser eternos en su estar, que son los difuntos que les ha tocado la recompensa de habitar dicho espacio celestial, condición exaltada por toda la mitología cristiana.
¿Qué pasa con el cielo de los chinos? Para empezar no admite nadie y menos para residir por la eternidad en él. Es un cielo vacío. Aunque se tiene el parecido con la creencia de que las almas de los difuntos permanecen existiendo, sobreviviendo a la separación del cuerpo;  ellas pertenecen al mundo y están sometidas al dictamen del gobernador, que le da funciones, cargos o se los quita,  y no a un dios trascendente, fuera de este  mundo.  El emperador sería una especie de autoconciencia singular que  vendrá a ejercer el gobierno perfecto de todo y de todos. Los muertos son proclamados y elevados a ser representantes de ciertos estamentos de los elementos naturales; son reducidos a ser genios de lo natural y por ello vendrá a ser justo que el emperador, en tanto autoconciencia, venga a dictar sus ocupaciones de difunto. El control del gobernante, ante el ámbito de lo celestial, se hace imperativo y absoluto.
Es el cielo,  para la religión oficial de la China antigua, un espacio que no es del todo autónomo, que está por encima de la tierra, que de suyo viene a ser un reino de lo ideal, donde residen, para el gusto occidental, ángeles y almas de difuntos, a modo de lo que era el Olimpo griego (y luego el cielo cristiano), un lugar diferente a la vida de la tierra. Pero este  cielo, como todo lo que existe en la tierra a la china,  se encuentra sometido al orden que impone la voz del emperador.





Del Cielo, del emperador y de los ciclos naturales para el mundo chino hegeliano
Hemos dicho que Hegel cataloga al Tao como una especie de dios peculiar, que vendría a caracterizar como  razón (logos)[5].  En principio consideramos que tal definición es contraria al sentido que adquiere ese término en los pensadores taoístas clásicos, como son Lao-tse, Chuang-tzu y Lieth-tzu. Para ellos el significado está relacionado con el curso fluyente de la naturaleza y el universo; viene a ser también origen y fundamento de todo ser –incluyendo el nuestro; el Tao puede ser alcanzado pero no visto; corresponde a un modelo orgánico, cíclico y no a un  modelo lineal, propio de la razón occidental: para el taoísmo el árbol no está hecho de madera (visión lineal: el árbol  produce la madera), el árbol es eso, es madera (visión orgánica de su ser). La naturaleza  aquí no posee partes, que es lo propio del pensamiento lineal; su visión es holística; la naturaleza, y sus partes…, es un todo; si observamos como partes algo de la naturaleza es cuando son determinados por sistemas humanos de clasificación: vemos a un cuerpo compuesto por partes como si fuera una máquina, concepción cartesiana de la naturaleza. El Tao es el conductor y creador de nuestro universo orgánico: reina pero no gobierna.   Han Fei-tzu (en el siglo III a.n.e.) lo describe así:

“El Tao es aquello por lo que todas las cosas son como son y con lo que todos los principios concuerdan. Los principios (li) son las señales (wen) que emiten las cosas realizadas o completas. El Tao es  aquello por lo que todas las cosas alcanzan su totalidad. En consecuencia, se dice que el Tao es que otorga principio, lo uno (una cosa) no puede ser lo otro…Cada cosa tiene su propio principio diferente, si bien el Tao lleva los principios de todas las cosas a una armonía singular. Por tanto puede ser una cosa como otra, y no ésta en una sola cosa”[6].

Las posturas más inconsistentes de la interpretación occidental del taoísmo vendrían a buscar una aproximación por medio de las categorías o conceptos del pensamiento occidental, terminando en considerarlo como una especie de panteísmo naturalista, al no ver en la expresión del Tao a un dios personal. Lo cual hace que Hegel incurra en ello como lo veremos más adelante.

¿Cómo interpreta Hegel el Tao? Su adentramiento al sentido y significado de esta entidad  universal la precisa desde su propia  conceptualización  lingüística y filosófica personal. No observa el principio del Tao como un elemento que reconcilia sociabilidad e individualidad, orden y espontaneidad, unidad y diversidad, como un modelo orgánico del fluir creativo de la naturaleza, una armonía o simbiosis de modelos que no pueden existir los unos sin los otros; es el principio universal del surgimiento mutuo (hsiang sheng)[7].
Hegel nos dirá que es notable que los chinos remitan lo existente en sí y por sí como un orden y existencia determinada. Donde la substancia es asumida como medida. Tal medida es vista como una determinación constante, firme que erróneamente, a nuestro entender, la refiere como razón de ser. Sin embargo comprende que las leyes del Tao, en tanto medidas de las cosas y el mundo,  no son figuraciones o determinaciones del ser abstracto o de una substancia abstracta, sino determinaciones firmes y universales. Pudiéramos estar de  acuerdo con la segunda: universales, más no con la primera, a no ser que  la condición de firme la leamos como persistente y continua, un fluir permanente sin detención alguna, habitando y expandiendo el sentido del universo implícitamente, a modo del  nous de Anaximandro o el fuego heracliteano.
Tales figuraciones o leyes del Tao, al ser comprendidas abstractamente,  se observan como determinaciones de la naturaleza y, para el espíritu del hombre, como leyes que están vinculadas a su voluntad y su razón. Hegel da una afirmación al respecto e indica que el desarrollo de esta medida comprende a toda la filosofía y ciencia de los chinos.
¿Cómo da a entender el filósofo alemán esta categoría de medida, que es el tercer momento de la triada lógica luego de la cualidad y de la cantidad en su concepción del ser? Al hablar del orden chino nos refiere que esta  categoría de medida se desenvuelve, en tanto universalidad abstracta, en elementos simples: ser y no-ser, uno y dos, lo uno y lo múltiple. Tales categorías advierte que los chinos la han designado no con vocablos o morfemas sino con líneas (rayas). La línea fundamental es el guión simple ( _______ ), que significa el uno y la afirmación ; el guión doble o cortado ( ___   ___ ), significa el dos, el desdoblamiento o la negación no. Tales signos los llaman Kua.  También podemos admitir la indiferencia de Hegel a los principios  yan ying, lo masculino/activo y lo femenino/pasivo, el sí y el no anterior. En conjunto vendrán a producir la corriente permanente del Tao. Se lo representan con la apasionada imagen de la unión del yin – yang,  de la cópula  de marido y mujer, que vendrán a representar el modelo eterno del universo. Si el cielo (yan) y la tierra (ying) no se hubieran mezclado de qué otro modo recibirían todas las cosas vidaes la pregunta que se hace Chuan-tze al respecto. Esta visión de mundo, que puede entenderse también como un arte de vivir,  en que se dan esta dupla eterna, no sólo vendrá a significar lo masculino y lo femenino[8], sino lo firme y lo flojo, lo fuerte y lo débil, la luz y la oscuridad, lo que se eleva y cae, el ya nombrado dúo del cielo y la tierra, y está presente en cosas tan simples en la comida y sus aderezos y componentes que la hacen a la vez gustosa e insípida. La unión de ambos  exige un equilibrio de ambos, pues no puede existir el uno sin estar acompañado y en fusión continua del uno en el otro.  Este arte de vivir se asemeja más a una navegación que a la guerra, puesto que para el hombre debe conocer la manifestación de la naturaleza. Conocer los vientos, las mareas, las corrientes, las estaciones, los principios de crecimiento y decadencia; a modo de conocerlos para utilizarlos en nuestra vida práctica y espiritual más en luchar contra ellos (alguien dijo: si la naturaleza se opone lucharemos  contra ella…). Los principios del yan  y del  ying refieren a los algos y los nada, los adentro y los afuera, lo lleno y lo vacío, la vigilia y el sueño, en tanto alternancias de la existencia y de la no-existencia, lo cual  ambos son  mutuamente necesarios para toda manifestación del universo y sus componentes.
Las leyendas chinas narran tales distinciones aparecieron, en algún momento, en la conformación del caparazón de la tortuga. Ante estas abstracciones encontramos  otros con significados más concretos, como son los cuatro puntos cardinales y el centro, cuatro montañas –correspondientes a los cuatro puntos cardinales-  en torno a una montaña central; los cinco elementos: tierra, fuego, agua, madera y metal; cinco colores que están en correspondencia con los puntos cardinales (donde cada dinastía se distingue por un color  y un punto cardinal); cinco sonidos fundamentales musicales; cinco determinaciones fundamentales para la acción humana en relación al prójimo, estas son: a.- el comportamiento de los hijos respecto a los padres,  b.- veneración de los antepasados difuntos y de los muertos, c.- obediencia respecto al emperador, d.- trato mutuo entre hermanos, e.- comportamiento respecto de los otros semejantes. Estas son las determinaciones que encuentra Hegel como fundamentales de la razón (Taoa la china. De esta ética  de reglas quíntuples saldrán todos los modos del comportamiento correcto. Y en lo  que respecta a los elementos de la naturaleza los hombres deben venerar a los genios o espíritus  de bien y que la conforman.
Esto lleva a que los seguidores y practicantes del Tao asuman una vida  exclusivamente de estudio,  retirada de la vida práctica y social y viviendo en la soledad del ermitaño.  ¿Qué vienen a referir estos guías del Tao? Que cuando  se lleva absoluta observancia respecto al Tao, la armonía entre los hombres está presente; todo se conforma al orden  tanto natural como civil: del imperio o mandarinato. Se establece una conexión  moral entre la acción del hombre y lo que ocurre en el entorno natural. Con este principio irrevocable se dan las interpretaciones del por qué ocurren las catástrofes  o las desgracias como son las sequías,  incendios, inundaciones, malas cosechas, etc.; cuando se ha desobedecido al sentido del Tao y su desarrollo armónico con la naturaleza, se ha desobedecido a las leyes de la razón, que es cómo interpreta Hegel la situación; las leyes de la razón son las medidas requeridas para el mantenimiento del orden del imperio. Tal medida es aceptada aquí como lo en sí y  para sí,  la substancia y el fin  como fundamento del movimiento, desarrollo y flujo del universo.
Esta vida taoísta se adentra en conseguir una vida sencilla y armoniosa; es la búsqueda de un espíritu de sencillez y armonía. No refería a una actitud hedonista que conminase a todos los hombres de gozar de la vida y  a sentirse satisfechos en una casa cómoda, o de hermosas vestiduras, buena comida y bellas mujeres (u hombres). Este ermitaño y apartado individuo taoísta  era (es) un seguidor de la naturaleza que tiene como principal interés preservar la vida y guardar lo más intacto que se puede la esencia del ser, y no dañar con cosas nuestra existencia material, era un hombre que no hubiera entrado en una ciudad amenazada, ni  hubiera dado un cabello por las riquezas del mundo entero[9]. Acepta que la vida debe seguir libremente su propio curso, y para ello no sólo se debe ignorar la fama y las riquezas, sino también la vida y la muerte. La clave de todo este taoísmo personal reposa en la sencillez, idea central  que debe emparentarse con otros  conceptos aparentemente ajenos. Tal vida sencilla descarta la ganancia, se abandona  la astucia, se disminuye el egoísmo y se reducen los deseos. Es la vida  de perfección que aparente ser incompleta, de plenitud que parece vacía, de absoluta rectitud que aparece andar extraviada, de habilidad que parece torpeza,  y de elocuencia que parece tartamudear. Es vida que engendra cosas sin apropiarse de ellas, que trabaja pero no se enorgullece de ello, que gobierna las cosas pero no las domina[10]. A diferencia de Confucio para quien la medida de todas las cosas es el hombre, en el caso de Lao-Tse es la naturaleza: que reside en la sencillez, el wu-wei (la no-acción actuada);  no vivir en los extremos, buscar  adherirse al principio de centralidad; se trata de  no fallar mientras a uno le dure la vida, cuyo fin es la preservación de la vida.

Por otra parte, encontramos que en Hegel la figura del emperador vendrá a ser el responsable de establecer parte de esta observancia, por ser el hijo del Cielo (Tien), que es el todo y  totalidad de la medida; debe honrar la ley y procurar que sea conocida por todos. El cielo, como bóveda visible  que es a la vez la potencia de la medida. Para ello educan en las ciencias y leyes al emperador. Este aplica las leyes, los súbditos deben respectar al emperador y que les muestra cuáles son las leyes. El emperador se postra y venera la ley:

“Una fiesta principal entre las pocas fiestas chinas es la de la agricultura, presidida por el emperador; en los días de fiesta él mismo trabaja el campo; el grano que crece en este campo es empleado para el sacrificio. La emperatriz dirige el tejido de la seda que proporciona el material para el vestido, así como la agricultura es la  fuente de toda alimentación. Cuando las inundaciones, las epidemias y cosas por el estilo devastan y afligen al país el asunto compete exclusivamente al emperador; confiesa que la causa de la desgracia son sus funcionarios y, principalmente, él mismo; si él y los magistrados hubieran observado  regularmente la ley no se habría producido la desgracia. Por esta razón el emperador recomienda a los funcionarios reflexionar y ver en qué habrían faltado, y él mismo se entrega a la meditación y a la penitencia porque no actuó rectamente. Luego, el bienestar  del imperio y de los individuos depende  del cumplimiento del deber. Así para los súbditos todo el culto se reduce a la vida moral. Así la religión china debe denominarse religión moral (en este sentido se le ha podido atribuir a los chinos el ateísmo. –Estas determinaciones  de la medida y prescripciones de deberes provienen en su mayor parte de Confucio: sus obras tienen predominantemente un contenido moral” (LFR:395ss, nota 885).

Para el emperador seguir el ritmo y la medida de los ciclos de la naturaleza es primordial para atajar el buen orden sobre todo su imperio. Hegel llama a esta actitud china como propia de una religión moral, a la estricta observancia  y veneración de la medida  por parte del emperador y, a su vez, de la veneración del emperador por los súbditos al dictarles la ley que debe imperar y dárselas a conocer. El culto social es un culto del orden moral-natural prescrito; la medida de la razón natural que hace el emperador en su conversación con el Cielo (Tien), viene a fundar un orden religioso que fue llamado por los misioneros como una concepción atea.  Tales atribuciones  de esta razón taoísta vienen por la influencia, dentro del ejercicio del Estado, del mayor pensador moral de esas latitudes: Confucio.  Estas leyes generales surgen de una observancia de leyes y determinaciones particulares, las cuales surgen por ser  engendradas por las actividades cotidianas y comunes al bien colectivo e individual en consonancia con la medida moral imperial. Pero estas determinaciones serán  sometidas a una especie de antropomorfismo. La naturaleza,  residencia de múltiples potencias particulares, serán representadas como hombres, los cuales son antepasados difuntos de los hombres existentes. El hombre  al morir puede ser reconocido como potencia, pero también  pueden hacerse presentes dichas potencias  cuando los hombres se retiran del mundo, que se acogen a la estricta soledad y se retiran de la vida social cotidiana, y es considerado como muerto para el mundo.
Visto así, en esta antigua concepción animista de la naturaleza sagrada,  los difuntos y antepasados también gozan de esta virtud, en tanto potencias particulares de devoción y protección por lo significativas que fueron sus vidas para los terrestres y su entorno.  Pero también tales potencias pueden ser absorbidas por ciertos hombres. ¿Cuáles? Pues los sabios, que cansados de ser funcionarios o letrados y profesores del imperio o del estado, se retiraban de la vida cotidiana del reino y se convierten, como referimos antes, en ermitaños en los profundos bosques oscuros y silenciosos. Se convierten en potencias al retirarse del mundo; son considerados prácticamente casi difuntos en vida; ahondan en su interioridad, dirige su actividad únicamente a lo universal, al conocimiento de las potencias implícitas e internas en la naturaleza, alejándose del contexto de la vida humana concreta; o como diría Lao-Tse a los seguidores del  Tao: una vez tomado el camino del Tao  morimos para la vida, nos separamos de la vida social. Los  sabios ermitaños son considerados como seres que se han preocupado en ahondar en su interioridad, dirigiendo su vida en el insondable e innombrable Tao, en la inteligencia universal del cosmos, en el conocimiento de las potencias ocultas a los ojos comunes, pero presentes en la naturaleza. Es la integración con la substancia de la materia de la naturaleza en tanto animada por el espíritu de lo oculto pero presente, el camino que traza en todo el Tao como fuerza implícita que desde el vacío da forma a todo, sin ser indiferente a nada.



[1] Hegel LHF, p.XIX.
[2] Tomado de: Hegel y el Taoísmo, en: http://unizarfilosofia.wordpress.com/2010/12/21/hegel-y-el-taoismo/ 26/04/2014

[3] Aunque hay que advertir que en muchas polis nos encontramos con la aceptación de la figura del tirano populista o de estructuras gubernamentales militaristas como lo era Esparta. La democracia se dio en ámbitos  muy particulares, como lo fue en la ciudad de Atenas que, de allí, como tendencia novedosa de argumentar y discutir libre y públicamente los asuntos de la ciudad.
[4]  Ver:  Ebrey, Patricia (2006). The Cambridge Illustrated History of ChinaCambridge University Press. pp. 45–49.
[5] Recordemos que para Lao-Tse el Tao que puede ser expresado  no es el Tao eterno.
[6] Cit. en Watts, A. 1976: El camino del Tao. Ed. Kairos. Barcelona.
[7] Recogemos la observación de Watts al decir que “En tanto el universo produce nuestra conciencia, nuestra conciencia evoca al universo; y esta concepción supera y cierra el debate materialista e idealista (o mentalista), deterministas y partidarios del libre albedrío, que representan el ying y el yan del concepto filosófico”, en: Watts, op. cit. pág. 103.

[8] Esta idea de masculino y femenino no hay que entenderla en tanto individuos machos y hembras en tanto características dominantes en uno de los dos sexos. Ambos poseen elementos de uno  u otro principio.
[9] The Works of Han Fei Tzu, cap I. Cit. en Wing-tsi y otros: Filosofía de Oriente. P.77. Ed. F.C.E. México, 1954.
[10] Ver Lao-Tse, Tao Te King. Ed. Alfaguara, Barcelona, 1992.


La Universidad 

como multiplicidad y unidad del saber 


Eduardo Vásquez





Obra de Ai Weiwei



No sabemos si agradecer la invitación que se nos ha hecho para exponer ante ustedes algunas reflexiones sobre los estudios de postgrado o hacernos el reproche por haber aceptado pensar sobre un tema tan vasto y tan complejo.      Nuestro campo de investigación es la filosofía y ese campo lo hemos reducido a un autor: Hegel. Investigar el pensamiento de un filósofo, que escribe en un idioma difícil y en un estilo más difícil aún, en un momento histórico de grandes cambios, puede absorber muchos años de vida y así ha ocurrido con respecto a la mía. Cuando hablamos de investigar un pensamiento estamos haciendo una reducción, una gran simplificación. Ese pensamiento surge en una época, y esa época viene de otra, y todas se remontan a una antigüedad que tal vez no ha desaparecido totalmente. Vemos así que el que estudia a un autor, a su pensamiento, tiene primero que conocer el idioma en que se expresa. Sin ese conocimiento no podría tener acceso al autor extranjero. Ya sabemos lo arduo, lo exigente, que es el estudio de un idioma. Y la dificultad aumenta si el pensamiento que se expresa en ese idioma es de una complejidad tal que puede ser  vertido de maneras diferentes y a veces hasta opuestas. La prudencia aconseja consultar las traducciones que se han hecho, no sólo en el idioma propio, sino en otros idiomas. Ya vemos como en un  estudio determinado hay que trascender a otros campos, a otras esferas, en este caso, al de los idiomas. Por supuesto, el investigador puede enclaustrarse en un solo idioma, pero ello iría en detrimento de la profundidad y solidez de su trabajo.
Hemos mencionado otra esfera a la que tiene que trascender el que investiga a un autor, a un pensamiento. Tomo a la filosofía como ejemplo, pues es en ella donde puedo encontrar ejemplos muy pertinentes. No puedo dejar de acudir a mi propia experiencia ya que es ella la que me inspira estas reflexiones.
Cuando se comienza a estudiar filosofía se comienza estudiando a los grandes filósofos. Allí están sus libros. Sólo esperan a que los abramos y comencemos la faena de leerlos. Lo más evidente es que no podemos llevar con buen éxito semejante faena sin el conocimiento del idioma del autor. Y también que en esas obras hay una terminología, acuñada de antiguo y cuya significación suele variar a través del tiempo. El estudiante de filosofía toma a su autor, lo empieza a leer, pero enseguida el autor suele referirse a un antecesor importante cuyo pensamiento admite o bien rechaza. Va, pues, el lector, de un autor a otro, ya que no puede entender al que lee sin entender lo que acepta o lo que rechaza del anterior. La historia le sale al paso, y se le presenta como obstáculo. En el caso de la filosofía ello es evidente e inevitable, aunque hemos visto muchas veces como esta presencia determinante de la historia se ignora, elaborándose programas de estudios totalmente ajenos a la historia.
Creo que muchos de los que estamos aquí vivimos la experiencia de programas que permitían estudiar a Marx sin tener  la más mínima idea de Hegel. En los estudios de filosofía la historia de la filosofía, esto es, la sucesión de  pensadores, forma parte consubstancial de los estudios. Esto no quiere decir que el que viene después es mejor o superior al otro, más profundo, etc. Siempre será discutible si Hegel es superior a Kant, o si Marx es superior a Hegel. Aquí la idea de progreso, en el sentido de que lo posterior es mejor que lo anterior no tiene una validez  incuestionable. Sólo sostenemos que la historia de la filosofía forma  parte imprescindible e inevitable de los estudios de filosofía. Es un problema de conocimiento pleno, completo, que no se logra tomando a un autor y aislándolo de todos los antecesores.
Pero hay aún otra esfera en la que la filosofía de un pensador se convierte en un saco de palabras vacías sin la ayuda de la historia. Aquí no se trata de encontrar o demostrar que una filosofía está contenida en otra y que el pensador que sucede al otro no hace más que desarrollar y perfeccionar lo que estaba encerrado en el otro. Se trata más bien de encontrar las condiciones sociales, las relaciones entre los hombres, que dan origen a un pensamiento. Estas relaciones no estaban presentes antes; son el resultado de cambios sociales, de cambios en la manera como los hombres se relacionan entre sí. ¿Por qué ocurren esos cambios? ¿Se deben a la manera como los hombres producen sus vidas, esto es, una sociedad basada en el trabajo de esclavos dará un tipo de filosofía diferente de una sociedad en la que unos hombres compran la fuerza de trabajo de otros para producir lo necesario para subsistir? Esta es una tesis. Es posible que haya otras. Pero el gran pensador que fue Bernard Groethuysen estudió la relación entre la incredulidad del siglo XVIII y el surgimiento de la burguesía como clase social. Al respecto escribe nuestro admirado autor: “Trazar el desarrollo de la incredulidad moderna es, a partir de cierta época, escribir la historia de la burguesía” [1]. Por supuesto, incrédulos los ha habido siempre. Los llamados libertinos han abundado siempre, pero son individuos que se oponen a una creencia común, en tanto que la incredulidad que surge en el siglo XVIII tendrá, cada vez más, un carácter colectivo; ya no es asunto de un individuo particular, sino el de una colectividad. El incrédulo ya no es un individuo, sino el burgués que habla en nombre de su clase. Según Groethuyssen, el burgués tomó conciencia de sí mismo en su oposición a la fe antes de afirmarse como clase y formular sus reivindicaciones [2]. Según el mismo autor, el ideal cristiano de la vida es la inactividad, lo cual convierte al verdadero cristiano en un asceta. Citando a Pascal, nuestro autor recuerda que las ocupaciones son un medio para evitar pensar en sí mismo, una manera de descargarse de la idea de la muerte y de la miseria humana. El burgués, por el contrario, considera que el trabajo afirma al hombre. Mediante el trabajo el hombre se hace independiente de Dios: “El nuevo hombre económico proclama, cabe decir, su independencia frente a la divina Providencia. Trabajo, fruto, riqueza, forman un conjunto cerrado en sí. Ya no se necesita aquí de explicaciones trascendentes, de intervención de un poder divino. En la vida económica no hay milagros, sino sólo trabajo y cálculo”[3]. La visión del mundo que surge con la burguesía se expresará en la filosofía. Sabemos que la Ilustración contiene toda esa filosofía y que se expresará con tanta fuerza en el idealismo alemán. En Kant, con su esfuerzo por constituir una moral basada en la razón, y no en un Dios trascendente. En Fitche, cuya filosofía, según George Lukacs: “es el activismo revolucionario de la época trasmutado en elemento del idealismo alemán”[4]. No se puede, pues, ignorar la historia en los estudios de filosofía, así como el historiador no puede ignorar la expresión que tiene en la filosofía las transformaciones sociales. Desde luego, la sociología siempre está presente  en los estudiosos de la historia, tanto que es difícil saber cuando el historiador es  sociólogo o el sociólogo historiador. El saber es una totalidad a la cual hay que desmembrar para estudiar sus partes constitutivas, pero siempre teniendo presente que esas partes solo adquieren plena significación en la totalidad reconstituida.
Permítasenos abundar un poco más en la interrelación  entre las diversas disciplinas. Puede estudiarse la dialéctica desde el punto de vista estrictamente lógico. Ya esto lo hizo Hegel en la “Ciencia de la lógica”. Al plantear el principio de identidad en la forma acostumbrada, esto es, A=A, puede sostenerse que la identidad de A, para ser tal, requiere de NO-A, al cual excluye para afirmarse. Al afirmar a A se excluye (o se niega) de A todo lo que no es él.  A y NO-A son inseparables. Al poner a A ponemos, o mejor, A pone a su opuesto no A. Para afirmarse, A necesita a su opuesto, o también, en el lenguaje de Hegel, A transita a NO-A. Detengámonos aquí, en este terreno de las abstracciones lógicas. Allí, ofrece bastante dificultad entender la dialéctica. Pero el mismo Hegel expone este tránsito de un término a su opuesto en la sociedad organizada conforme a la división del trabajo y a la producción para el mercado. En la Fenomenología del Espíritu, en el epígrafe titulado El placer y la necesidad, hay una descripción de un proceso según el cual un individuo trata de afirmarse negando de sí mismo todo lo que él considera que él no es. De este modo, se convierte en una abstracción: ha abstraído de sí todo lo que piensa que no forma parte de él. Nos encontramos en el A=A. Ha rechazado la comunidad con otros, la cual también es una abstracción al abstraer de sí al individuo. Es una abstracción que puede expresarse como NO-A. El individuo en cuanto empieza a trabajar  para sostener y reproducir su vida tiene que entrar en relación con la comunidad, con los otros. En lenguaje lógico podríamos expresar esto así: A transita (o pasa a NO-A). Al actuar el individuo que quería ser un ser aislado, abstraído de la comunidad, produce él mismo, por su acción, la negación (la muerte, dice Hegel) de su yo aislado. Su acción tiene un doble sentido: trataba de encontrar la vida (en la afirmación de su yo abstracto), pero lo que produce es su propia muerte. Advirtamos que en las páginas donde Hegel describe lo anterior (las 216 y 217) de la Fenomenología nos sale al paso el problema de las traducciones. El traductor traduce términos del idioma alemán de una manera muy discutible, tanto que hace casi incomprensible el texto. Apartándonos de ese problema, volvemos al texto de la Fenomenología. Sin el auxilio de otras ciencias, en este caso, de la historia, de la economía, de la sociología, un texto de filosofía se torna incomprensible. La transdisciplinariedad, la relación entre diversas disciplinas, está siempre presente en cualquier disciplina de las llamadas humanidades. Es una necesidad insoslayable restablecer la vinculación de todas las disciplinas a fin de que no se conviertan en abstracciones, aunque, como hemos visto, las abstracciones siempre se niegan a sí mismas. Recomponer la totalidad de la realidad es un verdadero reto, esto es, recoger las piezas o membra-disyecta y armarlas para reconstituir el todo.
En ese todo actual nos encontramos con toda clase de problemas: los éticos, los políticos, los religiosos, los económicos. ¿Cómo estudiarlos a todos sin perder la vinculación entre ellos? Es imposible mantenerse en un sector, estudiado por una disciplina, sin transitar o pasar al otro.
Sin embargo, pueden haber fuerzas que traten de romper esos nexos, que impidan el ejercicio del pensamiento. Me impresionó mucho, hace ya bastante tiempo, el interrogatorio que padece el bolchevique Bujarin en manos del procurador Vichinsky. Este acusa a Bujarin de haber sostenido un encuentro determinado con un tal Kodjaev. Bujarin responde que ha tenido diversos encuentros con Kodjaev. No se trata de los otros, le precisa el procurador, sino de éste. Bujarin contesta: “En la lógica de Hegel el término este es considerado el más difícil”. Vichinsky a su vez interrumpe: “Ruego a la corte explicar al acusado Bujarin que él es aquí no un filósofo, sino un criminal y que le conviene abstenerse hablar de filosofía hegeliana…” y Bujarin aclara: “un filósofo bien puede ser un criminal”.
Los criminales, según el representante del Estado, no pueden ser filósofos y mucho menos dialécticos. La fuerza puede poner una barrera momentánea al pensamiento pero no puede detener a la historia. La filosofía, la psicología, están inmersas en la esfera política. El mismo Bujarin acude de nuevo a Hegel para explicar su traición a la revolución comunista; su duplicidad la explica así: “A veces yo me entusiasmaba glorificando en mis escritos la edificación socialista, pero enseguida, al día siguiente, me pronunciaba contra esto por mis acciones prácticas de carácter criminal. Se formó allí lo que en la filosofía de Hegel se llamaba una conciencia desdichada. Esa conciencia desdichada se diferenciaba de la conciencia ordinaria en que al mismo tiempo era una conciencia criminal”[5]. Bujarin confiesa ser un Dr. Jekill con un mister Hyde contrarrevolucionario, o, lo que es lo mismo para el poder del Estado, criminal. Refiere Hegel que Napoleón dijo una vez ante Goethe que en las tragedias de nuestro tiempo la política ha sustituido al destino de las tragedias antiguas. Se confirma en estos juicios de Moscú que el poder del Estado y su finalidad es someter a todas las particularidades. ¿Cómo pueden las ciencias humanas convertirse en ciencias que solamente clasifican, ordenan, vinculan hechos y desechan los problemas éticos y políticos contenidos en ellos? No hay actividad del pensamiento o de los sentimientos que sea ajena a la sociedad en que se vive. En esto, la literatura ha ocupado un lugar preeminente. Antes de terminar con la tragedia política, explicada por él mismo con categoría psicológicas y filosóficas, recordemos que Bujarin afirma al final de su confesión que ese tipo de anomalía no existe en el Estado proletario, que personajes como los de Dostoievski, tales como Aliocha Karamazov que exponen el “alma eslava”, dispuesta a arrepentirse y a gritar en la plaza pública “¡Golpeadme, ortodoxos, soy un canalla!”, son tipos que ya no existen en la URSS, pero subsisten en Europa Occidental.
¡Cuantos campos para estudiar! El mundo contemporáneo ofrece y está abierto a todas las indagaciones. Por supuesto las categorías de las épocas recientes pasadas es posible que ya no nos sirvan. Sabemos que ya toda una época dominada por la razón ha sufrido fuertes ataques y se pretende comprender la época actual con nuevas categorías, no racionales, pero que dan cuenta mejor de la realidad actual.
No hace mucho en Francia, en el año 2001, ocurrió un acontecimiento que nos obliga a reflexionar. Una tesista llamada Elizabeth Teissier presentó una tesis para optar al título de doctor. Su título era el siguiente: “Situación epistemológica de la astrología a través de la ambivalencia fascinación – rechazo en las sociedades modernas”. El director de tesis de la señora Teissier era Michel Maffesoli. El objetivo fundamental de la tesista era sostener que la astrología es una ciencia y con ello reparar el crimen cometido por Colbert, calificado por ella como abyecta encarnación de la contabilidad burguesa, quien, en 1666, tuvo la audacia de expulsar la astrología de la Sorbona.  Hubo discusión entre la tesista y su director de tesis. Este argumentó que “era legítimo estudiar la astrología como creencia, pero no se trataba en modo alguno de reconocerla como una ciencia”. La señora Teissier repostó: “Pero es una ciencia; no he escrito novecientas páginas para nada”. Así, pues, el propósito de la Sra. Teissier es que la astrología sea reconocida como una ciencia. Ella insiste en el relativismo postmoderno, según el cual todo puede ser tratado con la misma seriedad. La señora Teissier denuncia con vigor el racionalismo que vive sus últimas horas; el orgullo del hombre que rechaza el condicionamiento astral, y saluda el retorno con fuerza de la idea de destino. Después de cinco (5) minutos de deliberación el jurado declaró que madame Germaine Teissier sería doctor de Universidad y se le otorgaba la mención de muy honorable por su trabajo. Naturalmente, no se hicieron esperar las protestas. Astrónomos eminentes, profesores de renombre solicitaron la nulidad del veredicto del jurado. No sabemos que suerte ha corrido esa solicitud.
Otorgar un título de doctor a un aspirante que sostiene la tesis de que la astrología es una ciencia plantea muchas interrogantes. Es posible ver en ese triunfo de la astróloga de Mitterand un triunfo del irracionalismo y una derrota de la razón. Esta ha recibido tiros desde todas las posiciones. El asalto a la razón que comenzó con la muerte de Hegel se ha presentado en todos los escenarios. Se le atribuyen los mayores y más espantosos crímenes. El haber establecido la universalidad de los valores, de los derechos humanos, de la verdad, es un crimen abominable.
Gianni Vattimo, por ejemplo, embiste contra la universalidad: “La metafísica es un pensamiento violento, porque por el hecho de volverse hacia lo general, hacia las estructuras universales, implica la no esencialidad  de lo individual y prepara teóricamente Auschwitz o la organización totalitaria de las sociedades de masa”[6]. Según  esta tesis todos los filósofos, desde Platón y Aristóteles, pasando por los santos Tomás y Agustín, y también Descartes, Kant, Hegel, etc., que hicieron sus filosofías basándose en estructuras universales, prepararon los campos de exterminio. Si el señor Vattimo hubiese leído las pocas páginas dedicadas a la certeza sensible en la Fenomenología del espíritu sabría que el lenguaje que está usando, las palabras, pertenecen a la conciencia, a lo universal. Lo universal, el pensamiento que siempre es universal, existió antes de que apareciera Hitler, pero la idea de exterminar a judíos y eslavos sólo aparece con Hitler y sus secuaces. En la conferencia que pronunció en Rosario, Vattimo no se expresó por señas, sino en un lenguaje dirigido a todo el auditorio, esto es, un lenguaje universal. Si tiene el prejuicio contra Hegel que autoriza a no leerlo, Vattimo conoce seguramente el libro de Primo Levi “Si esto es un hombre”. Basta pensar en el título para caer en cuenta que esto (el maltratado, insultado, humillado) es algo que se ha colocado fuera de todo derecho, de toda característica, que constituyen la humanidad del hombre. ¿Cómo puede Vattimo ignorar que los campos de exterminio se constituyeron con excluidos, con seres que ya no pertenecían a la comunidad, esto es, a lo universal? ¿Cómo pudo Vattimo ignorar lo que es tan evidente después de la caída del nazismo? Reproduzcamos lo que escribe Giorgio Agamben acerca de este hecho histórico: “Una de las raras reglas que los nazis observaron constantemente cuando  la solución final fue la de enviar a los campos de exterminio a los judíos y gitanos sólo después de haberlos privado totalmente de su nacionalidad (aún de esa nacionalidad de segunda clase que era la suya después de las leyes de Nuremberg). Cuando sus derechos ya no son derechos del ciudadano, el hombre es entonces verdaderamente sagrado, en el sentido que da a ese término el derecho romano arcaico: destinado irrevocablemente a la muerte” [7]. Siguiendo a Agamben de un lado se encuentran “el estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, y del otro la reserva-corte de los milagros o campo – de los miserables, de los oprimidos, de los vencidos”[8]. Los excluidos se convierten en vida desnuda, y los otros en existencia política, exclusión e inclusión, zoe y bios. El odio, la bestialización (como la describe Primo Levi), el despojo de todos los derechos de la persona (negación de la ciudadanía) desaparece en la tesis de Vattimo postmoderno. Justamente, los derechos universales del hombre y del ciudadano son los que ponen límites al poder del Estado. Hay que considerar que esos derechos universales están por encima de la soberanía del Estado al que pertenecen los ciudadanos. Ningún Estado, invocando su soberanía puede abolir o anular esos derechos. Es en ellos, en los ciudadanos, donde se encuentra la soberanía y no en la voluntad de un supuesto soberano de un Estado soberano.
Lamentablemente, la filosofía política ha ocupado muy poco espacio en las escuelas de filosofía. Para enseñar filosofía política en la Facultad de derecho era indispensable poseer el título de abogado, de licenciado o doctor en leyes. Decimos esto para destacar la poca valía que se le da a una disciplina tan importante como la filosofía política. Política, sociología, derecho, son disciplinas que integran el corpus filosoficus. Ya sabemos hoy que la filosofía no puede ignorar la economía. Ya sabemos que no se puede estudiar ninguna filosofía, o mejor, ninguna filosofía elaborada por un filósofo, pasándole una esponja a la manera como los hombres producen sus vidas y a las relaciones que surgen entre ellos según el modo de producción. Ignorar esto es estudiar a la filosofía como una cáscara vacía, como un cuerpo sin esqueleto, carne ni sangre.
Al ubicar al filósofo en su tiempo histórico su filosofía adquiere rasgos que no se perciben fácilmente en la filosofía expuesta en un texto. Somos testigos contemporáneos de un hecho de esa naturaleza. Cuando empezamos a estudiar filosofía en 1952, saltábamos bruscamente de Descartes y Kant a Husserl y Heidegger. Hegel, Fichte, Schelling, Feuerbach, eran ignorados en toda la carrera y también Marx por razones políticas (dictadura de Pérez Jiménez). Desde luego, “Ser y Tiempo” era la filosofía de moda y la consagración de un filósofo era el viaje a Friburgo para escuchar al nuevo gran Papa de la filosofía. Nosotros, estudiantes, y muchos profesores, ignorábamos todo de Martin Heidegger. No sabíamos nada acerca de que estaba inscrito en el partido – nacional - socialista, que había sido rector de la universidad, que después de la guerra se le había despojado de la venia legendi por sugerencia de su antiguo amigo Karl Jasper, que se le había quitado hasta el derecho de usar su biblioteca. Ignorábamos que los amigos franceses de Heidegger se las habían arreglado para que nada se supiera en Francia y en el resto del mundo de ese pasado de Heidegger. Pero, repentinamente aparecieron libros sobre ese pasado. El que se hizo más leído fue el de Victor Farias, pero ya Kart Löwith ­ ñ**h ­_[ Karl  el de Victor Fariassos sobre ese pasado. El que hizo mndo de ese pasado de Heidegger.re ellos segecehabía escrito en 1940 un libro muy importante: “Mi vida en Alemania antes y después de 1933”. Karl Löwith, hijo de un alemán y una judía, considerado por los nazis judío simplemente, elaboró ese libro para participar en un concurso abierto por la universidad de Harvartd para todos aquellos que habían conocido Alemania antes y después de Hitler. Löwith no ganó el concurso. El libro fue publicado en 1980, cuando se recogían sus papeles para una edición de sus obras  en lengua alemana. Vamos a referirnos sólo a algunos temas de ese sobrecogedor libro. Primero, al discurso del rector Heidegger titulado: “La autoafirmación de la universidad alemana”. Según Löwith, ese discurso es una obra maestra de la ambigüedad, pues trata de hacer útiles al momento histórico (conforme al parágrafo 74 de “Ser y Tiempo”) las categorías de ontología existencial, de tal manera que daba la impresión que sus intenciones filosóficas podían y debían conciliarse con la situación política, así como la libertad de la investigación con la coacción del Estado. El servicio del trabajo y el servicio militar constituyen una unidad con el servicio del saber. Y ello se hace tan magistralmente que al final de la exposición no se sabe muy bien si uno debe ocuparse de los Vorsokratiker (de M. Diels y W. Kranz) o marchar con los S.A. No podemos entrar a analizar la descripción que hace del estado de Alemania en 1933. Citemos sólo lo que dice Löwith sobre lo que llama Heidegger el “Dasein” (el ser-ahí). Existencia y determinación, ser y poder ser, pudiendo interpretarse ese poder como un destino y un deber, la rigurosa posición del poder ser (alemán) propio de cada uno, y las palabras que se repiten incesantemente: disciplina, coacción, duro, inflexible y severo, aguantar firme, comprometerse y exponerse al peligro, revolución, despertar, ofensiva, “todas esas palabras, dice Löwith, reflejan el modo de pensar catastrófico de casi todo el mundo en la Alemania de la Postguerra”[9]. En ese mismo libro, Löwith narra una conversación que tuvo con Heidegger en Italia, en 1936. En ese tiempo había una polémica sobre la filosofía de Heidegger, en la que intervenía el Teólogo Karl Barth. Löwith le dice a Heidegger que no está de acuerdo ni con el ataque político de Barth ni con la defensa de Steiger, porque, en su opinión, “su compromiso a favor del nacional – socialismo estaba en la esencia de su filosofía. Heidegger  me aprobó sin reserva y agregó que su noción de historicidad era el fundamento de su compromiso político”. En la polémica entre Kart Barth y E. Steiger se discutía sobre la relación entre la filosofía de Heidegger y su inscripción en el partido nacional – socialista (la controversia tiene lugar en 1938 en la Neue Zurcher Zeitung). Un encargado de curso suizo lamentó que Heidegger se haya dejado arrastrar por la corriente de la época. Deploraba que era un error el que se formalizaran “contingencias  históricas” de un pensamiento en vez de ver el “templo blanco” que se eleva por encima de ellas, en lo intemporal. A ello replica K. Löwith que una filosofía que explica el ser por el tiempo y la vida cotidiana es imposible que nada tenga que ver con el día y el tiempo en que actúa y del cual proviene. Y añade que ninguna filosofía ha orientado tanto como Heidegger la filosofía según el azar de la “facticidad histórica” y que, llegado el momento, él mismo no tenía sino que sucumbir a ello. ¿Puede separarse la obra del hombre que el 3 de noviembre de 1933 se dirige a los estudiantes sentenciando así: “El Führer mismo y sólo él es la realidad alemana, de hoy y de mañana, y su ley”?.
No es nuestro propósito exponer a la filosofía de Heidegger  satanizándola, sólo insistimos que en la enseñanza de cualquier pensador no puede hacerse abstracción del hombre, de su época y de su vinculación con ella. Más bien somos heideggerianos en el sentido de que la historicidad forma parte de nuestro ser.
Recapitulemos lo que hemos expuesto. El problema del lenguaje, del idioma en que se estudia, del propio y del ajeno, del asalto a la razón por las embestidas de los irracionalismos surgidos con la llamada post-modernidad, según la cual todo es válido, ya que no hay verdad, siendo todo relativo, y, por último, hemos expuesto los riesgos de exponer un pensamiento arrancado de su época y de las corrientes de pensamiento en que se elabora. Escogimos para ello la filosofía. Pero también hay que pensar en los riesgos cuando son los historiadores y los sociólogos los que ignoran la filosofía, o se apoderan de ella sin un conocimiento aceptable. Muchos sociólogos se han convertido en filósofos. Les interesa más los problemas epistemológicos de la sociología que los problemas sociales de nuestro país. La arremetida contra la razón provino más del campo de los sociólogos que de los filósofos. La muerte de la razón, reducida a razón instrumental, en razón útil para la dominación, se convirtió en la punta de lanza de los sociólogos. Los derechos del hombre y del ciudadano fueron declarados instrumentos de dominación cultural, apropiados para destruir e invalidar culturas no – europeas. Toda cultura es respetable y posee el mismo valor que cualquier otra. Tan respetable es una cultura en la que existe la pena de muerte, la ablación sexual, el derecho del hombre a matar a la esposa por adulterio, la amputación de la mano en caso de robo, o de la otra en caso de reincidencia, la condena a muerte por considerar sacrílegos libros escritos sobre la divinidad, etc. Esas sociedades donde los hombres carecen de toda defensa frente al poder estatuido, muy frecuentemente asentado en fundamentos religiosos, esto es, donde carecen de toda libertad, son consideradas como expresiones culturales tan respetables como aquellas sociedades cuya evolución ha logrado constituir límites del poder contra los ciudadanos. Porque no otra cosa son los derechos del hombre y del ciudadano: un dique contra el soberano. Y estos derechos fueron posibles porque el poder descendió a la tierra, se alojó en cada hombre y no reside en ninguna entidad por encima de él. Los derechos del hombre se anidan en cada hombre, siendo cada uno igual a los otros. Es verdad que la existencia de esos derechos no ha puesto fin a la injusticia en occidente, pero es un firme escalón que permite pasar a otros. Hoy sabemos que hay individuos de otras culturas que reclaman para ellos los derechos del hombre que existen en la cultura de occidente. Cuando algún defensor de la igualdad de culturas le niega esos derechos a los que carecen de ellos los deja inermes e indefensos frente al poder, les niega la condición de hombres de derecho por pertenecer a otra cultura, como si el vestirse de un modo o alimentarse de otro modo o adorar a un Dios distinto los convirtiera en seres no – humanos, esto es, carente de todo derecho. Los convierte en zoé, en el lenguaje de Giorgio Agamben, esto es, despojados de todo derecho, de las características que han surgido en la vida en sociedad.
Es cierto, ¿cómo negarlo?, que existen diferencias entre las distintas culturas, pero esas diferencias no son tan abismales que convierten a los seres humanos en seres tan diferentes, que un derecho como el de que un hombre no puede ser convertido en esclavo de otro, sea sólo válido para un hombre de una cultura y no -aplicables a hombres diferentes-. O el de que todo hombre se presume inocente mientras no se le haya declarado culpable. Nos parece que esos derechos, adquisiciones irreversibles del pensamiento político, como dice Claude Lefort, son universales, aplicables a toda cultura, a todo hombre, cualquiera sea la etnia, la religión, o la tradición a la que pertenezcan. La razón establece lo que los sentidos niegan. Debajo de las diferencias, ocultas por ellas, está la razón.
Es aquí donde vemos que si bien el filósofo no puede ignorar la historia y la sociología, el historiador y el sociólogo no pueden ignorar la filosofía, y el periodista, o comunicador social, tiene al menos que poseer conocimientos de esas disciplinas. El permanecer encerrado en el propio espacio, dedicado sólo a una parcela del conocimiento humano, es convertirse en un ser abstracto, en un ser inhumano. Cada investigador, sea cual fuere su campo, se ve obligado a traspasar los límites de su campo de especialización. Por eso, se ve obligado a solicitar la ayuda de otros especialistas o de las investigaciones  o trabajos publicados por ellos. La colaboración entre cátedras, entre profesores de distintas asignaturas, es hoy más indispensable e inevitable que en cualquier tiempo pasado. El desarrollo vertiginoso de la ciencia, de la investigación, ya hace muy difícil que se domine el área de la propia especialización. La modestia y la humildad obligan a acudir a la ayuda de los otros.
Sin embargo, hay profesionales que no parecen tener en cuenta esto. Nos parece que las universidades se han atenido a la colaboración entre los investigadores y se afanan ahora por hacer de la trasndisciplinariedad y de la multiplidisciplinariedad una sólida realidad. Y nos parece que éste es el verdadero sentido, la finalidad de la universidad: la unidad del saber y de los saberes.
Quizás, en nuestros días, una de las profesiones más difíciles es la de los comunicadores sociales. Por una parte, están obligados a decir la verdad. Ya esto es un alto riesgo, no sólo porque es difícil saber que se entiende por verdad, sino que al decirla ya se tiene posibles enemigos. Pero también la profesión de comunicador social exige el continuo traspaso de una disciplina a otra, la continua referencia a la historia, la ética, el derecho, la sociología. Pues la noticia siempre está en un contexto, en un tiempo, en una cultura. Por su profesión, el periodista, si toma en serio su profesión, se ve llevado a convertirse en una verdadera enciclopedia. Desde luego, si no se limita a ser un mero transcriptor de hechos aislados, abstraídos de todo. Tenemos la idea que nuestros periodistas se mantienen en el área de la modestia y la humildad.
Pero hay actualmente una institución, con rango universitario, que se ha salido de cauce o la han sacado de él. Hoy vemos que los egresados de la Academia Militar pueden ser destinados a cualquier cargo, para el cual se requiere una preparación exigente. Estamos seguros que muchos de los egresados de esa Academia perciben lo inadecuado de que se les arranque del oficio o de la disciplina para los cuales fueron formados y se le destine a ejercer un saber para el cual, posiblemente, sólo poseen un conocimiento rudimentario.
Pero no sólo se le puede hacer críticas a esa institución por lo que antes se llamaba “teorismo” (¿o toderismo?). También vemos a médicos psiquiatras o a sociólogos ser adjudicados a cargos que requieren de conocimientos jurídicos. El resultado no puede ser más desastroso. Creo que todos hemos escuchado a un psiquiatra aplicar categorías propias de la psiquiatría a la política. Así, le oí decir que cada uno tenía que asumir su responsabilidad y no atribuirle a otros su situación y la manera como reacciona ante ella. Tal vez esto funcione en psiquiatría. Pero en relación a los ciudadanos, éstos reaccionan con todo derecho por el aumento de la criminalidad, por la desaparición de las escuelas, por la corrupción en el aparato judicial o en toda la administración pública. Nuestro psiquiatra, para diagnosticar el origen de las perturbaciones sociales, debe saber que debe conocer a los textos políticos y no a los tratadistas psiquiátricos. Habría podido encontrar en el Tratado Teológico Político de B. Spinoza que: “es cierto que las sediciones, las guerras, el descontento o la infracción de las leyes son más imputables a la corrupción de un Estado que a la maldad de los súbditos”. El deber del Estado es desarrollar la ciudadanía, respetar y hacer respetar las leyes. De lo contrario, la vida social, carente de toda ley, deriva en estado de naturaleza. Es extraordinario ver como sociólogos, psiquiatras, abogados, en función de gobierno, se convierten en fanáticos defensores de todo acto de gobierno. Los que se le oponen, así sea para exigir el cumplimiento de un derecho, son siempre culpables. La fuente legítima del poder, que se encuentra en la ciudadanía, le es arrebatada y colocada en el gobierno que no es fuente de derecho ni posee derecho alguno frente a los ciudadanos.
Podría inferirse de lo anterior que un mayor conocimiento, un reconocimiento de la necesidad de adentrarse un poco más en las distintas áreas del saber, hará que los que se conviertan en funcionarios públicos ejerzan mejor los cargos para los que se les designa. ¿Nos hace mejor el conocimiento? ¿Saber lo que se debe hacer nos obliga a hacerlo? Si mal no recuerdo, hay una frase latina a la que acuden todos los que se ocupan de moral: Veo lo mejor, lo apruebo, pero hago lo peor. ¿Qué nos lleva a hacer lo peor? ¿el miedo, la dulce idea del oro, el odio a los otros, el resentimiento? Ni siquiera el que actúa mal sabe bien por qué actúa como actúa, sobre todo en política. El yo moral que llevamos dentro, el que nos reprocha lo que hicimos o nos maltrata por lo que pudimos hacer y no hicimos, puede ser callado. No hay quien no pueda encontrar justificación para un mal proceder. Recientemente, un doctor en leyes, ufano de ser maestro de muchas generaciones, se curó en salud, (o picó a´lante, como decimos en Venezuela) pronunciando una frase que puede amparar las más abominables fechorías: “¡Todo es relativo!” nos espetó. Roma, que inventó el derecho, expulsó a un grupo de sofistas que un día demostró que tal ley era justa y al día siguiente demostró que esa misma ley era el summun de la injusticia. La ignorancia, amparada por el uso de conceptos sabios, no cesó de reír y siguió profiriendo la frase que anunciaba su venalidad y su corrupción. Pues es corrupto, y el mayor de todo, quien destruye las leyes y los derechos que hacen posible y humana la vida social. 




Bibliografía


Agamben, Giorgio (1995). Moyens sans fins. Notes sur la politique. Editions Payot et Rivages. Paris.
Broué, Bièrre (1964). Les procès de Moscou. R. Julliard. Paris.
Groethuysen, Bernard (1995). Philosophie et histoire. Albin Michel, Coll. “Bibliothèque Albin Michel Idées”. Paris.
Groethuysen, Bernard (1981). La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII. F.C.E. México.
Löwith, K. (1988). Mi vida en Alemania antes y después de Hitler. Hachette
Lukács, G (1963). El joven Hegel. Editorial Grijalbo. México.
Ravera, Rosa María (1988). Pensamiento italiano contemporáneo. Rosario: Fanfini gráfica. Argentina.





[1]Groethuysen, Bernard, 1995, p. 325
[2] Ob.Cit, p. 300 y 317
[3] Groethuysen, Bernard, 1981, p. 324
[4] Lukács, G., 1963, p. 250
[5] Broué, Pierre, 1964, p. 197

[6] Ravera, Rosa María, 1988, p. 80

[7] Agamben, Giorgio, 1995
[8] Ob.Cit., p. 41

[9]Löwith, K., 1988, p. 77